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Andrea Camilleri: La pista de arena

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Andrea Camilleri La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– A lo mejor cometemos un error al creer a pie juntillas lo que nos ha contado la señora Esterman.

– Explícate mejor.

– Salvo, ella te ha dicho que no había ninguna razón en el mundo para que le mataran el caballo, y que si patatín y patatán. Pero ¿las cosas son así efectivamente?

– Entiendo. ¿Crees que sería oportuno averiguar algo más acerca de la bella señora Rachele?

– Exacto.

– De acuerdo, Mimì. Yo me encargo de eso.

* * *

Antes de irse a Marinella, llamó a Ingrid.

– Oiga, ¿casa Sjostrom?

– Se eguiboca de námaro.

Pero ¿de dónde sacaba Ingrid a las sirvientas? Comprobó el número que se había aprendido de memoria. Era correcto.

A lo mejor había hecho mal en dar el nombre de soltera de Ingrid; seguramente la sirvienta no lo conocía. Pero ¿cuál era su nombre de casada? No lo recordaba. Así las cosas, volvió a llamar.

– ¿Oiga? Quisiera hablar con la señora Ingrid.

– Siñuora no ser aguí.

– ¿Y tú saber si siñuora vuelve?

– No saber, no saber.

Montalbano colgó y marcó el número del móvil.

«El teléfono al que llama…»

Soltó una maldición y lo dejó correr.

* * *

Oyó sonar el teléfono mientras introducía la llave en la cerradura. Abrió. Corrió a levantar el auricular.

– ¿Me buscabas? -Era Ingrid.

– Sí. Necesito que…

– Tú sólo me llamas cuando necesitas algo. Nunca me propones una cena íntima, aunque sea sin la previsible conclusión, sólo por el placer de estar juntos.

– Sabes muy bien que eso no es cierto.

– Por desgracia, es lo que yo digo. ¿Qué necesitas esta vez? ¿Consuelo? ¿Ayuda? ¿Complicidad?

– Nada de todo eso. Quisiera que me dijeras algo sobre tu amiga Rachele. ¿Está contigo?

– No; se ha ido a una cena en Fiacca con los organizadores de la carrera. A mí no me apetecía. ¿Te ha llamado la atención?

– No se trata de una cuestión privada.

– ¡Ay, qué formales nos hemos vuelto! De todas maneras, que sepas que, al regresar, Rachele no ha hecho más que hablar bien de ti. De lo amable, comprensivo, simpático y hasta guapo que eres, lo cual, sinceramente, me parece excesivo… ¿Cuándo nos vemos?

– Cuando quieras.

– ¿Qué tal si voy a Marinella?

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no? ¿Qué te ha dejado de comer Adelina?

– Todavía no he mirado.

– Mira y pon la mesa en la galería. Tengo mucho apetito. Dentro de media hora estoy en tu casa.

* * *

Un plato hondo con tanta caponatina que rebosaba. Seis salmonetes con fritura de cebolla y berenjena. Comida más que suficiente para dos personas. Había vino. Puso la mesa. Hacía fresco, pero no soplaba ni una pizca de viento. Para más seguridad, fue a ver si le quedaba whisky. Había una botella con sólo dos dedos. Una cena con Ingrid era inconcebible sin una abundante ingesta alcohólica final. Lo dejó todo tal cual y se sentó al volante.

En el bar de Marinella compró dos botellas por las que tuvo que pagar cuatro veces más que el precio normal. En cuanto enfiló la pequeña carretera que conducía a la casa, vio el potente vehículo rojo de Ingrid. Pero ella no estaba. La llamó; no hubo respuesta. Entonces pensó que Ingrid había bajado a la playa para rodear el muro de la casa y entrar por la galería.

Cuando abrió la puerta, Ingrid no le salió al encuentro. La llamó.

– ¡Estoy aquí! -contestó ella desde el dormitorio.

Montalbano dejó las botellas en la mesa y fue hacia allá. La vio saliendo de debajo de la cama.

– ¿Qué haces ahí? -preguntó, sorprendido.

– Me escondía.

– ¿Te apetece jugar al escondite?

Sólo entonces reparó en que Ingrid estaba pálida y le temblaban ligeramente las manos.

– ¿Qué ha sucedido?

– Llamé al timbre y, al ver que no abrías, decidí entrar por la galería. Pero nada mas doblar la esquina, vi a dos hombres que salían de la casa. Entonces, asustada, entré pensando que… Después se me ocurrió que podían volver y me escondí. ¿Hay whisky?

– Todo el que quieras.

Se dirigieron a la otra habitación. Montalbano abrió una botella y llenó media copa, que Ingrid se bebió de un trago.

– Ya me encuentro mejor.

– ¿Los has visto bien?

– No; enseguida retrocedí.

– ¿Iban armados?

– No sabría decirte.

– Ven.

Se la llevó a la galería.

– ¿Hacia dónde se han ido?

Ingrid pareció dudar.

– No sabría. Al mirar de nuevo a los pocos segundos, habían desaparecido, ya no estaban.

– Qué extraño. Hay un poco de luna. Por lo menos tendrías que haber visto dos sombras que se alejaban.

– No había nadie.

¿Entonces significaba que se habían escondido en las inmediaciones a la espera de que él regresara?

– Aguarda un momento -le dijo a Ingrid.

– Ni soñarlo. Voy contigo.

Montalbano salió por la puerta con Ingrid prácticamente pegada a su espalda, abrió el coche, sacó la pistola de la guantera y se la guardó en el bolsillo.

– ¿Has cerrado el coche?

– No.

– Ciérralo.

– Hazlo tú -dijo ella, entregándole las llaves-. Pero primero mira si hay alguien escondido dentro.

Montalbano echó un vistazo al interior del vehículo, lo cerró y regresaron juntos a casa.

– Te has asustado mucho, Ingrid. Nunca te he…

– ¿Sabes? Al irse esos dos, cuando entré llamándote y tú no contestabas, pensé que te habían… -Se detuvo, lo abrazó y le dio un beso en la boca.

Mientras correspondía a sus manifestaciones de afecto, Montalbano pensó que la velada estaba siguiendo un camino peligroso. Entonces le dio dos golpecitos amistosos en los hombros.

Ingrid comprendió el mensaje y se apartó.

– ¿Quiénes crees que eran? -preguntó.

– No tengo la más mínima idea. Quizá unos cacos que me vieron marcharme de casa y…

– ¡No me vengas con historias que ni tú mismo te crees!

– Te aseguro que…

– ¿Cómo podían saber los ladrones que no había nadie más en la casa? ¿Y por qué no robaron nada?

– Tú no les diste tiempo.

– ¡Pero si ni siquiera me vieron!

– Te habrán oído llamar a la puerta, llamarme… Anda vamos, que Adelina ha preparado una…

– Me da miedo comer en la galería.

– ¿Por qué?

– Serías un blanco fácil.

– Venga, Ingrid…

– Pues entonces, ¿por qué has cogido la pistola?

Pensándolo bien, no andaba tan equivocada. Pero quiso tranquilizarla.

– Mira, Ingrid, desde que vivo en Marinella, y de eso hace muchos años, jamás ha venido nadie por aquí con malas intenciones.

– Todo tiene un principio.

Y esta vez tampoco se equivocaba.

– ¿Dónde quieres comer?

– En la cocina. Llévalo todo allí y después cierra la cristalera. He perdido el apetito.

* * *

Recuperó el apetito después de dos vasos de whisky.

Se zamparon la caponatina y repartieron equitativamente los salmonetes: tres por barba.

– ¿Cuándo empieza el interrogatorio? -preguntó Ingrid.

– ¿En la cocina? Vamos al salón, donde hay un sofá muy cómodo.

Se llevaron una botella de vino recién descorchada y la de whisky, que ya iba por la mitad. Se sentaron en el sofá, pero Ingrid se levantó, acercó una silla y puso las piernas encima. Montalbano encendió un cigarrillo.

– Ataca.

– De tu amiga quisiera saber…

– ¿Por qué?

– Porque no sé nada de ella.

– ¿Y por qué quieres saber más si no te interesa como mujer?

– Me interesa como comisario.

– ¿Qué ha hecho?

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