– Porque si había un experto entre los ladrones, tendría que haber preferido a Rayo de luna, en primer lugar porque es muchísimo mejor y, en segundo, porque era evidente que Rudy estaba enfermo y su dolencia era de difícil curación; tanto es así que el propio Anzalone, para ahorrarle la agonía, había propuesto abatirlo de un disparo.
– ¿Y conoces la reacción de Lo Duca a esa propuesta?
– Sí. Adujo que la había declinado porque le tenía demasiado cariño a aquel caballo.
– ¿De qué estaba enfermo Rudy ?
– De arteritis viral, unas lesiones en las paredes de las arterias.
– En resumen, es como si los ladrones, tras haber entrado en un salón de automóviles de lujo, se hubieran llevado un vehículo muy caro y un seiscientos descacharrado.
– Más o menos.
– ¿La enfermedad es infecciosa?
– Pues sí. Durante el regreso a Montelusa tuve una discusión con Scisci. Le pedí explicaciones. Él mismo me había dicho que con mucho gusto alojaría a mi caballo, ¿y me lo ponía al lado de uno que estaba enfermo?
– ¿Dónde lo habías alojado las otras veces?
– En Fiacca, en las cuadras del barón Piscopo.
– ¿Y Lo Duca cómo se defendió?.
– Me dijo que la enfermedad de Rudy ya había superado la fase infecciosa. Y añadió que, aunque dadas las circunstancias fuera algo inútil, yo podía llamar al veterinario, quien seguramente me lo confirmaría.
– Pero se estaba muriendo, ¿no?
– Sí.
– Pues entonces, ¿para qué robarlo?
– Por eso quería verte. Yo también me lo he preguntado, y he llegado a una conclusión que contradice la que Scisci te dio en Fiacca.
– ¿O sea?
– Que sólo querían robar y matar a mi caballo, pero como Rudy era casi idéntico a Súper, no sabían cuál era el mío y se llevaron los dos. Querían manchar la imagen de Scisci y así lo hicieron.
Era una hipótesis que ya se habían planteado en comisaría.
– ¿Leíste el periódico de ayer? -añadió Rachele.
– No.
– En el Corriere dell'Isola dedicaban mucho espacio al robo de los dos caballos. Pero al parecer los periodistas ignoran que al mío lo han matado.
– ¿Cómo se habrán enterado del robo?
– En Fiacca todos me vieron montar un caballo que no era mío. Y alguien habrá hecho preguntas. Súper era muy conocido en el mundo de la hípica porque había ganado muchas carreras importantes.
– ¿Siempre montado por ti?
Rachele rió a su manera.
– ¡Ojalá! -Después preguntó-: Tengo una curiosidad: ¿habías asistido alguna vez a una carrera o a un concurso hípico?
– La de Fiacca fue la primera.
– ¿Te apasiona el fútbol?
– Cuando juega la selección nacional, veo algún partido. Pero prefiero ver las competiciones de Fórmula Uno, quizá porque nunca he sabido conducir bien un coche.
– Pues Ingrid me ha dicho que nadas mucho.
– Sí, pero no por deporte.
Se terminaron el whisky.
– ¿Lo Duca ha preguntado en la jefatura de Montelusa en qué fase se encuentra la investigación?
– Sí. Le han contestado que no hay novedades. Y me temo que no las habrá.
– No está claro. ¿Tomarás otro whisky?
– No, gracias.
– ¿Qué quieres hacer?
– Si no te molesta, me gustaría regresar a casa.
– ¿Te ha entrado sueño?
– No, pero me apetece meterme en la cama a disfrutar un buen rato de los momentos de esta velada.
Al despedirse en el aparcamiento del bar de Marinella, a ambos les pareció natural abrazarse y besarse.
– ¿Te quedas más tiempo por aquí?
– Por lo menos, tres días más. Mañana te llamo para saludarte. ¿Quieres?
– Sí.
Abrió los ojos cuando ya era de día. Y aquella mañana no experimentó el deseo de volver a cerrarlos enseguida en señal de rechazo de la jornada. Tal vez porque había pasado una buena noche, durmiendo de un tirón desde que cerró los ojos, cosa de lo más insólita últimamente.
Permaneció tumbado contemplando el juego de luces y sombras constantemente distintas que los rayos del sol, al colarse por los listones de la persiana, proyectaban en el techo de la habitación. Un hombre que paseaba por la playa se convirtió en una figura a lo Giacometti; parecía hecho de hilos de lana trenzados.
Recordó que, de pequeño, era capaz de pasarse una hora entera con el ojo pegado a un caleidoscopio que le había comprado su tío, hechizado por el continuo cambio de formas y colores. Su tío también le compró un revólver de hojalata cuyos cartuchos eran arandelitas de papel rojo oscuro que se introducían por encima del tambor, y cada disparo hacía chac-chac…
Aquel recuerdo lo devolvió de golpe al tiroteo entre Galluzzo y los que estaban empeñados en quemarle la casa.
Y pensó también que era extraño que quienes querían de él algo que él desconocía hubieran dejado pasar casi veinticuatro horas sin hacer acto de presencia. ¡Y eso que parecían tener prisa! ¿Cómo es que ahora lo dejaban con las riendas descansando sobre el cuello?
Ante esa pregunta le entró la risa, porque jamás antes se le había ocurrido pensar utilizando términos relacionados con los caballos. ¿Era consecuencia de la investigación en curso o era porque todavía tenía presente la velada con Rachele? Claro que Rachele era una mujer que…
Sonó el teléfono.
Montalbano se levantó de la cama de un salto, más para huir a toda velocidad de la imagen de Rachele que por la prisa de contestar.
Eran las seis y media.
– ¡Ah, dottori, dottori ! ¡Soy Catarella!
Al comisario le entraron ganas de tomarle el pelo.
– ¿Cómo ha dicho, perdone? -preguntó cambiando la voz.
– ¡Soy Catarella, dottori !
– ¿A qué doctor busca? Esto son las urgencias del veterinario.
– ¡Oh, Virgen santa! Perdone, me he equivocado.
Volvió a llamar enseguida.
– ¿Oiga? ¿Es el consultorio veterinario?
– No, Catarè. Soy Montalbano. Espera un momento, que te doy el número del consultorio.
– ¡No, siñor, no quiero el del consultorio!
– Pues entonces, ¿por qué los llamas?
– No lo sé. Perdone, dottori, confundido estoy. ¿Puede colgar, que empiezo otra vez?
– De acuerdo.
Llamó por tercera vez.
– Dottori, ¿es usía?
– Soy yo.
– ¿Qué hacía, dormir?
– No; bailaba rock and roll.
– ¿De veras? ¿Sabe bailarlo?
– Catarè, dime qué ha ocurrido.
– Un cadáver encontraron.
No fallaba. Si Catarella llamaba a primera hora de la mañana, significaba que había un muerto matutino.
– ¿De macho o de hembra?
– Se trata de sexo masculino.
– ¿Dónde lo encontraron?
– En la localidad de Spinoccia.
– ¿Y eso dónde está?
– No lo sé, dottori. De todas maneras, ahora pasa a recogerlo Gallo.
– ¿A quién? ¿Al muerto?
– No, siñor dottori, a usía personalmente en persona. Gallo va con el coche y lo lleva él mismo al lugar que se encuentra en la localidad de Spinoccia.
– ¿Y no podría ir Augello?
– No, siñor, porqui en el momento de la llamada que le hice la mujer contestó que no estaba en casa.
– Pero ¿no tiene móvil?
– Sí, siñor. Pero si trata de un tilifonillo apagado.
¡Y un cuerno Mimì había salido a las seis de la madrugada! Ése estaba durmiendo como un tronco. Y le había pedido a Beba que le cubriese las espaldas.
– ¿Y Fazio dónde está?
– Ha salido hace un rato con Galluzzo hacia la susodicha localidad.
* * *
Gallo llamó a la puerta cuando él aún tenía la cara embadurnada de jabón.
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