Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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La noche era serena pero muy oscura; apenas se distinguía la línea más clara del mar. Justo a la altura de la galería pero en alta mar, se veía la luz de un farol que parecía cercana debido a la oscuridad.

De repente sintió entre el paladar y la lengua el sabor de un lenguado recién frito. Tragó saliva.

Tenía diez años cuando su tío se lo llevó por primera y última vez a pescar con el farol tras suplicarle a su mujer durante toda una noche.

– ¿Y si el chiquillo se cae al mar?

– ¡Pero qué cosas se te ocurren! Si se cae al mar, lo sacamos. Vamos Ciccino y yo, ¡imagínate!

– ¿Y si tiene frío?

– Dame un jersey, y si tiene frío se lo pongo.

– ¿Y si le entra sueño?

– Se queda dormido en el fondo de la barca.

– Y tú, Salvuzzu, ¿quieres ir?

– Bueno…

No había deseado otra cosa cada vez que su tío salía a pescar. Al final su tía accedió, haciéndole mil recomendaciones.

La noche, recordaba, era igualita que ésta, sin luna. Se veían todas las luces de la costa.

En determinado momento, Ciccino, el marinero sesentón que manejaba los remos, dijo:

– Encienda.

Y el tío encendió el farol. Proyectaba una luz muy potente, casi azulada.

A Salvo le dio la impresión de que el fondo arenoso del mar había subido de repente a ras del agua, completamente iluminado, y vio un banco de pececillos que, deslumbrados, se habían detenido de golpe y miraban hacia el farol.

Había medusas transparentes, dos peces que parecían serpientes, una especie de cangrejo que se arrastraba…

– Si te asomas así, te caes al mar -le susurró Ciccino.

Fascinado, ni siquiera se había dado cuenta de que poco faltaba para que tocara el agua con la cara. Su tío estaba de pie en la popa, con un arpón para delfines de diez dientes y un mango de tres metros atado a la muñeca con tres metros de cuerda.

– ¿Por qué hay otros dos arpones en la barca? -le preguntó a Ciccino en voz baja, como siempre, para no ahuyentar los peces.

– Uno es un arpón de escollera, y otro, de alta mar. Uno tiene los dientes más resistentes y el otro más afilados.

– ¿Y lo que sujeta el tío en la mano qué es?

– Una fisga de arena. Es para pescar lenguados.

– ¿Dónde están?

– Escondidos bajo la arena.

– ¿Y cómo hace él para descubrirlos bajo la arena?

– Los lenguados se tapan ligeramente y sólo se ven los dos puntitos negros de los ojos. Mira y tú también los verás.

Forzó la vista, pero no distinguió los puntitos negros.

Después notó una sacudida de la barca, percibió el ruido de la fisga al penetrar con fuerza en el agua y oyó que su tío exclamaba:

– ¡Pillado!

En lo alto de la fisga, un lenguado del tamaño de su brazo se debatía en vano. Al cabo de dos horas, cuando ya había pescado unos diez lenguados grandes, el tío decidió descansar.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Ciccino.

– Un poquito.

– ¿Preparo?

– Sí.

Tras subir los remos a bordo, el viejo marinero abrió un saco de lona y sacó una sartén y un hornillo de gas, junto con una botella de aceite, un cucurucho de harina y otro pequeño de sal. Salvo contemplaba todos aquellos preparativos, sorprendido. ¿Cómo se podía comer a esas horas de la noche? Entretanto, Ciccino colocó la sartén sobre el hornillo, echó un poco de aceite y enharinó dos lenguados para freírlos.

– ¿Y tú, Ciccino? -le preguntó su tío.

– Yo me lo preparo después. Son demasiado grandes y en la sartén no caben tres.

Mientras esperaban la comida, su tío le contó que la dificultad de pescar con la fisga era la refringencia, y le explicó lo que era eso. Pero él no entendió nada; sólo entendió que el pez parece que está aquí y, en cambio, resulta que está un poco más allá.

En cuanto empezaron a freír los lenguados, el olor le despertó el apetito. Se lo comió, colocándolo sobre una hoja de papel de periódico y quemándose la boca y las manos.

En los cuarenta y cinco años que siguieron, no había vuelto a encontrar aquel sabor.

* * *

Los milaneses matan en sábado era el título de un libro de relatos de Scerbanenco que había leído muchos años atrás. Y mataban en sábado porque los demás días estaban demasiado ocupados trabajando.

Los sicilianos no matan los domingos era, en cambio, el posible título de un libro que jamás había escrito nadie.

Porque el domingo por la mañana los sicilianos van a misa con toda la familia, después visitan a los abuelos y se quedan a comer con ellos, por la tarde ven el partido en la tele, y por la noche se van a comer un helado también con toda la familia. ¿Cuándo tienes tiempo un domingo para matar a alguien?

Por eso el comisario decidió ducharse más tarde que de costumbre, en la certeza de que no iba a molestarlo ninguna llamada de Catarella.

Se levantó y abrió la cristalera. Ni una nube, ni un soplo de viento.

Se dirigió a la cocina, preparó café y llenó dos tazas; se bebió una en la cocina y se llevó la otra al dormitorio. Dejó cigarrillos, encendedor y cenicero en la mesita de noche y volvió a meterse en la cama medio incorporado, con dos almohadas detrás de la espalda.

Se bebió el café saboreándolo poco a poco y después encendió un cigarrillo, dando la primera calada con doble satisfacción. La primera debida al sabor de la nicotina acompañado de la cafeína, y la segunda porque, cuando Livia estaba acostada a su lado, era inevitable el requerimiento: «¡O apagas ese cigarrillo o me levanto y me voy! ¿Cuántas veces te he dicho que no quiero que fumes en el dormitorio?» Y él se veía obligado a apagarlo.

Ahora, en cambio, podía fumarse todo el paquete sin que nada le importara un carajo.

«¿No sería conveniente que pensaras un poco en la investigación?», le preguntó Montalbano primero.

«¿Quieres dejarlo un poco en paz?», terció Montalbano segundo, polemizando con Montalbano primero.

«Para un policía serio ¡el domingo es un día laborable como cualquier otro!»

«¡Pero si hasta Dios descansó el séptimo día!»

Montalbano fingió no oírlos y siguió fumando como si tal cosa. Cuando terminó el cigarrillo, se tumbó cuan largo era y probó a cerrar nuevamente los ojos.

Poco a poco, por la nariz empezó a penetrarle un suave y dulcísimo perfume, un perfume que enseguida lo indujo a pensar en Rachele desnuda en la bañera…

Después comprendió que Adelina no había cambiado la funda de la almohada en que Ingrid había apoyado la cabeza dos noches atrás, y que sin duda allí había quedado impregnado el perfume de su piel, intensificado por el calor de su propio cuerpo.

Trató de resistir unos minutos, pero no lo consiguió y tuvo que levantarse de la cama para evitar peligrosos tumultos en el sur.

La ducha casi fría le borró los malos pensamientos.

«Pero ¿por qué malos? -protestó Montalbano primero-. ¡Todos son unos buenos y benditos pensamientos!»

«Con la edad, ¿qué se recupera?», preguntó en plan malicioso Montalbano segundo.

Cuando fue a vestirse, se le planteó un problema.

El domingo Adelina no acudía y, por consiguiente, él debía ir forzosamente a la trattoria de Enzo. Pero en Enzo no se podía comer antes de las doce y media. Saldría de la trattoria aproximadamente una hora y media después, es decir, a las dos.

¿Tendría tiempo de regresar a Marinella y cambiarse de ropa antes de la llegada de Ingrid? Ésa, como buena sueca, se presentaría a las tres en punto.

No; lo mejor sería vestirse bien directamente.

¿Y cómo? Para la carrera bastaría con un atuendo deportivo, pero ¿y para la cena? ¿Se llevaba una maleta con un traje para cambiarse? No; era ridículo.

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