Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Tomás dejaba a los mayores y corría a espiar los arrendajos y las palomas silvestres; había por allí gran cantidad de pájaros. Cierto día, entre un montón de piedras de un prado, encontró un nido de abubillas: introdujo la mano y cogió un polluelo que aún no sabía volar, sólo erguía la cresta para imponer respeto. Se lo llevó a casa, pero el polluelo no quería comer, huía a lo largo de las paredes, y Tomás tuvo que soltarlo.

Con toda seguridad, Baltazar no le hubiera confiado a Tomás lo que le estaba atormentando. A decir verdad, ni él mismo lo entendía, sólo sabía que día a día estaba peor. Mientras estuvo construyendo la casa, aún fue tirando. Pero, luego, se paraba junto a su arado, liaba un cigarro y, de pronto, perdía la noción de dónde se encontraba, despertando con los dedos crispados, entre los cuales se había escurrido el tabaco. El único remedio era matarse a trabajar, pero por pereza acababa pronto con cualquier labor y, entonces, cuando se dejaba caer en el banco con su jarra de cerveza, le invadía una repugnante flojera que daba vueltas en su interior, despacio, embotándole los sentidos, dejándole como semidormido, y gritaba con los labios apretados: ojalá hubiera podido gritar, pero no. Sentía que necesitaba algo: enderezarse, pegar un puñetazo en la mesa, salir corriendo hacia algún lugar. ¿Pero hacia dónde? Sentía como un cuchicheo que le llamaba y formaba un todo con aquella flojera. Baltazar tiraba a veces el vaso contra el que le atormentaba de aquel modo, a veces entrando en su interior, a veces burlándose de él a cierta distancia, y entonces su mujer le quitaba las botas y lo metía en la cama. Baltazar se dejaba llevar por la mujer, pero, como le ocurría con todo, lo hacía con hastío y con el convencimiento de que no era lo que tendría que ser. Le repelía su fealdad; aún de noche era soportable, pero ¿y de día? El sueño le traía un poco de alivio, pero por poco tiempo; de noche, se despertaba y le parecía que estaba yaciendo en el fondo de un pozo profundo de paredes muy altas, del que nunca podría volver a salir.

Algunas veces, ocurría que empezaba a dar puñetazos en la mesa y a correr. A continuación, se ponía a beber, y no paraba en menos de tres o cuatro días. Bebía tanto que, cierto día, el vodka se inflamó en su interior y la judía de la aldea tuvo que agacharse sobre él y orinarle en la boca (es un remedio conocido, pero acarrea el deshonor). Corrió la voz de que Baltazar volvía a estar poseso, unos decían que era por sus riquezas y su cordura, pero otros se lamentaban de su desgracia y de sus relaciones con el diablo, lo cual no era solamente invento suyo, pues Baltazar, cuando estaba borracho, contaba, llorando, toda clase de cosas.

Muchos años después de dejar Ginie, Tomás se puso a meditar en lo ocurrido con Baltazar, basándose tanto en los cuentos que había oído sobre él, como en lo que no eran cuentos. Recordó su brazo musculoso que, al tensarse, se ponía duro como una piedra (Baltazar era muy forzudo) y los ojos de largas pestañas, como de cierva. Ni las cualidades ni los aciertos protegen contra la enfermedad del alma. Al pensar en él, Tomás se inquietaba por su propio destino, por todo lo que había aún delante de sí.

11

Con su barbita y su mirada inquieta, juntaba suavemente las manos cuidadas, de señor, y apoyaba los codos en la mesa. Herr Doktor, el «alemancillo»: así es cómo lo veía Baltazar. «¡Fuera!», murmuraba y trataba de santiguarse, pero, en vez de ello, sólo se rascaba el pecho, mientras las palabras del otro, en tono persuasivo, caían una tras otra como un murmullo de hojas secas.

– Pero amigo Baltazar -decía-. Sólo pretendo ayudarte, te atormentas continuamente en vano. Te preocupas por la hacienda, porque la tierra no es tuya, porque la tienes y, al mismo tiempo, no la tienes. Te vino fácilmente y fácilmente se irá, ¿no es así? Hoy, lo debes todo al señor, mañana ¿algún otro ocupará Ginie y te echará?

Baltazar gemía.

– ¿Es realmente la tierra lo que tanto te preocupa? Di la verdad. No, tú, en el fondo de tu corazón, guardas algo más. Ahora, aquí, sientes el deseo de levantarte, correr y huir para siempre. El mundo es muy grande, Baltazar. Hay ciudades que, de noche, se llenan de música y risas, te quedarías allí dormido junto al río, solo, libre, nada detrás de ti, una vida acabada, la otra empezada. No te avergonzarías de tu pecado, se abriría ante ti lo que para siempre quedará oculto. Para siempre. Porque tú tienes miedo. Tienes miedo de perder la tierra, los animales. ¿Es que volveré a no tener nada?, te preguntas. Está bien, dentro de ti hay un Baltazar, otro Baltazar y otro, pero tú escoges al más tonto. ¿Prefieres no saber nunca cómo es el otro Baltazar? ¿Lo prefieres?

– ¡Dios mío!

– Nada puede ayudarte. Otoño, invierno, primavera, verano, otra vez otoño, y así siempre igual, te meterán en un hoyo. Bebe un poco más, es todo cuanto puedes hacer. ¿De noche? Bien que lo sabes. Pero no fui yo quien te aconsejó casarte cuando no sentías deseo alguno de hacerlo, ni de escoger a la mujer más fea sólo porque su padre era un ricachón. Es terrible, Baltazar. De aquí viene todo. Has querido asegurarte el futuro. Pero, ¿cuándo estabas mejor? ¿Cuando tenías veinte años o ahora? ¿Recuerdas aquellas noches? Tenías la mano fuerte para el hacha, los pies ágiles para el baile, la garganta limpia para el canto. ¿Recuerdas cómo echabais leña a la lumbre? ¿Y aquellos amigos tuyos? Hoy, estás solo. Un hacendado. Aunque, no lo niegues, pueden quitarte esta casa.

Baltazar se sentía como paralizado. En su interior, era como un saco de serrín. El otro lo notaba inmediatamente.

– Sales por la mañana; frente a tu casa, hay rocío, los pájaros cantan, ¿algo de esto es para ti? No, tú solamente cuentas. Para ti es tan sólo un día más, y otro y otro. Con tal de ir tirando. Como un caballo castrado. ¿Cómo era antes? No te entretenías en contar. Cantabas. Y ahora, ¿qué? Miras los robles, pero te parecen estopa. A lo mejor, ni existen. En los libros describen muy bien esto. Pero tú nunca sabrás cómo lo han descrito. Si alguien lleva dentro de sí un fardo como el tuyo, más vale que se cuelgue de una vez, porque llega un momento en que va por el mundo sin saber si no estará soñando. Esto está en los libros. ¿Te colgarás? No.

– ¿Por qué otros son felices y yo no?

– Pues porque a cada uno le ha sido dado un hilo, que será su destino. O bien se coge de su cabo, y uno entonces se alegra de que todo le vaya como es debido, o bien no se logra cogerlo. Tú no has sabido. Tú no has buscado tu propio hilo, sino que has estado observando a unos y otros para tratar de ser como ellos. Pero lo que para ellos significa felicidad, para ti ha sido desgracia.

– ¿Qué debo hacer, pues? Dime.

– Nada, ya es demasiado tarde. Demasiado tarde, Baltazar. Pasan los días y las noches, y cada vez tienes menos valor. No te queda valor ni para colgarte, ni para huir. Te quedarás aquí, pudriéndote.

La cerveza salía de la jarra con su turbio chorro, bebía, pero, en su interior, todo estaba ardiendo. El otro sonreía.

– En cuanto a tu secreto, no es menester que te atormentes. Nadie lo descubrirá. Quedará sólo entre tú y yo. ¿No estamos todos condenados a morir? ¿No es lo mismo un poco antes que un poco después? Aquel hombre era joven, es cierto. Pero había estado mucho tiempo en la guerra, y en su pueblo ya se habían olvidado un poco de él. La mujer seguirá un tiempo aún llorándole, pero acabará consolándose. Su hijo pequeño, tan gordito, le echaba los bracitos al cuello, pero era demasiado pequeño, no se acuerda del padre. Lo que ahora debes evitar, cuando estés bebido, es contar a la gente que tienes no sé qué crímenes sobre la conciencia.

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