No fue una hazaña. Ingrid los esperaba de pie junto a la mesa reservada.
– ¡He visto a Giogió! -exclamó alegremente.
– ¡Ah, Giogió! -repuso Rachele con una sonrisita.
Montalbano interceptó una mirada de complicidad entre ambas mujeres y lo comprendió todo. Giogió debía de ser un antiguo amor de Ingrid. Y quien dijese que la sopa recalentada no era buena quizá se equivocara en aquel caso concreto. Temió que a Ingrid se le ocurriera pasar la noche con el recuperado Giogió y él tuviera que dormir en el coche hasta la mañana siguiente.
– ¿Te molesta que vaya a la mesa de Giogió? -le preguntó Ingrid al comisario.
– Ni mucho menos.
– Eres un ángel. -Se inclinó y lo besó en la frente.
– Pero…
– Tranquilo. Vengo a buscarte cuando termine la cena y volvemos a Vigàta.
Se acercó el jefe de sala, que había presenciado la escena, para retirar los cubiertos de Ingrid.
– ¿Aquí le parece bien, señora Esterman?
– Sí, Matteo, gracias -contestó Rachele, y mientras el jefe de sala se alejaba, le explicó a Montalbano-: Le dije a Matteo que nos reservara una mesa lejos de la zona iluminada. Es un poco incómodo para comer, pero en compensación nos ahorraremos en parte los mosquitos.
En el prado había decenas y decenas de mesas de cuatro a diez plazas, más que perfectamente iluminadas por la cruda luz de unos cuantos reflectores que habían colocado en lo alto de cuatro torres de hierro. Seguramente enjambres de millones de mosquitos procedentes de Fiacca y demás pueblos limítrofes estaban convergiendo alegremente hacia aquella gigantesca luminaria.
– Guido, por favor, he olvidado los cigarrillos en mi habitación.
Sin una palabra, Guido se levantó y se encaminó hacia la casa.
– Ingrid me ha dicho que ha apostado usted por mí. Gracias. Le debo un beso.
– Ha hecho una espléndida carrera.
– Con el pobre Súper seguro que habría ganado. Por cierto, se me ha escapado Scisci… quiero decir Lo Duca, perdone; quería presentárselo.
– Nos hemos conocido y hasta hemos hablado.
– Ah, ¿sí? ¿Le ha comentado su hipótesis acerca del robo de los caballos y por qué mataron al mío?
– ¿La hipótesis de la venganza?
– Sí. ¿La considera convincente?
– ¿Por qué no?
– Verá, Scisci se ha portado como un verdadero caballero. Quería compensarme a toda costa por la pérdida de Súper.
– ¿Y usted lo ha rechazado?
– Por supuesto. ¿Qué culpa tiene él? Indirectamente, quizá… Pero el pobre está tan afectado… También porque yo le he tomado un poco el pelo.
– ¿Qué le ha dicho?
– Bueno, es que él presume de ser un hombre muy respetado en Sicilia y va diciendo por ahí que nadie se atrevería jamás a hacerle nada, y en cambio…
En ésas se presentó un camarero con tres platos, los repartió y se retiró.
Era una sopita amarillenta con unas tiras verdosas cuyo aroma oscilaba entre la cerveza pasada y la trementina.
– ¿Esperamos a Guido? -preguntó Montalbano. No por educación, sino simplemente para hacer acopio del valor necesario para introducirse en la boca la primera cucharada.
– Qué va. Se enfría.
Montalbano llenó la cuchara, se la acercó a los labios, cerró los ojos y tragó. Esperaba que, por lo menos, tuviera aquel sabor sin sabor de las sopitas del «almuerzo del pobre», pero era peor. Quemaba la garganta. A lo mejor la habían sazonado con ácido muriático. Cuando iba por la segunda cucharada y ya estaba medio asfixiado, abrió los ojos y vio que, en un santiamén, Rachele se la había terminado toda, pues tenía el plato vacío.
– Si no le apetece, démela a mí -dijo ella.
Pero ¿cómo era posible que le gustara aquella mierda? Le pasó el plato.
Ella lo tomó, se inclinó un poco, lo vació sobre la hierba del prado y se lo devolvió.
– Esta es la ventaja de una mesa poco iluminada.
Regresó Guido con los cigarrillos.
– Gracias. Tómate la sopa, querido, que se te va a enfriar. Está riquísima. ¿Verdad, comisario?
Seguro que aquella mujer tenía una faceta sádica. Obedeciendo, Guido Costa sorbió en silencio toda la sopa.
– ¿Verdad que estaba buena, querido? -preguntó Rachele. Y por debajo de la mesa, rozó dos veces la rodilla con la de Montalbano en señal de entendimiento.
– No estaba mal -contestó el pobrecillo, con una voz repentinamente semejante a un rebuzno. El ácido muriático debía de haberle quemado las cuerdas vocales.
Después, por espacio de un instante, pareció que una nube hubiera pasado por delante de los reflectores.
El comisario levantó los ojos; era una nube, en efecto, pero de mosquitos. Al cabo de un minuto, en medio de las voces y las carcajadas, empezó a oírse sonido de bofetadas. Hombres y mujeres se autoabofeteaban y se daban manotazos en el cuello, la frente y las orejas.
– Pero ¿adónde habrá ido a parar mi chal? -se preguntó Rachele, mirando bajo la mesa.
Montalbano y Guido también se agacharon para buscar. No lo vieron.
– Se me habrá caído mientras veníamos hacia aquí. Voy a buscar otro, que no quiero que me coman los mosquitos.
– Ya voy yo -se ofreció Guido.
– Eres un santo. ¿Sabes dónde está? Dentro de la maleta grande. O en un cajón del armario.
O sea, que se acostaban juntos; había demasiada intimidad entre ellos. Pero entonces, ¿por qué lo trataba de aquella manera? ¿Le gustaba tenerlo como esclavo?
En cuanto Guido se retiró, Rachele dijo:
– Disculpe.
Se levantó. Y Montalbano se quedó estupefacto. Porque ella recogió con toda tranquilidad el chal -sobre el que había permanecido sentada-, se lo puso sobre los hombros, miró al comisario con una sonrisa y le dijo:
– No me apetece seguir comiendo estas porquerías.
Dio apenas dos pasos y desapareció en medio de la espesa negrura que había justo detrás de la mesa. Montalbano no supo qué hacer. ¿Seguirla? Pero ella no le había dicho que la acompañara. Después, en medio de la oscuridad, vio la luz de un mechero.
Rachele había encendido un cigarrillo y estaba fumando a pocos metros de distancia. A lo mejor le había entrado un arrebato de mal humor y quería estar sola.
Apareció el camarero con los tres platos de rigor. Esta vez había salmonete frito. A la nariz del aterrorizado comisario llegó el inconfundible tufo del pescado difunto de una semana.
– Salvo, venga aquí.
Más que obedecer a la llamada de Rachele, fue una auténtica huida del salmonete. Mejor cualquier cosa antes que comérselo.
Se acercó guiado por el puntito rojo del cigarrillo.
– Quédese conmigo -pidió ella.
A Montalbano le gustó contemplar sus labios, que aparecían y desaparecían a cada calada.
Al terminar, Rachele tiró la colilla al suelo y la aplastó con el zapato.
– Vamos.
Él dio media vuelta para regresar a la mesa, pero Rachele se echó a reír.
– ¿Adónde va? Quiero despedirme de Rayo de luna, el caballo que he montado hoy. Vendrán a recogerlo mañana a primera hora.
– Perdone. Pero ¿y Guido?
– Esperará. ¿Qué han servido de segundo?
– Unos salmonetes pescados hace por lo menos ocho días.
– Guido no tendrá el valor de dejarse el suyo. -Lo tomó de la mano-. Venga. Usted no está familiarizado con este sitio. Yo lo guío.
La mano de Montalbano se sintió consolada en aquel nido tan cálido.
– ¿Dónde están los caballos?
– A la izquierda del recinto de las carreras.
Se encontraban en una especie de bosque, en la más profunda oscuridad; Montalbano no conseguía orientarse y eso lo incomodaba. Corría el riesgo de partirse los cuernos contra un árbol. Pero la situación mejoró enseguida porque Rachele desplazó la mano de Montalbano a su cadera y apoyó en ella la suya, de tal manera que siguieron caminando abrazados.
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