Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– Mira, Fazio, yo aquí no tengo ningún papel que se refiera a Licco. Y de eso debieron de percatarse con el exhaustivo registro. Si hoy han regresado para quemar la casa, significa que quieren intimidarme.

– Justo lo que yo digo.

– Pero ¿estás convencido de que es por Licco?

– Bueno, ¿y qué otra cosa gorda tiene usted entre manos ahora?

– Gorda, ninguna.

– ¿Pues entonces? Hágame caso; seguramente detrás de esta historia están los Cuffaro. Licco es uno de los suyos.

– ¿Y tú crees que pueden llegar a tanto por alguien como Licco, que no vale ni dos céntimos?

Dottore, tanto si vale dos como si vale cuatro, no deja de ser uno de sus hombres. No pueden abandonarlo. Si no lo defienden, se arriesgan a perder el respeto y la confianza de los suyos.

– Pero ¿acaso imaginan que yo, por muy asustado que esté, voy a decir en el tribunal que me he equivocado, que Licco no tiene nada que ver?

– ¡No es eso lo que quieren! Quieren que usted se muestre un poco inseguro en el juicio. Basta con eso. De desmontar los indicios de usía ya se encargarán los abogados de los Cuffaro. Y si acepta un consejo, esta noche vaya a dormir a comisaría.

– Esos ya no vuelven, Fazio. Mi vida no corre peligro.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Por el simple hecho de que han venido a incendiar la casa cuando yo me encontraba fuera. Si quisieran matarme, aparte de que podían pegarme un tiro en cualquier momento desde la barca con un fusil de precisión, podrían prender fuego a la gasolina de noche, mientras yo estuviese dentro durmiendo.

Fazio lo pensó un poco.

– Quizá tenga razón. Les conviene vivo. -Pero parecía más inseguro que antes-. Dottore, hay algo que no entiendo. ¿Por qué usía no quiere que nadie se entere de esta historia?

– Reflexiona un momento. Yo presento una denuncia oficial de tentativa de robo con escalo (tentativa, porque no sé si se han llevado algo o no), ¿y sabes qué ocurre justo ese mismo día?

– No, señor.

– Que en cuanto empieza el telediario de Televigàta, aparece la cara de culo de gallina del periodista Pippo Ragonese, el cual dice: «¿Han oído ustedes la última noticia? ¡Los ladrones pueden entrar y salir impunemente de la casa del comisario Montalbano!» Y yo quedaría cubierto de mierda al instante.

– De acuerdo. Pero usía podría ir a hablar en privado con el jefe superior.

– ¿Con Bonetti-Alderighi? ¿Estás de guasa? Me ordenaría actuar de conformidad con el reglamento. Me pondría de vuelta y media. No, Fazio, no es que no quiera, es que no puedo hacerlo.

– Como usía diga. ¿Qué hace? ¿Regresa a la comisaría?

Montalbano consultó el reloj. Ya eran más de las seis.

– No; me quedo aquí.

Media hora después, Galluzzo anunció con aire triunfal que había terminado el arreglo y que la cristalera había quedado como nueva.

* * *

Adelina había conseguido ordenar el salón, pero el dormitorio seguía patas arriba. Habían abierto todos los cajones y su contenido se encontraba diseminado por el suelo; hasta habían sacado los trajes del armario y puesto los bolsillos del revés.

¡Un momento!

Eso significaba que lo que buscaban se podía guardar en un bolsillo. ¿Una hoja de papel? ¿Un objeto de reducido tamaño? No; una hoja de papel era la hipótesis más probable. Y en tal caso volvía de nuevo a lo mismo: el juicio contra Licco. Sonó el teléfono y fue a contestar.

– ¿Hablo con el cumisariu Montalbanu? -dijo una voz profunda que hablaba en dialecto.

– Sí.

– Haz lo que tienes que hacer, cabrón.

No le dio tiempo a contestar porque se cortó la comunicación.

Lo primero que pensó fue que seguían teniéndolo bajo vigilancia, pues la llamada se había producido inmediatamente después de que se fueran Fazio y Galluzzo. Pero, aunque sus hombres hubieran estado presentes, ¿qué habrían podido hacer? Nada de nada. Eso sí: acompañado por dos de sus agentes, el comisario se habría impresionado menos. Un sutil razonamiento psicológico. El que lo dirigía todo debía de tener una cabeza muy bien amueblada, tal como había dicho Mimì.

Lo segundo que pensó fue que él jamás podría hacer lo que tenía que hacer porque no sabía nada de aquello que, según el anónimo comunicante de la llamada, tenía que hacer.

¡Que se explicaran mejor, coño!

Capítulo 11

Regresó al dormitorio para seguir arreglando el desbarajuste, y al cabo de menos de cinco minutos volvió a sonar el teléfono. Levantó el auricular y habló antes de que el otro pudiera abrir la boca.

– ¡Escúchame tú a mí, hijo de la gran puta…!

– ¿Con quién la has tomado? -lo interrumpió Ingrid.

– Ah, ¿eres tú? Perdona, creía que… Dime.

– Visto lo visto, no creo que estés de humor, pero lo intentaré a pesar de todo. Sólo quiero preguntarte por qué no contestas a las llamadas de Rachele…

– ¿Te ha pedido ella que me lo preguntes?

– No; es una iniciativa mía después de ver lo mal que le ha sentado. ¿Y bien?

– Puedes creerme, hoy he tenido un día que…

– ¿Me juras que no es una excusa?

– No te lo juro, pero no es una excusa.

– Menos mal, creía que te había dado por el rechazo católico hacia la mujer que te indujo a pecar.

– No te conviene colocarla en ese plano.

– ¿Por qué?

– Porque podría contestarte que, tal como tú misma expusiste, entre Rachele y yo hubo un trueque, un intercambio. Si la señora Esterman no tiene ninguna queja al respecto…

– No la tiene. Al contrario.

– … no hay razón para hablar de ello, ¿vale?

Ingrid pareció no haberlo oído.

– ¿Entonces le digo que te llame más tarde?

– No. Mejor mañana por la mañana y al despacho. Ahora tengo que… salir.

– ¿Le contestarás?

– Lo prometo.

* * *

Después de dos horas de paliza, de agacharse y levantarse, de coger y recoger, de tira y afloja, el dormitorio volvía a estar como antes.

Era consciente de que debía comer algo, pero no tenía nada de apetito.

Se sentó en la galería a fumar un cigarrillo.

De pronto pensó que, tal como estaba, con la luz de la galería encendida, constituía un blanco perfecto, tanto más cuando la noche era tremendamente oscura. Pero eso de que pensaba que no tenían intención de matarlo no se lo había dicho a Fazio sólo para tranquilizarlo, sino también porque estaba profundamente convencido de ello. Tanto que había dejado la pistola, como de costumbre, en la guantera.

Además, si hubieran tomado la decisión de pegarle un tiro, ¿cómo iba a defenderse? ¿Con una pistola que a lo mejor se encasquillaba a la mínima de cambio, tal como le había ocurrido a Galluzzo, contra tres Kaláshnikov? ¿Yendo a dormir a la comisaría, tal como le había sugerido Fazio? ¡Anda ya!

A la primera salida para comer o tomar un café, el consabido motorista con casco integral habría descargado unos cuantos kilos de plomo sobre él.

¿Moverse siempre con escolta? Pero la escolta jamás había evitado un homicidio. En todo caso servía para aumentar el número de muertos: no sólo la víctima designada sino también dos o tres guardaespaldas.

Y era inevitable que así fuese. Porque quien se acerca a alguien para matarlo sabe exactamente lo que tiene que hacer, e igual ha hecho decenas de pruebas y simulaciones, mientras que los de la escolta, que están entrenados para disparar en respuesta, es decir, tras ser atacados, en defensa y no en ofensa, no saben nada de las intenciones de quien se acerca. Cuando lo comprenden unos segundos después, ya es demasiado tarde: la diferencia de pocos segundos entre el agresor y la escolta es la carta ganadora del primero.

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