Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Como Antonina, al pronunciar el nombre de Magdalena, escupía al suelo, Tomás tampoco le tenía simpatía, sin saber exactamente por qué. Ella le llamaba a la cocina y le daba pasteles cada vez que iba a la parroquia, en tiempos del padre «Pues-Pues». En realidad, en aquella época, la admiraba y sentía en su presencia como un nudo en la garganta. Sus faldas revoloteaban, fuertemente ceñidas a la cintura; cuando se inclinaba sobre la lumbre y probaba la comida con una cuchara, un mechón de pelo le resbalaba junto a la oreja y, de lado, debajo de la blusa, se veían bambolear sus pechos. Les unía el hecho de que él sabía cómo era ella y ella ignoraba que lo supiera Tomás. Él confesó su pecado, pero ya había visto. Junto al río, había un árbol muy inclinado por encima del agua, al que se podía subir y esconderse entre las hojas. El corazón late con fuerza :¿vendrá, no vendrá? El Issa comienza a ponerse rosado por el sol poniente, los peces corretean ágiles. Se distrajo observando el vuelo de unos patos y ella ya estaba allí, tanteando con el pie si el agua estaba fría, mientras se quitaba la blusa por la cabeza. No entraba en el agua como las demás mujeres, quienes se agachan y levantan varias veces, salpicando a su alrededor. Lo hacía despacio, paso a paso. Los pechos se separaban a uno y otro lado, y, debajo del vientre, no era muy negra: sólo un poco. Se sumergió y empezó a nadar «estilo perro», levantando a veces un surtidor con el pie, hasta la zona en que las hojas de los nenúfares cubrían el río. Más tarde, volvió y se lavó con jabón.

Lo que llegaba a oídos de Tomás quedaba poco claro para él, pero, aun así, era espantoso. No le parecía posible que el mismo hombre que tronaba contra el fuego del infierno fuera él mismo un pecador. Y, si el que imparte la absolución, es igual a los demás, entonces ¿qué valor tiene ese perdón? Por lo demás, Tomás no se hacía preguntas concretas y, desde luego, nunca se hubiera atrevido a plantearlas a los mayores. Magdalena adquirió para él el encanto de las cosas prohibidas. En cambio, los mayores se enfadaban con ella. Separaban lo que Tomás no era capaz de hacer: ella era una cosa, y el sacerdote vestido con la casulla, otra. Pese a todo, Magdalena había estropeado la armonía, había enturbiado la paz y había enfriado el entusiasmo por los sermones.

Peikswa empezó a bajar la cuesta y todos se preguntaban qué haría con el féretro. Cuando llegó junto al carro, volvieron la cabeza. El cura estaba llorando. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, una tras otra; le temblaban los labios: los apretó con fuerza y volvió a abrirlos tan sólo para rogar que subieran el cuerpo hasta la iglesia. Preparaba para la suicida un entierro cristiano. Quitaron la manta y apareció la caja, de pino blanco. La cogieron entre cuatro y comenzaron a subir la empinada cuesta, de modo que Magdalena quedaba casi de pie.

15

Para envenenarse con raticida, hay que haber perdido toda esperanza y, al mismo tiempo, haber sucumbido de tal modo a los propios pensamientos que éstos acaban por separar del mundo, hasta el punto de dejar de ver todo lo que no sea el propio destino. Magdalena habría podido conocer muchas ciudades, países, personas, inventos, libros, y pasar por varias de las encarnaciones accesibles a los seres humanos. Habría podido ser -pero era imposible explicárselo, ni mostrárselo con alguna varita mágica- como millones de mujeres iguales que ella y que sufrían igual que ella: todo habría sido inútil. Tampoco habría servido para nada el que pudiera intuir la desesperación de aquellos que, en el mismo instante en que ella se ocasionaba la muerte, luchaban todavía por una hora, un minuto de vida. Cuando los pensamientos cejaron por fin, y el cuerpo se halló frente a frente ante el último terror, era ya demasiado tarde.

Hay que comprender que había quedado en muy mala situación poco antes de que marchara el viejo párroco, cuando su prometido rompió con ella. Tras el descalabro de aquel amor, surgió en ella el frío convencimiento de que ya nada cambiaría, que sería así para siempre. Todo en su interior se agitaba y se rebelaba, no podía seguir así; ¿qué hacer con aquella certeza de que transcurrirían los días, los meses y los años y, de pronto, mirad, ya se ha vuelto vieja? Se despertaba al amanecer y se quedaba echada con los ojos abiertos; le parecía terrible tener que levantarse y proseguir con sus quehaceres diarios. Se sentaba en la cama y se cogía los pechos con las manos: igual que ella rechazados, tendrían que compartir con ella su soltería y marchitarse inútilmente. ¿Y qué más? ¿Ligar con chicos en los bailes para que la llevasen al granero o al prado, y luego se riesen de ella? Se sentía totalmente hundida cuando el padre Peikswa se hizo cargo de la parroquia.

El columpio se detuvo un instante, para luego volver a bajar a toda velocidad, hasta cortar la respiración. De pronto, el cielo y la tierra cambiaron, el mismo árbol que veía desde la ventana era distinto, las nubes no se parecían a las de antes, todas las criaturas se movían como si estuvieran llenas de oro puro y lo irradiaran. Nunca creyó que pudiera llegar hasta ese punto. Había recibido una recompensa por su sufrimiento y, aunque luego tuviera que sufrir durante toda la eternidad, valía la pena. Contribuía no poco a su felicidad la deliciosa sensación de la ambición saciada: a ella, la pobretona casi analfabeta, a ella, que no podía encontrar marido, la había elegido él, un sabio, a quien nadie podía igualar.

Y entonces -hay que comprenderlo- fue despojada de todo y condenada al desamor, esta vez para siempre. Peikswa, consciente del escándalo y obligado a elegir, la entregó como ama de llaves a un párroco de un pueblo lejano, tan lejano que ambos vieron claramente que la ruptura sería definitiva. En aquella casa junto al lago, en compañía de un viejo malhumorado, Magdalena no aguantó mucho tiempo: sólo el suficiente como para volver a caer en aquella negra noche que la había acompañado antes del período de felicidad. Se envenenó cuando el viento silbaba entre los juncos y la ola depositaba blancas salpicaduras de espuma sobre la arena, golpeando contra la quilla de las barcas amarradas a la pasarela.

El otro párroco no quiso darle sepultura. Prefirió ceder su carro, un par de caballos y un carretero, y quitarse el problema de encima.

El último viaje de Magdalena -antes de entrar en el país en el que la recibirían las damas de antaño- empezó a primera hora de la mañana. Despeinadas nubecillas correteaban en lo alto, los caballos iban al trote, en los prados los hombres afilaban sus guadañas y las piedras de afilar tintineaban contra el metal. Luego, se encaminó por un sendero arenoso entre enebros, a través de un bosquecillo de abetos, cada vez más arriba, hasta llegar a la encrucijada desde la que se ven tres superficies de agua unidas entre sí por brazos de vegetación, como un collar de piedras claras. Entonces, otra vez para abajo, a través de los bosques, y, allí, en una calle del pueblo, Magdalena contempló al mediodía las hojas del viejo arce hasta el momento en que las sombras empiezan a alargarse, cuando el calor ya no cansa a los caballos y se puede reemprender la marcha. En el dique, revestido de planchas redondeadas, las ruedas saltaban pese a que los caballos fueran al paso; resonaba el concierto nocturno de los tordos y se abría ya el cielo estrellado, palpitante por la rotación de las esferas y de los universos. Una paz inmensa, un espacio azul oscuro. ¿Quién mira desde allá? ¿Quién ve a aquel diminuto ser que ha sabido por sí solo detener el movimiento de su corazón, la circulación de su sangre y, por propia voluntad, se ha convertido en un objeto inmóvil? Junto a ella, el olor de los caballos, las perezosas llamadas del carretero hasta altas horas de la noche. Por la mañana, ya estaban cerca. Siguieron por montículos y robledales el descenso hacia el valle del Issa; ya aparece el río centelleante entre los mimbres, y el padre Peikswa va leyendo el breviario.

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