Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– ¿Cómo dos? -preguntó Montalbano, sorprendido.

– Exactamente. Dos. El de la señora Esterman y otro de Lo Duca; se parecían mucho.

– A ver si tuvieron dificultades para elegir y, por si acaso, se llevaron los dos…

– Se lo pregunté a Pignataro y él…

– ¿Quién es Pignataro?

– Uno de los dos que cuidan los animales a diario. Matteo Pignataro y Filippo Sirchia. Pignataro asegura que, entre las cuatro o cinco personas que fueron a robar, por lo menos una tenía que entender mucho de caballos. Del almacén cogieron los arreos apropiados, sillas incluidas, para los dos animales. O sea, que ni siquiera tuvieron el problema de elegir, sino que se los llevaron sabiendo muy bien lo que hacían.

– ¿Cómo se los llevaron?

– En un camión equipado. En algunos puntos se ven todavía las huellas de los neumáticos.

– ¿Quién avisó a Lo Duca?

– Pignataro, que pidió también una ambulancia para Ippolito.

– Pues entonces debió de ser Lo Duca quien le dijo a Pignataro que avisara a la señora Esterman.

– Tú te has emperrado con la historia de quién avisó a la señora. ¿Podría saber por qué?

– Pues ni yo mismo lo sé. ¿Alguna otra cosa?

– No. ¿Te parece poco?

– Todo lo contrario. Te las has arreglado muy bien.

– Gracias, maestro, por la amplitud, la abundancia y la variedad de unas alabanzas que tan profundamente me conmueven.

– Mimì, vete a tomar por donde ya sabes.

– ¿Cómo tenemos que actuar?

– ¿Con quién?

– Salvo, no somos la República Independiente de Vigàta. Nuestra comisaría depende de la jefatura de Montelusa. ¿O acaso lo has olvidado?

– ¿Y qué?

– En Montelusa está en marcha una investigación. ¿No sería nuestro deber informarles de cómo y de qué manera han matado al caballo de la señora Esterman?

– Mimì, reflexiona un momento. Si nuestros compañeros están haciendo una investigación, antes o después interrogarán a la señora Esterman. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Y la señora Esterman les dirá palabra por palabra lo que ha sabido de su caballo a través de mí. ¿Es así?

– Es así.

– Entonces nuestros compañeros de Montelusa vendrán corriendo a hacernos preguntas. A las cuales sólo entonces estaremos obligados a contestar. ¿No te parece?

– Correcto. Pero ¿cómo es posible que la suma de todas esas cosas correctas dé un resultado equivocado?

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que nuestros compañeros pueden preguntarnos por qué, obedeciendo a nuestra propia iniciativa, no les hemos comunicado…

– ¡Virgen santa! Mimì, nosotros no hemos recibido ninguna denuncia y ellos ni siquiera nos han informado del robo de los caballos. Estamos empatados.

– Si tú lo dices.

– Volviendo al asunto, ¿cuántos caballos has visto en las cuadras?

– Cuatro.

– O sea que, cuando llegaron los ladrones, había seis.

– Sí. Pero ¿por qué haces estas cuentas?

– No hago cuentas. Me estoy preguntando por qué los ladrones no robaron todos los animales.

– Quizá porque no tenían suficientes camiones.

– ¿Lo dices en broma?

– ¿Lo dudas? ¿Sabes qué te digo? Que por hoy ya he hablado suficiente. Me largo. -Se levantó.

– Mimì, no digo una montura distinta, puesto que ésa le gusta a Beba, pero un poquito más clara…

Mimì se fue soltando maldiciones y dando un portazo.

* * *

¿Qué sentido tenía la historia de aquellos caballos? La tomara por donde la tomase, siempre había algo que no cuadraba. Por ejemplo: habían robado el caballo de la señora Esterman para matarlo. Pero ¿por qué no lo habían matado donde estaba y, en cambio, se lo habían llevado a la playa de Marinella para hacerlo? Y al otro, el de Lo Duca, ¿también lo habrían robado para matarlo? ¿Y dónde lo habían hecho? ¿En la playa de Santolì o en las inmediaciones de la cuadra? Si, por el contrario, a uno lo hubieran matado y al otro no, ¿qué significaría todo aquello?

Sonó el teléfono.

Dottori, parece que está la señora Striomstriommi.

¿Que querría Ingrid?

– ¿Al teléfono?

– Sí, señor dottori.

– Pásamela.

– Hola, Salvo. Perdona que esta mañana no me haya despedido, pero recordé que tenía un compromiso.

– Faltaría más.

– Oye, me ha llamado Rachele desde Fiacca; esta noche ha dormido allí. Ha accedido a correr con un caballo de Lo Duca. Esta tarde intentará ganarse la confianza del animal, y por eso se quedará allí. Me ha dicho y repetido varias veces que se alegraría mucho de que fueras conmigo a verla.

– ¿Tú irías lo mismo sin mí?

– Con el corazón destrozado, pero iría. Siempre voy cuando corre Rachele.

Montalbano se lo jugó a pares y nones. No cabía duda de que aquel ambiente le tocaría los cojones al máximo, pero, por otra parte, sería una ocasión única para comprender algo del círculo de amigos y probables enemigos de la señora Esterman.

– ¿A qué hora es la carrera?

– Mañana a las cinco de la tarde. Si estás de acuerdo, paso a recogerte por Marinella a las tres.

Lo cual significaba subir al coche inmediatamente después de comer, con la tripa llena.

– ¿Es que tardas dos horas de Vigàta a Fiacca?

– No, pero tenemos que llegar por lo menos una hora antes. Sería una grosería presentarse en el momento de la salida.

– De acuerdo.

– ¿De verdad? ¿Ves como yo tenía razón?

– ¿En qué?

– En que mi amiga Rachele te había llamado la atención.

– Qué va, he aceptado para estar unas horas más contigo.

– Eres más falso que… que…

– Ah, por cierto. ¿Cómo tengo que ir?

– Desnudo. La desnudez te favorece.

Capítulo 5

Fazio, a quien no le habían visto el pelo en toda la mañana, se presentó en la comisaría cuando ya eran casi las cinco.

– ¿Traes un buen cargamento?

– Suficiente.

– Antes de que abras la boca, quiero decirte que esta mañana a primera hora Mimì ha ido a las cuadras de Lo Duca y ha averiguado cosas interesantes.

Y le contó lo que había descubierto Augello. Fazio adoptó una expresión dubitativa.

– ¿Qué te pasa?

Dottore, perdone, pero en este momento ¿no sería mejor que nos pusiéramos en contacto con los compañeros de Montelusa y…?

– ¿Y se lo cediéramos a ellos?

Dottore, quizá les sea útil saber que a uno de los caballos lo mataron aquí, en Marinella.

– No.

– Como quiera usía. Pero ¿puede explicarme la razón?

– Si te empeñas… Es una cuestión personal. Estoy profundamente impresionado por la estúpida ferocidad con que mataron a ese pobre animal. Quiero mirar a esa gente a la cara.

– ¡Pero usted puede contarles a los compañeros cómo acabaron con el caballo!;Con todos los detalles!

– Una cosa es contar un hecho y otra es haberlo visto.

Dottore, perdone que insista, pero…

– ¿Has hecho un pacto con Augello?

– ¿Yo, un pacto? -repuso Fazio, palideciendo.

Montalbano comprendió que había metido la pata.

– Perdóname, estoy nervioso.

Y lo estaba de verdad. Porque acababa de recordar que le había dicho que sí a Ingrid, y resultaba que se le habían pasado las ganas de ir a Fiacca y hacer el papel de uno de los muchos cabrones que babeaban por Rachele.

– Hablame de Prestia.

Fazio todavía estaba un poco ofendido.

Dottore, usía no debe decirme ciertas cosas.

– Vuelvo a pedirte perdón, ¿de acuerdo?

Fazio sacó un papel del bolsillo, y el comisario comprendió que empezaría a recitarle todos los datos del registro civil de Michilino Prestia y sus socios. De la misma manera que hay gente que colecciona sellos, láminas o caparazones de moluscos, Fazio coleccionaba datos del registro civil. Seguramente, al volver a casa, introducía en el ordenador los datos de las personas que estaba investigando. Y cuando tenía un día de descanso, se lo pasaba en grande releyéndolos.

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