Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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De modo que Tomás, muy pronto, experimentó algo así como el anticipo de lo que los teólogos definen como conciencia escrupulosa, que es la causa, según ellos, de muchas victorias del diablo. Procurando no omitir nada, sin embargo no incluía entre sus faltas uno de sus secretos. No sabía verlo desde fuera, no le pasaba siquiera por la cabeza que era algo sólo y exclusivamente suyo, suyo y de Onuté Akulonis (y que al mismo tiempo esto existía fuera de ellos, que, antes que ellos, ya otros lo habían descubierto). La impureza de palabra y obra, por ejemplo, era algo muy distinto: decir palabras feas, espiar a las chicas que se bañan y tienen una corneja negra debajo del ombligo, o bien asustarlas el sábado por la noche en la fiesta, cuando entre baile y baile se ponen de cuclillas en el huerto levantando las faldas.

Con Onuté, despistaban a menudo al grupo de los demás niños y se iban a un lugar junto al Issa que era exclusivamente suyo. No se podía llegar hasta allí sino rastreando a gatas a lo largo de un túnel de endrino colgante, que hacía como un codo, y había que conocerlo bien. Dentro, sobre un montículo de arena, la seguridad les acercaba el uno al otro, hablaban en voz baja, y nadie, nadie podía encontrarles allí, mientras ellos oían el chapoteo de un pez, los golpecitos de los renacuajos, el ruido de las ruedas en la carretera. Yacían desnudos, con las cabezas vueltas el uno hacia el otro, la sombra caía sobre sus manos y, en aquel inaccesible palacio, se sabían totalmente seguros, todo participaba de cierto misterio y se sentían deseos de contar cosas en voz baja (pero ¿qué?). Onuté, al igual que su madre (y al igual que Pola), tenía el cabello rubio, recogido en una trencita. Y esto ocurría así: ella se acostaba boca arriba, le atraía hacia sí y lo abrazaba con las rodillas. Se quedaban así mucho rato, el sol se desplazaba lentamente, él sabía que ella esperaba sus caricias y todo se volvía muy dulce. Pero ella no era otra niña, sino Onuté, y él no hubiera podido confesarse de algo que le había ocurrido con ella.

Por la mañana, al recibir la comunión, se sentía ligero, debido también a que estaba en ayunas y tenía como un agujero en el estómago. Volvía a su asiento con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando la punta de sus zapatos. Era incapaz de imaginarse que la hostia que llevaba pegada al paladar y que tímidamente trataba de separar con la lengua fuera el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, era evidente que esto lo cambiaba y que, al menos durante todo el día, permanecía silencioso y obediente. Lo que más estimulaba su imaginación eran las palabras del cura cuando decía que el alma humana es como una habitación que hay que limpiar y adornar para recibir al Invitado. Pensó que, a lo mejor, la hostia se disuelve, pero allí, en el alma, vuelve a formarse para quedarse, rodeada de un verdor, en aquella brillante vasija. Que él, Tomás, tuviera dentro de sí una habitación así, le llenaba de orgullo y se comportaba de modo que no pudiera estropearse, ni desordenarse.

Se iba acercando el día en que, según le habían prometido, iba a hacer de monaguillo, incluso empezó a estudiar respuestas incomprensibles en latín, pero el viejo párroco se marchó y hubo grandes cambios. El nuevo cura, joven, apuesto, con la barbilla prominente, unas anchas cejas que se juntaban sobre la nariz, asustaba un poco por la brusquedad de sus movimientos. Se quedó con los antiguos monaguillos y no se ocupó de los nuevos. Además, le ocupaban temas más importantes.

Sus sermones no recordaban en nada las prolijas charlas a que estaban acostumbrados en Ginie, intercaladas de carraspeos y monótonos «pues-pues». Tomás, aunque no era capaz de captar todo el significado de lo que oía, esperaba anhelante, como todos, el momento en que el cura apareciera en el púlpito. Empezaba hablando con voz normal, como se habla en casa. A continuación, a cortos intervalos, pronunciaba una frase con mucha fuerza, que sonaba como una música. Por fin, levantaba los brazos y profería tales gritos que las paredes vibraban. Fulminaba los pecados, su dedo índice señalaba a la multitud, y cada uno temblaba porque creía que apuntaba precisamente hacia él. Y, de pronto, el silencio. Se quedaba erguido, con el rostro rojo y acalorado y miraba: apoyado en el borde del pulpito, se inclinaba y, con voz apenas perceptible, cariñosa, de corazón a corazón, persuadía y describía las escenas de felicidad que esperan a los que se salvan. Entonces los oyentes tenían que enjugarse las lágrimas. La fama del padre Peikswa traspasó pronto el territorio de Ginie y de las aldeas vecinas, y las gentes acudían a él desde otras parroquias para confesarse; siempre le rodeaban pañuelos que se inclinaban cuando sus admiradoras intentaban besarle la estola, o la mano.

Le adoraban la señora Akulonis, las chicas del servicio, pero sobre todo Antonina («limpia el alma de pecados -suspiraba-, parece como un cepillo de hierro que te rascara por dentro»). Incluso la abuela Misia, contraria en principio a los sermones lituanos, le aceptó tras oírle unas cuantas alocuciones en polaco. Pero todo ese entusiasmo no duró mucho. Sí, Ginie se sentía muy honrada por su presencia, reconocían las mujeres delante de los extraños, pero ya con caras largas, y en seguida llevaban la conversación a otro terreno. Tanto Tomás como los demás niños supieron pronto que valía más dejar de ir a la casa del párroco.

14

Unos días antes de la Asunción, trajeron el féretro de Magdalena. Iba colocado sobre un gran carro cubierto de heno, tapado con una manta estampada. Los caballos, que descansaban a la sombra de unos tilos, bajaban la cabeza hundida en los sacos de avena, ahuyentando suavemente las moscas con la cola; acababan de hacer un largo viaje. La noticia se extendió tan rápidamente que la persona que acompañaba al cuerpo aún no había atado las bridas a un palo cuando ya la gente empezaba a acudir, en grupitos, a la espera de lo que iba a ocurrir. En lo alto, sobre las piedras planas del camino, apareció el padre Peikswa. Quedó inmóvil, como preguntándose si debía bajar, o tomando fuerzas. Por fin, empezó a bajar lentamente, se detuvo, sacó un pañuelo, lo arrugó y lo retorció entre los dedos.

El escándalo en torno a Magdalena duró aproximadamente medio año y había empezado por su culpa. Bien pudo no ocurrir nada. Peikswa la encontró ya como ama de llaves en la casa parroquial y a nadie debería importarle lo que había ocurrido entre ellos: un cura es también un hombre. Pero ella empezó a comportarse incorrectamente. Caminaba adelantando la barbilla, balanceándose, casi bailando. Era evidente que le encantaba acercarse a él de ese modo cuando tenía algo que decirle, para dar a entender claramente a las demás mujeres: vosotras besáis sus manos y su sotana, pero yo lo tengo entero para mí. Lo cual les permitía luego imaginarlo a él, al mismo que lo veían ante el altar, desnudo con ella en la cama y adivinar lo que se decían y lo que hacían. Es sabido que, en esta clase de asuntos, se pueden perdonar muchas cosas, mientras no intervengan imágenes enojosas que difícilmente pueden apartarse de la mente.

Al considerar el comportamiento de Magdalena en su conjunto (había servido al viejo párroco durante dos años), los habitantes de Ginie, en largas e interminables conversaciones, decidieron que ya con anterioridad no todo marchaba como era debido. Si el matrimonio no se celebró y el chico se casó en seguida con otra, no fue sólo por su edad -ya tenía veinticinco años como mínimo-, ni del todo por ser pobre, hija de jornaleros sin tierras, venidos de lejos. De nada sirvieron los consejos, el chico estaba dispuesto a actuar en contra de la voluntad de sus padres; en esto, nadie podía negar que la chica era hábil. Pero, al último momento, él cambió de parecer. Se asustó: encontró que era demasiado ardiente y desenfrenada. Este y muchos otros detalles aparecían ahora bajo una luz nueva, y se complementaban unos a otros. Y para aquel que hubiera podido ponerlo en duda, allí estaba ahora ese féretro.

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