Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– ¿Así está mejor?

– Sí.

Pues claro que estaba mejor. Ahora la mano de Montalbano se sentía doblemente consolada: por el calor del cuerpo femenino y por el calor de la mano que ella mantenía apoyada sobre la suya. De repente el bosquecillo terminó y el comisario vio un amplio claro cubierto de hierba, al fondo del cual temblaba una mortecina luz.

– ¿Ve aquella luz? Los establos están allí.

Ahora que ya veía mejor, Montalbano hizo ademán de retirar la mano, pero ella fue más rápida y se la estrechó con renovada fuerza.

– Quédese así. ¿Le molesta?

– N… no.

La oyó reír con sorna. Él caminaba con la cabeza gacha, mirando al suelo, pues temía pisar en falso o chocar contra algo.

– No entiendo por qué el barón ha mandado colocar esta verja que no tiene ningún sentido. Vengo aquí desde hace años y siempre está igual -dijo en determinado momento Rachele.

Montalbano levantó los ojos. Vislumbró una verja de hierro forjado abierta. A su alrededor no había nada, ni un murete ni una empalizada. Era una verja perfectamente inútil.

– No consigo comprender para qué sirve -repitió Rachele.

Sin saber la razón, al comisario lo invadió un súbito malestar. Como cuando uno se encuentra en un lugar por primera vez y, no obstante, experimenta la sensación de haber estado allí con anterioridad.

Cuando llegaron delante de los establos, Rachele le soltó la mano, librándose del abrazo. En un box asomó la cabeza de un caballo que, a su manera, había percibido la presencia de la mujer. Rachele le acercó la boca a la oreja, apoyándole un brazo en el cuello, y empezó a susurrarle. Después le acarició largo rato la testuz, se apartó, se volvió hacia Montalbano, fue hasta él, lo abrazó y lo besó, pegando lentamente todo el cuerpo al del comisario. A éste le pareció que la temperatura ambiente había subido de golpe unos veinte grados. Ella se separó.

– Pero éste no es el beso que le habría dado de haber sido la ganadora.

Montalbano no contestó, todavía aturdido. Ella volvió a tomarlo de la mano y tiró de él.

– Y ahora, ¿adónde vamos?

– Quiero dar de comer a Rayo de luna.

Se detuvo delante de un henil muy pequeño cuya puerta estaba cerrada, pero bastó con tirar de ella para que se abriera. El olor del heno era tan intenso que resultaba asfixiante. Rachele entró y el comisario la siguió. En cuanto él estuvo dentro, ella cerró la puerta.

– ¿Dónde está la luz?

– No te preocupes.

– Pero es que así no se ve nada.

– Veo yo.

Y se la encontró desnuda entre los brazos. Se había quitado la ropa en un santiamén.

El perfume de su piel lo mareó. Colgada del cuello de Montalbano, con la boca pegada a la suya, se dejó caer hacia atrás, arrastrándolo consigo sobre el heno. Montalbano estaba tan aturdido que parecía un maniquí.

– Abrázame -le ordenó una voz que se había vuelto distinta.

Él obedeció. Y al poco rato ella se dio la vuelta, colocándose boca abajo.

Móntame - decía la desangelada voz.

Él se volvía para mirarla.

Ya no era una mujer, sino casi un caballo. Se había puesto a cuatro patas…

¡El sueño!

¡Esa era la causa de su malestar! La verja absurda, la mujer-yegua… Se quedó inmovilizado un instante y la soltó… -¿Qué te pasa? ¡Abrázame! -repitió Rachele.

Anda, móntame - repitió la mujer.

Él lo hizo y ella se lanzó al galope a la velocidad del rayo…

Al cabo la oyó moverse y levantarse, y de pronto una luz amarillenta iluminó la escena. Rachele se hallaba desnuda junto a la puerta, al lado del interruptor, mirándolo. De pronto se puso a reír a su manera, echando la cabeza hacia atrás.

– ¿Qué pasa?

– Estás gracioso. Me inspiras ternura.

Se le acercó, se arrodilló y lo abrazó. Montalbano empezó a vestirse a toda prisa.

Pero perdieron diez minutos en quitarse recíprocamente las hebras de paja que se les habían metido en todos los lugares donde podían meterse.

Desanduvieron el camino sin hablar, un poco separados el uno del otro.

No tenían absolutamente nada que decirse.

Tal como ya había previsto, Montalbano acabó chocando contra un árbol. Pero esta vez Rachele no acudió en su ayuda tomándolo de la mano. Se limitó a preguntar:

– ¿Te has hecho daño?

– No.

Luego, cuando todavía se encontraban en la zona oscura de la explanada donde estaban las mesas, Rachele lo abrazó de repente y le dijo al oído:

– Me has gustado mucho.

En su fuero interno, Montalbano experimentó una especie de vergüenza. E incluso se sintió un poco ofendido.

«¡Me has gustado mucho!» ¿Qué coño de frase era ésa? ¿Qué significaba? ¿Que la señora se mostraba satisfecha del servicio? ¿Que le había gustado el producto? ¡La cassata Montalbano le permitirá saborear el paraíso! ¡El helado Montalbano no tiene igual! ¡El cannolo Montalbano le encantará! ¡Pruébelo!

Se enfureció. Porque si a Rachele la cosa le había gustado, a él se le había atragantado. ¿Qué había habido entre ellos? Una pura y simple cópula. Como la de dos caballos en un henil. Y él, en determinado momento, no había podido, o sabido, detenerse. ¡Cuán cierto era que bastaba con que uno resbalara una vez para que después resbalara siempre!

¿Por qué lo había hecho?

La pregunta era inútil, pues conocía muy bien la respuesta: el temor, ahora siempre presente aunque no fuera evidente, al paso de los años que huían. El haber estado con aquella chica veinteañera cuyo nombre ni siquiera quería recordar, y ahora con Rachele, sólo eran intentos ridículos, miserables y miserandos de detener el tiempo. Detenerlo por lo menos durante los pocos segundos en que únicamente el cuerpo estaba vivo mientras la cabeza, en cambio, se perdía en una gran nada atemporal.

* * *

Cuando llegaron a su mesa, la cena había terminado. Los camareros ya habían quitado algunas mesas. Se respiraba cierta dejadez y algunos reflectores estaban apagados. Quedaban unas cuantas personas que todavía tenían ganas de dejarse comer por los mosquitos.

Ingrid los esperaba sentada en el sitio de Guido.

– Guido ha regresado a Fiacca -informó a Rachele-. Parecía un poco molesto. Ha dicho que te llamará más tarde.

– Muy bien -repuso ella con indiferencia.

– ¿Dónde estabais?

– Salvo me ha acompañado a despedirme de Rayo de luna.

Al oír aquel «Salvo», Ingrid esbozó una especie de sonrisita.

– Me fumo este cigarrillo y me voy a dormir -anunció Rachele.

Montalbano también encendió uno. Fumaron en silencio. Después Rachele se levantó y besó a Ingrid.

– Iré a Montelusa a última hora de la mañana.

– Cuando quieras.

Después abrazó a Montalbano y posó suavemente los labios sobre los suyos.

– Mañana te llamo.

En cuanto Rachele se alejó, Ingrid se inclinó, alargó un brazo y empezó a tantear el cabello de Montalbano.

– Estás lleno de briznas de paja.

– ¿Nos vamos?

– Vamos.

Capítulo 9

Se levantaron. En los salones quedaban como mucho unas diez personas.

Había alguien tumbado de cualquier manera, desmadejado sobre unos sillones, medio dormido. Dado que no era muy tarde, estaba claro que la sopita y los jodidos salmonetes habían ejercido cierto efecto a medio camino entre el envenenamiento y la pesadez gástrica. El patio casi se había vaciado de coches.

Recorrieron trescientos metros hasta el coche de Ingrid, ya solitario, aparcado bajo un almendro, pero el presidiario no estaba por los alrededores. Sin embargo, había dejado las llaves en la puerta.

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