Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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Fazio, Gallo y Galluzzo llegaron en aquel momento, se asomaron a la galería, vieron al comisario y bajaron a la playa. Contemplaron el caballo y no hicieron preguntas.

Fazio se limitó a comentar:

– ¡La de gente asquerosa que hay por el mundo!

– Gallo, ¿puedes traer el coche hasta aquí y después conducirlo por la orilla del mar?

Gallo esbozó una sonrisita de superioridad.

– Claro, lo que usted diga, dottore.

– Galluzzo, ve con él. Tenéis que seguir las huellas del caballo. Advertiréis con claridad dónde fue la matanza. Hay barras de hierro, colillas y quizá otras cosas. Recogedlo todo con cuidado; quiero que se saquen las huellas digitales, el ADN, todo lo que necesitamos para averiguar quiénes son estos canallas.

– ¿Y qué hacemos después? ¿Los denunciamos a la protectora de animales? -preguntó Fazio mientras los otros dos se retiraban.

– ¿Por qué? ¿Acaso piensas que todo este asunto termina aquí?

– No, no es eso. Sólo era una broma.

– Pues a mí no me parece cosa de risa. ¿Por qué lo han hecho?

Fazio adoptó una expresión dubitativa.

Dottore, puede ser una afrenta al propietario.

– Puede. ¿Y nada más?

– Bueno, hay una cosa más probable. Yo había oído decir…

– ¿Qué?

– Que desde hace algún tiempo se celebran carreras clandestinas en Vigàta, señor.

– ¿Y tú crees que la muerte del caballo puede ser la consecuencia de algo que ocurrió en ese ambiente?

– ¿Qué otra cosa, si no? No tenemos más que esperar la consecuencia de la consecuencia, que se producirá con toda seguridad.

– Pero sería mejor que consiguiéramos evitar la consecuencia, ¿no?

– Pues sí, claro, pero será difícil.

– Bueno, pues empecemos por decir que, antes de matar al caballo, tienen que haberlo robado.

– ¿Está de guasa, dottore ? Nadie denunciará el robo de un caballo. Sería como decirnos: «Soy uno de los organizadores de las carreras clandestinas.»

– ¿Es un negocio importante?

– Se habla de millones y millones de euros en apuestas.

– ¿Y quién está detrás?

– Circula el nombre de Michilino Prestia.

– ¿Quién es?

– Un pobre imbécil de unos cincuenta años, dottore. Hasta el año pasado trabajaba como contable en una empresa del sector de la construcción.

– Pero esto no parece propio de un pobre contable imbécil.

– Por supuesto, dottore. De hecho, Prestia es un testaferro.

– ¿De quién?

– No se sabe.

– Deberías averiguarlo.

– Lo intentaré.

* * *

Nada más entrar en la casa, Fazio se dirigió a la cocina para preparar café, y Montalbano llamó al ayuntamiento para avisar que en la playa de Marinella había un caballo muerto.

– ¿Es suyo el caballo?

– No.

– Hablemos claro, distinguido señor.

– ¿Por qué? ¿Cómo estoy hablando? ¿Oscuro?

– No; es que algunos dicen que el animal muerto no es de su propiedad para no pagar la tasa de la retirada.

– Le he dicho que no es mío.

– Pongamos que es verdad. ¿Sabe de quién es?

– No.

– Pongamos que es verdad. ¿Sabe de qué ha muerto?

Montalbano se lo jugó a pares y nones y decidió no contarle nada al empleado.

– No lo sé. He visto el cadáver desde mi ventana.

– O sea, que no ha sido testigo de su muerte.

– Evidentemente.

– Pongamos que es verdad. -Y entonces se puso a canturreáis-: «Tú, que a Dios desplegaste las alas.»

¿Canto fúnebre para el caballo? ¿Amable homenaje de la administración municipal como participación en el duelo?

– ¿Y bien? -dijo Montalbano.

– Estaba pensando -contestó el funcionario.

– ¿Qué es lo que hay que pensar?

– A quién corresponde la retirada del cadáver.

– ¿No les corresponde a ustedes?

– Nos correspondería a nosotros si se trata de un artículo once, pero si, por el contrario, se trata de un artículo veintitrés, entonces corresponde al departamento provincial de higiene.

– Oiga, puesto que hasta ahora me ha creído, siga creyéndome, se lo ruego. Le aseguro que, como no se lo lleven dentro de un cuarto de hora, yo les…

– Pero ¿usted quién es, si no le importa?

– Soy el comisario Montalbano.

El tono del empleado cambió de golpe.

– Seguramente es un artículo once, comisario.

A Montalbano le entraron ganas de chulear.

– ¿O sea, que les corresponde a ustedes retirarlo?

– Claro.

– ¿Está seguro?

El hombre se puso nervioso.

– ¿Por qué me pregunta si…?

– No quisiera que los del departamento de higiene se lo tomaran a mal. Ya sabe usted cómo son estas historias de las competencias… Lo digo por usted; no quisiera que…

– No se preocupe, comisario. Es un artículo once. Dentro de media hora irá alguien, quédese tranquilo. Con mis respetos.

* * *

Tomaron el café en la cocina mientras esperaban el regreso de Gallo y Galluzzo. Después el comisario se duchó, se afeitó y se cambió los pantalones y la camisa, que se le habían ensuciado. Cuando regresó al comedor, vio que Fazio estaba en la galería hablando con dos hombres vestidos como un par de astronautas que acabaran de bajar de una pequeña nave espacial.

En la playa había una furgoneta Fiat Fiorino con las puertas posteriores cerradas. El caballo no se veía por ninguna parte; seguramente ya lo habrían cargado.

Dottore, ¿podría venir un momento? -preguntó Fazio.

– Aquí me tienes. Buenos días.

– Buenos días -contestó uno de los dos astronautas.

El otro se limitó a mirarlo de con mala cara por encima de la mascarilla.

– No encuentran el cadáver -dijo Fazio perplejo.

– ¿Cómo que no…? -replicó Montalbano, sorprendido-. ¡Pero si estaba aquí delante!

– Hemos mirado por todas partes y no está -expuso el más sociable de los astronautas.

– ¿Qué ha sido, una broma? ¿Tienen ganas de divertirse? -preguntó amenazadoramente el otro.

– Aquí nadie gasta bromas -contestó Fazio, a quien estaban empezando a tocarle los cojones-. Y ten cuidado con lo que dices.

El hombre abrió la boca para contestar, pero se lo pensó mejor y volvió a cerrarla.

Montalbano bajó de la galería y fue a mirar donde antes estaba el caballo. Fazio lo siguió.

Ahora se veían sobre la arena unas cinco o seis huellas distintas de zapatos y los dos surcos paralelos de las ruedas de un carro.

Entretanto, los dos astronautas subieron a la furgoneta y se fueron sin despedirse.

– Se lo han llevado mientras tomábamos el café -dijo el comisario-. Lo han cargado en un carretón de mano.

– Por la parte de Montereale, a unos tres kilómetros de aquí, hay una decena de chabolas de extracomunitarios -dijo Fazio-. Esta noche celebrarán una fiesta y comerán carne de caballo.

En ese momento vieron regresar su propio automóvil.

– Hemos recogido todo lo que hemos encontrado -dijo Galluzzo.

– ¿Y qué habéis encontrado?

– Tres barras de hierro, un trozo de cuerda, once colillas de cigarrillos de dos marcas distintas y un encendedor Bic sin gas.

– Vamos a hacer una cosa. Tú, Gallo, ve a la Científica y entrégales las barras y el encendedor. Galluzzo, coge la cuerda y las colillas y me las llevas al despacho. Gracias por todo, nos vemos en comisaría. Tengo que hacer un par de llamadas personales.

Gallo pareció dudar.

– ¿Qué pasa? -preguntó el comisario.

– ¿Qué tengo que pedirles a los de la Científica?

– Que saquen las huellas digitales.

Gallo pareció dudar todavía más.

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