– ¿Tú lo has entendido, Ingrid?
– ¡Pues sí! ¡Las consabidas malas lenguas! Puesto que se le ha confiado el sorteo a Guido, ese señor sostiene que se ha manipulado en favor de Rachele.
– O sea, que ese Guido debe de ser…
– Sí.
Así pues, en el ambiente se sabía que había una relación entre ellos.
– ¿Cuántas vueltas dan?
– Cinco.
– ¡Atención, por favor! A partir de este momento, el starter puede dar la señal de salida cuando lo considere oportuno.
No pasó ni un minuto antes de que se oyera un disparo de pistola.
– ¡Listos!
Montalbano esperaba que el barón se pusiera a comentar la carrera, pero en cambio dejó el micrófono y agarró unos gemelos.
Al término de la primera vuelta, Rachele iba en tercera posición.
– ¿Quiénes van en cabeza?
– Benedetta y Beatrice.
– ¿Crees que Rachele lo conseguirá?
– A saber. Con un caballo que no conoce…
Después se oyeron unos gritos y hubo unas precipitadas carreras hacia el otro lado de la pista.
– Ha caído Beatrice -dijo Ingrid, y añadió con aire malévolo-: Quizá no la han puesto en condiciones de sentir el caballo.
– Ladies and gentlemen. Les comunico que la amazona Beatrice della Bicocca ha caído, pero sin ninguna consecuencia, afortunadamente.
A la segunda vuelta, Benedetta continuaba en cabeza, pero la seguía una amazona que el comisario no conocía.
– ¿Quién es?
– Verónica del Bosco; no debería ser un peligro para Rachele.
– ¿Cómo es posible que Rachele no haya aprovechado la caída?
– Vete tú a saber.
Al principio de la última vuelta, Rachele pasó a la segunda posición. A lo largo de unos cien metros entabló un intenso duelo cabeza con cabeza con Benedetta, auténticamente emocionante, mientras la gente parecía haberse vuelto loca de tanto como chillaba. El propio Montalbano se puso a gritar:
– ¡Rachele! ¡Ánimo, Rachele!
Después, a unos treinta metros de la meta, el caballo de Benedetta pareció tener doce patas y Rachele perdió cualquier posibilidad.
– ¡Lástima! -suspiró Ingrid-. Con Súper seguro que habría ganado. ¿Lo lamentas?
– Bueno, un poco.
– Sobre todo porque no recibirás el beso de Rachele, ¿verdad?
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Ahora el barón leerá los resultados.
– ¿Qué resultados? Ya sabemos quién ha ganado.
– Son interesantes. Espera.
Montalbano encendió un cigarrillo. Tres o cuatro personas que había cerca se apartaron, mirándolo con reprobación.
– Ladies and gentlemen !-llamó el barón desde la torreta-. ¡Tengo el placer de anunciarles que la suma total de las apuestas asciende a seiscientos mil euros! ¡Les estoy verdaderamente agradecido!
Teniendo en cuenta que allí había trescientas personas y que eran gente de alto linaje, de negocios o rentistas, no se podía decir precisamente que se hubieran rascado el bolsillo.
– ¡La amazona que ha reunido el número más elevado de apuestas ha sido la señora Rachele Esterman!
Hubo aplausos. Rachele había perdido la carrera, pero era la que había reportado los máximos ingresos.
– Ruego a los señores invitados que no permanezcan en el prado, donde hay que instalar las mesas para la cena, sino que pasen a los salones de la villa.
Cuando Montalbano e Ingrid dieron la espalda a la pista, lo último que vieron fue a dos camareros que, tras haber asegurado con cuerdas al coronel Romeres, lo estaban bajando desde la torreta.
– Voy a cambiarme -dijo Ingrid, alejándose a toda prisa-. Nos vemos dentro de una hora en el salón de los antepasados.
Montalbano se dirigió al salón, encontró un sillón misteriosamente libre y se sentó. Tenía que dejar transcurrir una hora sin pensar en lo que había advertido mientras contemplaba la carrera y que lo había puesto muy nervioso. Había reparado en que veía poco; inútil negarlo. Cada vez que los caballos recorrían la mitad de la pista opuesta a donde él estaba, no distinguía el color de la casaca de las amazonas. Todo se mezclaba, los perfiles se perdían. De no haber sido por Ingrid, ni siquiera se habría enterado de que quien había caído era Beatrice della Bicocca.
«¿Y qué? ¿Te extraña? -preguntó Montalbano primero-. Es la vejez. ¡Mimì Augello tenía razón!»
«Pero ¿qué chorradas estás diciendo? -se rebeló Montalbano segundo-. Mimì Augello dice que estiraba los brazos para leer. Eso es la presbicia típica de los años. ¡Mientras que aquí estamos hablando de miopía, que no tiene nada que ver con la edad!»
«Pues entonces, ¿con qué tiene que ver?»
«Mira, podría ser cansancio, una bajada momentánea…»
«De todos modos, ir a que te echaran un vistazo no estaría tan…»
La discusión fue interrumpida por alguien que se situó delante del sillón.
– ¡Comisario Montalbano! Rachele me había dicho que estaba usted aquí, pero no conseguía encontrarlo.
Era Lo Duca. Cincuentón, alto, extremadamente distinguido, muy bronceado a base de sol artificial, sonrisa deslumbrante al máximo, cabello entrecano muy repeinado. Con él era necesario utilizar superlativos por fuerza. Montalbano se levantó y se estrecharon la mano.
– ¿Por qué no vamos fuera? -propuso Lo Duca-. Aquí dentro no se puede ni respirar.
– Pero es que el barón ha dicho…
– No haga caso al barón; venga conmigo.
Volvieron a recorrer los salones de las armaduras y salieron por una de las cristaleras, pero, en lugar de enfilar el amplio paseo, Lo Duca giró a la izquierda. Allí había un jardín muy bien cuidado, con tres cenadores. Dos estaban ocupados, pero el tercero estaba desierto. Empezaba a oscurecer, y uno de los cenadores tenía la luz encendida.
– ¿Quiere que ponga la luz? -preguntó Lo Duca-. Pero, créame, es mejor que no. Los mosquitos se nos comerían vivos. Cosa que, por otra parte, ocurrirá durante la cena.
Había dos cómodos sillones de mimbre además de una mesita con un recipiente de esencias aromáticas y un cenicero. Lo Duca sacó un paquete de tabaco y se lo ofreció al comisario.
– Gracias, prefiero el mío.
Cada uno se encendió un cigarrillo.
– Disculpe que vaya directo al grano -dijo Lo Duca-. Quizá ahora no le apetezca hablar de cuestiones de trabajo, pero…
– No tenga reparo.
– Gracias. Rachele me ha dicho que fue a la comisaría para denunciar el robo de su caballo, pero que no lo hizo al decirle usted que lo habían matado.
– Ajá.
– Quizá Rachele se trastornó un poco cuando usted le comunicó que lo habían eliminado con especial brutalidad; la verdad es que al contármelo no estaba en condiciones de ser más concreta…
– Ajá.
– Pero ¿usted cómo lo supo?
– Por pura casualidad. El caballo fue a morir precisamente bajo las ventanas de mi casa.
– ¿Y es cierto que después desapareció el cadáver?
– Ajá.
– ¿Tiene alguna idea del porqué?
– No. ¿Y usted?
– Tal vez sí.
– Dígamela, si quiere.
– Pues claro. Cuando se encuentre el cuerpo de Rudy, mi caballo, en caso de que se encuentre, probablemente se verá que lo mataron como al otro. Se trata de una venganza, comisario.
– ¿Ha contado esa hipótesis suya a mis compañeros de Montelusa?
– No. De la misma manera, por lo que me consta, que usted tampoco les ha dicho todavía que encontró muerto el caballo de Rachele.
Una buena estocada, sin lugar a dudas. Lo Duca era un experto espadachín. Era evidente que convenía andarse con mucho cuidado.
– ¿Ha dicho venganza?
– Sí.
– ¿Podría hablar más claro?
– Sí. Hace tres años mantuve una acalorada discusión con uno de los que cuidan mis caballos, y en un arrebato de furia le golpeé la cabeza con una barra de hierro. No creía haberle causado mucho daño, pero quedó inválido. Como es natural, no sólo me hice cargo de todos los gastos del tratamiento sino que le paso una suma mensual equivalente a la paga que cobraba.
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