Tomás tenía que estudiar, pero, en la casa, no había nadie que pudiera ocuparse de él, así que le mandaban a la aldea, a casa de José, llamado el Negro. Realmente era negro: tenía las cejas como dos gruesas tiznaduras, la cara enjuta y los cabellos ligeramente canosos sobre las sienes. Vivía en casa de su hermano y le ayudaba en la hacienda, pero se dedicaba a toda clase de quehaceres. Recibía libros de algún lugar desconocido, secaba plantas entre hojas de periódico que prensaba con una tabla, escribía cartas y hablaba de política. Había estado en varias cárceles por culpa de esta política y había trabajado en la ciudad, aunque no seguía la moda ciudadana: por los bordados de sus camisas, daba a entender que seguía siendo un campesino. Pertenecía a esa casta de gente que, entre los cronistas de nuestro tiempo, se ganó el título de nacionalista, es decir, deseaba trabajar para la mayor gloria del Nombre. Y de ahí provenían sus problemas y sus penas. Porque lo que él llevaba en su mente era Lituania, y, en cambio, a Tomás tenía que enseñarle a leer y escribir principalmente en polaco. Que los Surkont se sintieran polacos lo consideraba una traición, pues era difícil encontrar un apellido más autóctono. El odio hacia los señores -por el hecho de serlo y por haber cambiado de lengua para así apartarse más del pueblo- y la dificultad para odiar a Surkont que le había confiado al nieto precisamente a él, junto con la esperanza de que le abriría al chico los ojos sobre la maravilla del Nombre, toda esta mezcla de sentimientos se encerraba en su carraspeo cuando Tomás abría ante él su libro de lectura. La abuela estaba muy descontenta con esas clases y de ese acercamiento a la «plebe» y no aceptaba la existencia de lituano alguno, aunque su fotografía habría podido ilustrar un libro sobre los que habitaban en Lituania desde hacía siglos. Pero traer a casa una profesora particular le parecía una excesiva complicación, de modo que, aun murmurando entre dientes que le estropearían al niño, aceptó a José por necesidad. Tomás no comprendía esos problemas y esas tensiones y, cuando las comprendió, le parecieron algo excepcional. Si se hubiera encontrado con un pequeño inglés educado en Irlanda, o un pequeño sueco educado en Finlandia, habría encontrado en ellos muchos rasgos comunes, pero las tierras que se extendían más allá del valle del Issa estaban, para él, envueltas en niebla: todo lo que aprendió de los cuentos de la abuela es que los ingleses comen compota en el desayuno -y por eso les tenía simpatía-, que los rusos habían mandado al abuelo Arturo a Siberia y que su obligación era amar a los reyes polacos, cuyas tumbas están en Cracovia. Para la abuela, Cracovia era la ciudad más hermosa de la tierra y le prometía a Tomás que le llevaría allí cuando fuera mayor. En definitiva, como resultado de este patriotismo de la abuela, ubicado en algún remoto lugar, de la tolerancia del abuelo, a quien los problemas de las nacionalidades dejaban más bien indiferente y de las exclamaciones de José («nosotros», «nuestro país») nació en Tomás una desconfianza que se manifestaría siempre en el futuro cuando alguien hiciera en su presencia demasiadas referencias a títulos y estandartes; una especie de duplicidad de afectos.
Las enseñanzas de José se prolongaron durante mucho tiempo debido al caos de los años de transición, de los que surgió la pequeña república lituana. Por iniciativa de José, empezó entonces en Ginie la construcción de la primera escuela, de la que fue maestro.
Pero, de momento, la guerra estaba tan sólo llegando a su fin y esto se advertía al observar la carretera, por ejemplo desde el viejo banco junto al parque. A menudo pasaban por allí vagabundos que venían de lejos, de más allá de los lagos, de las ciudades. Huían del hambre. Llevaban atados a sus espaldas sacos y hatillos y, a menudo, empujaban carritos de madera con niños pequeños dentro. Una familia de ésas, compuesta por la madre y dos hijos, fue acogida en la casa, con la complicidad de Antonina que quedó cautivada por Stasiek, el mayor de los hijos, porque tocaba muy bien la armónica y cantaba canciones de moda en las ciudades, pero sobre todo porque hablaba con un estupendo acento mazur. Al escucharle, se extasiaba y cerraba los ojos con deleite. Stasiek, con sus orejas separadas y su delgado cuello, no atraía especialmente a Tomás, aunque le hizo una ballesta con culata como las de verdad. Por la noche, bajo el tilo, se oían risitas de las chicas y, cuando Stasiek se quedaba solo con Antonina, Tomás también se sentía inquieto hasta que se alejaba de ellos, con aire de aburrimiento; sin saber por qué, algo le molestaba, como cuando, al mediodía, el sol se esconde de pronto detrás de una nube.
En cuanto a los demonios, habían especialmente elegido a Baltazar para martirizarle. Nadie lo hubiera dicho, porque parecía una persona creada para la alegría. El cutis de un gitano, dientes blancos, casi dos metros de altura, una cara redonda cubierta de pelos: plumón sobre ciruela. Cuando llegaba a la casa, con su blusón recogido por un cinto, su gorra azul marino ladeada, de la que sobresalían unos mechones tiesos, Tomas corría a su encuentro gritando de alegría: siempre traía una cesta con setas -hongos y setas de cepa que tenían por arriba el color de un tronco de aliso cortado, y cuyos flancos eran blancuzcos y moteados-, o bien caza: becadas o urogallos, con su lista roja sobre el ojo. Baltazar era guarda forestal, pero no del todo. Nadie le pagaba, ni él pagaba a nadie; vivía en el bosque, había recibido maderaje gratis para construir su vivienda, tenía sus patatas y su trigo desparramados por los calveros y cada año roturaba un poco más de terreno para su uso particular. Siempre que venía, aumentaban los portazos y los chirridos de las llaves en los armarios, lo cual producía jaqueca a la abuela Surkont. Tomás la oía refunfuñar y decirle al abuelo: «¡Este favorito tuyo! ¡Me harás el favor de no apartar nada para él!».
Muchos envidiaban a Baltazar, y con razón. Al entrar como guarda no tenía nada: ahora, tenía una hacienda, vacas, caballos y una verdadera casa, no una choza, con el entarimado de tablas, una terraza y cuatro habitaciones. Se casó con la hija de un rico propietario de Ginie y tenía dos hijos. Surkont no sabía negarse a nada de lo que le pedía «Baltazarito» y esto incluso daba pie a algún que otro comentario. No tenía enemigos, porque sabía comportarse: vigilaba que nadie cortara árboles en el viejo robledal, pero no se oponía a que alguien de la aldea de Pogiry se llevara un abeto o un arce, a condición de que tapara luego el tronco con musgos para que no quedaran huellas.
Felicidad. A Baltazar le gustaba quedarse echado en su pequeño porche con una jarra de cerveza braceada junto a él, en el suelo. Bebía a pequeños tragos, se relamía, bostezaba y se rascaba. Gato saciado, era precisamente entonces cuando algo enloquecía en su interior. De vez en cuando, el abuelo sentaba a Tomás en el birlocho junto a sí, e iban a la casa del guarda, que quedaba bastante lejos, más allá de los campos que ya no eran de su propiedad. Ese vehículo se usaba muy a menudo, así como la linijka, que constaba de un madero largo sobre cuatro ruedas al que se subía como si se montara a caballo. En la cochera había otros carruajes, por ejemplo una carroza, cubierta de polvo y telarañas, montada sobre unas barras de trineo, unos trineos descubiertos y la «araña»: de color amarillo chillón, larga, con las dos ruedas delanteras enormes, las de atrás pequeñas y, sobre ellas, un asiento alto para el cochero o el lacayo. Entre una y otra parte de la «araña» (recordaba más bien a una avispa), sólo unos travesaños elásticos que hacían rebotar si se saltaba sobre ellos. En el birlocho, el abuelo sujetaba a Tomás por la cintura cuando el vehículo se inclinaba: después de los campos, empezaban los pastos y los colmenares; en las rodadas recubiertas de hierba, el agua negra ocultaba los baches en los que las ruedas se hundían hasta los ejes. El humo sobre el fondo del bosquecillo de arces indicaba que pronto se oirían ladridos de perros y que aparecería el tejado y el brocal del pozo. A Tomás le hubiera gustado vivir así, en un lugar apartado, con animales emergiendo de entre la espesura de los bosques y observando los movimientos a su alrededor. La casa olía a resina, la madera no había tenido tiempo de ennegrecer y brillaba como si fuera cobre. Baltazar enseñaba todos los dientes con una ancha sonrisa, y su mujer colocaba sobre la mesa la merienda y los obligaba a comer embutidos repitiendo sin cesar: «Tomen, tomen algo». Delgada, con la mandíbula saliente, no abría la boca para nada más.
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