Puesto que era de noche y había poco tráfico, Ingrid se sintió autorizada a circular a un promedio de ciento cincuenta kilómetros por hora. Y no sólo eso sino que, en una curva, adelantó un camión mientras en dirección contraria se acercaba disparado otro coche. En aquel instante Montalbano leyó su propia esquela en el periódico. Pero esa vez no quiso darle a Ingrid la satisfacción de pedirle que no corriera tanto.
Su amiga no hablaba, conducía con atención, con la punta de la lengua asomando entre los labios, pero se veía que su humor no era el de siempre. Sólo abrió la boca cuando tuvieron a la vista Marinella.
– ¿Rachele ha conseguido lo que quería? -soltó bruscamente.
– Gracias a tu ayuda.
– ¿Qué quieres decir?
– Que tú y Rachele os habéis puesto de acuerdo, quizá cuando os estabais cambiando para la cena. Ella te habrá dicho que le gustaría, ¿cómo decirlo?, probarme. Y tú has allanado el terreno, echando mano de un Giogió que jamás ha existido. ¿Es cierto o no?
– Sí, sí, lo es.
– Pues entonces, ¿qué te ocurre?
– Me ha dado un ataque de celos tardíos, ¿vale?
– No, no vale. Es ilógico.
– La lógica te la dejo toda para ti. Yo razono de otra manera.
– ¿O sea?
– Salvo, el caso es que tú conmigo te haces el santo, y con las otras…
– ¡Pero si eres tú quien me ha publicitado ante Rachele, estoy seguro!
– ¡¿Publicitado?!
– ¡Sí, señor! Ya sabes, ¡la cassata Montalbano es la mejor que hay! ¡Probar para creer!
– Pero ¿qué demonios dices?
Habían llegado. Montalbano bajó del coche sin despedirse. Ingrid también bajó y se puso delante de él.
– ¿La tienes tomada conmigo?
– ¡Contigo, conmigo, con Rachele y con el universo entero!
– Mira, Salvo, hablemos claro. Es cierto que Rachele me preguntó si podía intentarlo y yo le despejé el terreno. Pero no es menos cierto que, cuando os quedasteis solos, no te habrá apuntado con un revólver para obligarte a hacer lo que quería. Te lo habrá ofrecido de alguna manera y tú accediste. Podrías haber dicho que no y la cosa no habría pasado de ahí. No puedes tomarla conmigo ni con Rachele sino sólo contigo mismo.
– De acuerdo, pero…
– Déjame terminar. He entendido lo que quieres decir con tu cassata. ¿Querías sentimiento? ¿Querías una declaración de amor? ¿Querías que Rachele te susurrara apasionadamente: «Te amo, Salvo. Eres la única persona del mundo a la que amo»? ¿Querías la coartada de los sentimientos para echar un polvo y sentirte menos culpable? Rachele te propuso honradamente hacer un, espera, ¿cómo diría?… ah, sí, un trueque. Y tú has aceptado.
– Sí, pero…
– ¿Y quieres saber otra cosa? La verdad, me has decepcionado un poco.
– ¿Por qué?
– Pensaba que seguramente podrías manejar a Rachele. Y ahora ya basta. Perdóname el desahogo y buenas noches.
– Perdóname tú a mí.
Esperó a que Ingrid se alejara, levantó un brazo para despedirse, dio media vuelta, abrió la puerta, encendió la luz, entró y se quedó petrificado.
Los ladrones le habían dejado la casa patas arriba.
* * *
Tras pasarse media hora tratando de devolver cada cosa a su sitio, se desanimó. Sin la ayuda de Adelina, jamás lo conseguiría; mejor dejarlo todo tal como estaba. Ya era casi la una, pero se le había pasado el sueño. Los ladrones habían forzado la vidriera de la galería, y de hecho ni siquiera les había costado demasiado, porque él no la había cerrado con llave antes de irse con Ingrid. Había bastado un empujón con el hombro para abrirla.
Entró en el cuartito donde la asistenta guardaba todo lo necesario para la casa, y descubrió que los ladrones habían buscado cuidadosamente incluso allí. El armario de las herramientas estaba abierto, su contenido desperdigado por el suelo. Al final encontró el martillo, el destornillador y tres o cuatro tornillos. Pero en cuanto intentó arreglar la cerradura de la cristalera, se dio cuenta de que, en realidad, necesitaba gafas.
¿Cómo era posible que no hubiese advertido que estaba cegato? Su humor, ya ensombrecido a causa de Rachele y lo que había encontrado en casa, se tornó todavía más negro, tanto como la tinta. De pronto, recordó que en el cajón de la mesita de noche había unas gafas de su padre que le habían enviado junto con el reloj.
Se dirigió al dormitorio y abrió el cajón. El sobre con el dinero seguía en su sitio y también el estuche de las gafas. Pero encontró algo que no se esperaba en absoluto: le habían devuelto el reloj.
Se puso las gafas y enseguida vio mejor. Regresó al comedor y empezó a reparar la cerradura.
Los ladrones, aunque por supuesto no era justo llamarlos así, no habían robado nada. Al contrario, habían restituido lo que se habían llevado en su primera visita. Y eso era una clara señal o, mejor dicho, una evidencia: «Querido Montalbano: no hemos entrado para robar, sino para buscar una cosa.»
¿La habrían encontrado después de aquel meticuloso registro que ni los de la policía? ¿Y qué podía ser? ¿Una carta? Pero si en casa no tenía ninguna correspondencia que pudiera interesar a nadie. ¿Un documento? ¿Algún escrito relacionado con una investigación? Pero raras veces se llevaba trabajo a casa, y cuando se daba el caso, al día siguiente lo devolvía a la comisaría.
Sea como fuere, la conclusión del asunto era que, si no lo habían encontrado, seguramente regresarían para otra visita más devastadora que la primera.
Le pareció que el arreglo de la cristalera había quedado bien. Abrió dos veces para probar y la cerradura funcionó.
«Pues mira, cuando te jubiles podrías dedicarte a trabajitos domésticos de este tipo», dijo Montalbano primero.
Fingió no haberlo oído. El aire nocturno llevaba consigo el aroma del mar y, por consiguiente, le despertó el apetito. A mediodía apenas había comido nada, y por la noche, sólo dos cucharadas de aquella sopita al ácido muriático. Abrió el frigorífico: aceitunas, uvas pasas, queso, anchoas. El pan estaba un poco duro, pero todavía comestible. El vino no faltaba. Se preparó un buen plato con todo lo que había y se lo llevó a la galería. Los ladrones -vamos a seguir llamándolos así provisionalmente- habían tenido que dedicar mucho tiempo a registrar la casa de aquella manera. ¿Sabían que él no estaba en el pueblo y que sólo regresaría muy entrada la noche? Si lo sabían, significaba que alguien los había avisado. ¿Y quién sabía que se iba a Fiacca? Sólo Ingrid y Rachele.
«Un momento, Montalbà, no corras tanto, porque corriendo y corriendo podrías caer en un precipicio de chorradas.» La explicación más sencilla era que lo estaban vigilando. Y en cuanto habían visto que salía, habían forzado la vidriera en pleno día. Por otra parte, ¿quién podía estar en la playa a aquella hora? Habían entrado, habían entornado la cristalera y habían tenido toda la tarde para trabajar a sus anchas.
¿Acaso no habían hecho lo mismo la primera vez? Esperaron a que él saliera a comprar whisky para entrar. Sí, lo controlaban, lo vigilaban.
De hecho, tal vez en ese mismo instante, mientras se comía el pan con aceitunas, estuvieran mirándolo. Bueno, ¡menuda lata!
Experimentó un agudo malestar al pensar que todos sus movimientos estaban bajo el control de desconocidos. Deseó que hubieran encontrado lo que buscaban para que dejaran de tocarle los cojones.
Cuando terminó de comer, llevó a la cocina el plato, el vaso y la botella, cerró con llave la cristalera, felicitándose por el buen trabajo que había hecho, y fue a ducharse. Mientras se lavaba, algunas briznas de paja le cayeron de la cabeza, flotaron junto a los pies, y a continuación fueron engullidas por el pequeño remolino del desagüe.
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