– ¿Y entonces? -preguntó Mimì.
– Entonces tenemos que hacer por lo menos dos cosas. La primera es averiguar algo más acerca de Gerlando Gurreri. Tú, Mimì, me reprochaste haber creído en las palabras de la señora Esterman sin comprobarlas. Comprobemos pues lo que me contó Lo Duca sobre el golpe en la cabeza que le propinó a Gurreri con la barra de hierro. En algún hospital de Montelusa lo ingresarían, ¿no?
– Comprendo -dijo Fazio-. Usía quiere pruebas de que la historia de Lo Duca es cierta.
– Exactamente.
– Así se hará.
– Y la segunda es que en la hipótesis de Lo Duca hay un elemento importante. Él vino a decirme que, en realidad, ahora mismo nadie sabe qué caballo resultó muerto, si el suyo o el de la señora Esterman. Sostiene que eso se hizo para tenerlo en vilo, pero una cosa es segura: que verdaderamente nadie sabe a ciencia cierta cuál de los dos caballos murió. Lo Duca me dijo incluso que el suyo se llama Rudy. Ahora bien, si existe una fotografía de ese animal y Fazio y yo pudiéramos verla…
– A lo mejor sé dónde encontrarla -terció Mimì. Soltó una risita y añadió-: Claro que, para no estar muy bien de la cabeza a juzgar por lo que te contó Lo Duca, ese Gurreri razona muy bien.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que primero mata el caballo de la Esterman para tener en ascuas a Lo Duca a propósito de la suerte que haya podido correr su Rudy, después llama a la señora Esterman para que Lo Duca no pueda ocultarle el robo… Me parece que tiene la cabeza muy bien amueblada, ¡de pobre loco ni hablar!
– La misma observación le hice yo a Lo Duca -dijo Montalbano.
– ¿Y él qué contestó?
– Que muy probablemente Gurreri está aconsejado por alguno de sus cómplices.
– En fin.
Estaba saliendo ya para irse a Marinella cuando sonó el teléfono.
– Dottori ? ¡Ah, dottori ! Está aquí la señora Estera Manni.
– ¿Al teléfono?
– Sí, siñor.
– Dile que no estoy.
En cuanto colgó, el aparato volvió a sonar.
– Dottori, está al tilífono uno que dice que si llama Pasquale Cirribbicció.
Tenía que ser Pasquale Cirrinció, uno de los dos hijos de su asistenta Adelina, ambos ladrones que entraban y salían constantemente de la cárcel. Pero Montalbano era padrino de bautismo del hijo de Pasquale.
– ¿Qué hay, Pasquà? ¿Me llamas desde la cárcel?
– No, señor dottore; estoy en arresto domiciliario.
– ¿Qué hay?
– Dottore, esta mañana mi madre me ha telefoneado para contármelo.
Adelina había informado a su hijo ladrón de que en casa del comisario habían entrado ladrones. Montalbano no abrió la boca, esperando la continuación.
– Quería decirle que he hecho unas cuantas llamadas a los amigos.
– ¿Y qué has averiguado?
– Que mis amigos no tienen nada que ver. Uno me ha dicho que no son tan soplapollas como para ir a robar a su casa. O sea, que la cosa la han hecho unos forasteros o no corresponde a la categoría.
– ¿Quizá corresponde a una categoría superior?
– Eso no puedo decírselo.
– Muy bien, Pasquà. Te lo agradezco.
– A su disposición.
Por consiguiente, tal como él ya pensaba, no se trataba de ladrones. Pero tampoco creía en la hipótesis de unos forasteros. Tenía que haber sido alguien que no formaba parte de la categoría, tal como lo había expresado Pasquale.
* * *
Puso la mesa en la galería, se calentó la pasta con brécol y empezó a comer. Y mientras comía, tuvo la clara sensación de que estaban observándolo. Ocurre a menudo que la mirada insistente de otra persona ejerce el mismo efecto de una llamada; te sientes llamado, pero no sabes de dónde procede la voz y empiezas a mirar a tu alrededor. En la playa no se veía ni un alma, exceptuando un perro que cojeaba; el pescador matutino había regresado a tierra y su barca se había quedado en la orilla.
Se levantó para ir por los lenguados a la cocina, y justo entonces lo cegó un fugaz rayo de luz, seguramente el reflejo del sol en un cristal. Provenía de la parte del mar.
Pero en el mar no hay ventanas ni automóviles.
Fingiendo tomar el plato hondo, se inclinó hacia delante y levantó la mirada. Había una barca inmóvil a escasa distancia de la orilla, pero no consiguió apreciar cuántos hombres había a bordo. En otros tiempos, cuando era más joven, habría distinguido incluso el color de sus ojos. Bueno, a lo mejor estaba exagerando un poco, pero seguro que lo habría visto mejor.
En casa tenía unos gemelos, pero quienes seguramente lo vigilaban desde la barca también tendrían unos, y se darían cuenta de que los había descubierto. Lo mejor era hacer como si nada.
Entró y poco después volvió a salir a la galería con los lenguados; empezó a comérselos.
Poco a poco se convenció de que aquella barca ya estaba allí desde que él había abierto la vidriera para poner la mesa. No le había dado importancia al principio. Terminó de comer pasadas las dos, se dirigió al cuarto de baño y se lavó. Después regresó a la galería con un libro en la mano, se sentó y encendió un cigarrillo. La barca no se había movido.
Se puso a leer y al cabo de apenas un cuarto de hora oyó el aullido de una sirena que se acercaba. Siguió leyendo como si el asunto no fuera de su incumbencia. El sonido cada vez más cercano se interrumpió a la altura de la explanada que había delante de su casa. Llamaron al timbre.
Se levantó para abrir. Fazio incluso había encendido las luces del techo.
– Dottore, hay una emergencia.
¿Por qué hacía teatro si sólo estaban ellos dos? A lo mejor pensaba que había algún micrófono oculto por los alrededores. ¡Qué exagerado!
– Voy enseguida.
Seguramente los de la barca habían presenciado la escena. Montalbano cerró la vidriera con llave, salió de casa, cerró la puerta y subió al coche.
Fazio volvió a conectar la sirena y arrancó con un estruendo de neumáticos capaz de despertar la envidia de Gallo.
– Ya sé desde dónde me vigilan.
– ¿Desde dónde?
– Desde una barca. ¿Crees que es mejor avisar a Galluzzo?
– Quizá sí. Lo llamo al móvil.
Galluzzo contestó enseguida.
– Gallù, quería decirte que el dottore ha descubierto… ¿Ah, sí? Muy bien, quédate vigilando.
Cortó la comunicación y se volvió hacia el comisario.
Galluzzo ya había comprendido que los de la barca -tres personas en total- sólo fingían pescar, aunque en realidad estaban vigilando su casa.
– Pero ¿dónde se ha metido Galluzzo?
– Dottore, ¿recuerda que a la altura de su casa pero al otro lado de la carretera hay un chalecito que desde hace diez años se encuentra en obras? Pues bueno, él ocupa el segundo piso.
– ¿Adónde me llevas?
– ¿No habíamos dicho que íbamos a hacer una visita a los templos?
* * *
Antes de emprender la ruta panorámica de los templos, que sólo se podía recorrer a pie pero que a ellos les dejaron hacer en coche porque era un vehículo policial, Montalbano pidió a Fazio que se detuviera y se dirigió a un quiosco para comprar una guía.
– ¿Quiere hacer de turista en serio?
No, no quería, pero el caso era que, a pesar de las veces que había estado allí, nunca lograba recordar la época de la construcción, las medidas, las columnas…
– Subimos hasta arriba y vamos viendo los templos conforme bajemos.
Al llegar arriba, aparcaron el coche y subieron a pie hasta el templo más alto.
«La construcción del templo de Juno Lucina se remonta al 450 a. C. De 41 metros de longitud y 19,55 de anchura, tenía 34 columnas…»
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