Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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Optó por un traje gris que se había puesto sólo dos veces: una para un funeral y otra para una boda. Se vistió de punta en blanco, con camisa, corbata y unos zapatos relucientes. Se miró en el espejo y se vio cómico.

Se lo quitó todo, se quedó en calzoncillos y se sentó desconsolado en la cama.

De repente pensó que quizá había una solución: telefonear a Ingrid y decirle que le habían pegado un tiro en la cabeza, aunque por suerte la bala le había pasado de refilón, y por consiguiente…

¿Y si ella, asustada, se presentaba a toda prisa en Marinella? No había problema. Se encargaría de que lo encontrara acostado, con un aparatoso vendaje en la frente; total, en casa tenía vendas y gasas a tutiplén…

«¡Procura ser serio! -lo reprendió Montalbano primero-. ¡Todo eso no son más que excusas! ¡La verdad es que no te apetece ver a esa gente!»

«Y si no le apetece, ¿está obligado a verla? ¿Dónde está escrito que tiene que ir necesariamente a Fiacca?», replicó Montalbano segundo.

* * *

La conclusión fue que el comisario se presentó a las doce y media en la trattoria de Enzo con traje gris y corbata, pero con una cara…

– ¿Se ha muerto alguien? -le preguntó Enzo al verlo vestido de aquella manera y con un semblante tan fúnebre.

Montalbano soltó una maldición por lo bajo, pero no contestó. Comió con desgana. A las tres menos cuarto ya estaba de nuevo en Marinella. Tuvo el tiempo justo de refrescarse un poco antes de que llegara Ingrid.

– Estás elegantísimo. -Ella iba con vaqueros y camiseta.

– ¿Irás así también a la cena?

– ¡No, hombre! Me cambiaré. Lo llevo todo.

¿Por qué a las mujeres les resultaba tan fácil quitarse y ponerse un vestido mientras que para un hombre eso era siempre una tarea de lo más complicada?

* * *

– ¿No puedes ir más despacio?

– Estoy yendo muy despacio.

Montalbano apenas había comido, pero lo poco que había ingerido le subía al gaznate cada vez que Ingrid tomaba una curva a ciento veinte como mínimo.

– ¿Dónde es la carrera?

– Fuera de Fiacca. El barón Piscopo di San Militello se ha construido un auténtico hipódromo, pequeño pero perfectamente equipado, justo detrás de su villa.

– ¿Y quién es el barón Piscopo?

– Un sexagenario bondadoso y amable que se dedica a obras de caridad.

– ¿Y el dinero se lo ha ganado con la bondad?

– El dinero se lo dejó su padre, socio minoritario de una importante acería alemana, y él ha sabido sacarle provecho. Hablando de dinero, ¿tú llevas algo?

Montalbano se sorprendió.

– ¿Hay que pagar para asistir a la carrera?

– No; pero se hacen apuestas sobre la ganadora. En cierto sentido es obligado apostar.

– ¿Hay un ganador?

– ¡Claro que no! El dinero de las apuestas se destina a obras benéficas.

– Y quien acierta ¿qué consigue?

– La ganadora de la carrera recompensa con un beso a los que han apostado por ella. Pero algunos no lo aceptan.

– ¿Por qué?

– Dicen que por galantería. Pero la verdad es que a veces la ganadora es simplemente horrenda.

– ¿Apuestan fuerte?

– No demasiado.

– ¿Cuánto, aproximadamente?

– Mil o dos mil euros. Pero hay quien se deja más.

¡Coño! ¿Y qué era una apuesta alta para Ingrid? ¿Un millón de euros? Notó que empezaba a sudar.

– Pero es que yo no…

– ¿No tienes?

– En el bolsillo tendré como mucho cien euros.

– ¿Llevas talonario de cheques?

– Sí.

– Mejor. Es más elegante un cheque.

– Bueno, pero ¿de cuánto?

– Tú hazlo de mil.

Todo se podría decir de Montalbano excepto que fuera avaro o tacaño. Pero eso de tirar mil euros por asistir a una carrera en medio de un montón de gilipollas no le parecía de recibo, la verdad.

* * *

Llegaron a trescientos metros de la mansión del barón Piscopo, pero los detuvo un tipo que vestía una librea nueva, como sacado de un cuadro del siglo XVI. Lo único que desentonaba era su cara, pues daba la impresión de haber salido justo en aquel momento del penal de Sing Sing tras haberse pasado allí treinta años a la sombra.

– No se puede seguir con el coche -dijo el presidiario.

– ¿Por qué?

– Porque ya no queda sitio.

– ¿Y qué hacemos? -preguntó Ingrid.

– Pues ir a pie. Déjeme las llaves, que el coche se lo aparco yo.

– Me has hecho llegar tarde -se quejó Ingrid mientras sacaba una bolsa del portamaletas.

– ¿Yo?

– Sí. Con tu constante ve despacio, ve despacio…

Había coches a ambos lados de la carretera. Llenaban de bote en bote el amplio espacio. Delante de la puerta del grandioso edificio de tres plantas con su torre anexa había otro sujeto con una librea cubierta de ringorrangos dorados. ¿El mayordomo? Tendría como mínimo noventa y nueve años y, para no desplomarse, se apoyaba en una especie de báculo pastoral.

– Buenos días, Armando -lo saludó Ingrid.

– Buenos días, señora -respondió Armando con un hilillo de voz-. Están todos fuera.

– Ahora mismo nos reunimos con ellos. Tenga esto -le dijo, entregándole la bolsa-; llévelo a la habitación de la señora Esterman.

Armando sujetó la liviana bolsa, cuyo peso lo obligó a inclinarse hacia un lado. Montalbano lo sostuvo. Aquel hombre se habría inclinado incluso si una mosca se le hubiera posado en el hombro.

Cruzaron un vestíbulo estilo hotel Victoriano de diez estrellas, otra enorme estancia llena de retratos de antepasados, una segunda estancia todavía más grande repleta de armaduras, con tres cristaleras seguidas, abiertas a un gran paseo arbolado. Hasta aquel momento, aparte del presidiario y el mayordomo, no habían visto ni un alma.

– Pero ¿dónde se han metido los demás?

– Ya están allí. Date prisa.

El gran paseo seguía recto unos cincuenta metros y después se bifurcaba en dos, uno a la derecha y otro a la izquierda.

En cuanto Ingrid enfiló el paseo de la izquierda, cerrado por unos setos muy altos, a Montalbano le llegó un gran jaleo de gritos, llamadas, carcajadas.

Y de repente se encontró en un prado con mesitas y sillas, parasoles y tumbonas. Había también dos mesas larguísimas con cosas para comer y beber, y los correspondientes camareros con chaqueta blanca. Aparte había una casita de madera con una ventana en que se veía a un hombre; delante había una cola de gente.

El prado estaba ocupado por unas trescientas personas entre hombres y mujeres, unos sentados y otros de pie, hablando y riendo, formando grupitos. Más allá del prado se entreveía el llamado hipódromo.

La gente iba vestida como si fuera carnaval: entre los varones había quien iba ataviado de jinete, o para una recepción de la reina de Inglaterra con chistera y todo, con vaqueros y jersey grueso con cuello de cisne, de tirolés, con uniforme de vigilante forestal (por lo menos, eso le pareció a Montalbano), y hasta había uno vestido de árabe y otro con pantalones cortos y chanclas de playa. Entre las mujeres, algunas lucían sombreros tan grandes que en ellos habría podido aterrizar un helicóptero, otras llevaban minifaldas a nivel axilar o bien faldas tan largas que quienes pasaban por su lado inevitablemente tropezaban y corrían el riesgo de acabar en el suelo, una llevaba una falda de tubo y un atuendo de amazona del siglo XIX, una veinteañera lucía unos pantaloncitos vaqueros muy ajustados que podía permitirse el lujo de usar gracias al notable trasero con que la había dotado la Madre Naturaleza.

Cuando terminó de mirar, se dio cuenta de que Ingrid ya no se encontraba a su lado. Se vio perdido. Experimentó una súbita tentación de dar media vuelta, recorrer en sentido inverso los paseos y los salones de la villa, llegar hasta el coche de Ingrid y…

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