Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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La tierra arenosa rechinaba. Se acercaba el momento. La pala tropieza con algo duro; miran, acercan las linternas; no, es una piedra. Siguieron hasta encontrar las tablas; les quitan la tierra, las dejan a la vista para poder abrir la tapa. El vodka había sido de gran utilidad: producía aquella temperatura interior que permitía a aquellos seres, vivos, enfrentarse a los demás, que parecían entonces menos vivos, y más aún a los árboles, a las piedras, al silbido del viento, a los espectros de la noche.

Lo que encontraron confirmó todas las suposiciones. En primer lugar, el cuerpo no se había descompuesto en absoluto. Decían que estaba como si lo hubieran enterrado el día anterior. Era una prueba suficiente: solamente los cuerpos de los santos, o de los espectros, poseen semejantes propiedades. Segundo, Magdalena no yacía de espaldas sino boca abajo, lo cual también era una señal. Pero, incluso sin estas dos pruebas, estaban decididos a llevar a cabo lo convenido. Puesto que poseían las pruebas, todo resultó más fácil, pues ya no cabía duda alguna.

Dieron la vuelta al cuerpo dejándolo boca arriba, y el que llevaba la pala más afilada se abalanzó sobre Magdalena y le cortó la cabeza en seco. Traían un tronco de álamo afilado por un extremo. Lo apoyaron en su pecho y lo clavaron, golpeando con la parte del hacha opuesta al filo, de manera que atravesó el ataúd por debajo y quedó bien hundido en la tierra. A continuación, agarrando la cabeza por los cabellos, la colocaron a sus pies, volvieron a colocar la tapa y la recubrieron de tierra, ahora ya con alivio, incluso con risas, como suele ocurrir tras unos momentos de gran tensión.

Quizás Magdalena sintiera tal terror a la descomposición física, quizás se defendiera tan desesperadamente para no entrar en el tiempo nuevo, desconocido para ella, de la eternidad, que estaba dispuesta a pagar cualquier precio, incluso a convertirse en espectro, comprando con esta dura obligación, el derecho a conservar su cuerpo intacto. Quizás. Sus labios, podían jurarlo, seguían rojos. Cortando su cabeza y destrozando sus costillas, ponían fin a su orgullo carnal, a su pagano apego a los propios labios, manos y vientre. Atravesada como una mariposa por un alfiler, tocando su propia cabeza con los pies, que llevaban los zapatos que le había comprado Peikswa, debía considerar ahora que se diluiría en la savia de la tierra, como todos.

Los alborotos en la parroquia cesaron repentinamente, y, desde entonces, no volvieron a oírse historias sobre Magdalena. ¿Quién sabe si consideró más eficaz que cocinar en una cocina invisible, o dar golpes y silbar, prolongar su vida penetrando en los sueños de Tomas, quien jamás pudo olvidarla?

19

Aquel otoño en que Magdalena asustaba a la gente, los árboles frutales dieron una extraordinaria cosecha y, como no había dónde vender la fruta, la daban a los cerdos y guardaban para el uso diario y para conservas sólo las de mejor calidad. En la hierba se pudrían montones de manzanas y peras entre las que zumbaban avispas y enjambres de avispones. Uno de ellos picó a Tomás en el labio, y se le hinchó toda la cara: no era fácil verlos, pues se introducían en el interior de las peras por un agujerito estrecho y sólo después de sacudirla bien varias veces, el blando cuerpo listado se asomaba. Tomás ayudaba en la recolección subiendo a los árboles y le producía una gran satisfacción ver que los mayores no sabían trepar como él, incluso a ramas más delgadas, a la manera de un gato. Sin cesar iban madurando nuevas variedades de peras: bergamotas, verdinales, almizcleñas y otras muchas.

A finales del verano, Tomás descubrió la biblioteca. Hasta entonces, aquella habitación angular no le había interesado, con sus paredes barnizadas de aceite, y tan helada que, cuando afuera hacía mucho calor, allí se temblaba de frío. Consiguió las llaves de los armarios y cada día encontraba en ellos algo divertido. En uno de estos armarios, con vidrieras, dio con unos libros encuadernados en rojo, con adornos dorados en las tapas y muchos dibujos en el interior. No supo leer las inscripciones, pues estaban en francés; la niña que representaban los dibujos se llamaba Sophie y llevaba unos pantalones largos terminados en puntillas. En otro armario, empotrado en la pared, entre telarañas y rollos de papeles amarillentos, descubrió un tomo cuyo título era Tragedias de Shakespeare: pasó con él largos ratos sentado en el césped, junto al verde muro de arbustos que olía a musgo y a serpol. También frecuentaban aquel lugar unas grandes hormigas rojas, y más de una vez se estuvo frotando furiosamente una pantorrilla contra la otra, pues sus picaduras eran muy dolorosas. En el espacio que se abría entre las copas de los abetos, vibraba el aire; al otro lado del valle, diminutos carros arrastraban nubecillas de polvo. En el libro, hombres con armaduras, o trajes cortos (¿llevaban las piernas desnudas, o pantalones muy apretados?), cruzaban sus espadas, caían al suelo atravesados por un estilete; las páginas, con manchas de orín, olían a moho. Seguía las líneas del libro con el dedo, pero, a pesar de estar escritas en polaco, se desanimó y consideró que trataba de asuntos destinados a los adultos.

Más satisfacción encontraba en los libros de viajes. En ellos, veía a negros desnudos, que sostenían arcos, iban en canoas de junco, o, con una cuerda, tiraban de un hipopótamo igual al de su libro de ciencias naturales. Tenían el cuerpo listado, y Tomás se preguntaba si su piel era realmente rayada, o si tan sólo los habían pintado así. Más de una vez soñó que navegaba con aquellos negros por meandros siempre más inaccesibles, entre papiros más altos que un hombre, y que allí se construían una aldea a la que nunca llegaría un extraño. Leyó dos de estos libros, porque estaban escritos en polaco (en ellos, aprendió en realidad a leer, pues le cautivaban) y entonces comenzó para él una etapa total y sorprendentemente nueva.

Para construir sus arcos, escogía varas de avellano, pero de los que no crecen al sol, porque éstos generalmente salen torcidos. Se introducía entre los arbustos, en la sombra, donde no había hierba, sino enmarañadas raíces y matorrales entre los que correteaban los reyezuelos con su miedoso chic-chic-chic. Allí, el avellano se estira para alcanzar la luz, recto, sin ramas, y es el que va mejor.

También encontró para cobijarse una gruta oscura donde guardaba sus armas.

Salía a cazar armado con flechas a las que clavaba unas aletas de plumas de pavo para que volasen mejor; él mismo se inventaba la presa, podía ser, por ejemplo, una mata redonda de frambuesas. Se sentaba también en la pasarela desde donde, con una regadera, se sacaba agua del estanque; no del Negro, sino del otro, el que estaba entre un ala de la casa, el vergel y los edificios de la granja. Fingía ir en barca y disparaba contra los patos, lo cual le valió ser interrogado, pues habían encontrado un pato muerto; no confesó su culpa. A lo mejor el pato había muerto de otra cosa. Los indios pescan con arco y flecha, así que se dedicaba también a buscar peces en el río, en un lugar poco hondo (para no perder la flecha), pero se le escabullían siempre.

En los días lluviosos, sentado en el porche junto a una mesa fija en el suelo, dibujaba espadas, lanzas y aparejos de pesca. Y ahora detengámonos en un rasgo de su carácter. Cierto día, empezó a dibujar arcos, pero, de pronto, se detuvo y rompió el dibujo. Amaba sus arcos y, repentinamente, sin saber por qué, se le ocurrió pensar que no se debe representar lo que se ama, que hay que guardarlo como un secreto.

La abuela Misia lo llevó un día al desván y le mostró un baúl repleto de trastos viejos. Y, entre ellos, ¡libros de cuentos! Encontró uno que hablaba de un chico que se había subido de polizón a un barco y, escondido debajo de la cubierta, se alimentaba de bizcochos, rodeado por manadas de feroces ratas. Encontró agua en unos barriles: agua dulce. ¿Quería esto decir que contenía azúcar? Así se lo imaginaba Tomás y, por eso, comprendió mejor la alegría del chico cuando logró abrir un agujero en un barril.

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