Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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La abuela Dilbin andaba por casa vestida como si fuera a ir a la ciudad, incluso se ponía el broche de ámbar. Debajo de la falda, como descubrió Tomás cierta vez, llevaba varias enaguas de lana, y se apretaba la cintura con una especie de corpiño con ballenas. Sus ojos azul cielo parecían asustados, y, en sus labios, se esbozaba una mueca indefensa cuando la abuela Misia, siguiendo su costumbre, se levantaba las faldas junto a la estufa. También le molestaba lo que le parecía ser una burla de los sentimientos humanos, una manera de no tomarse nada en serio. Si, por ejemplo, ella hablaba de alguien que estaba enamorada de una joven, la abuela Misia se frotaba el trasero contra la placa de la estufa y preguntaba, alargando las sílabas al estilo lituano: «¿Y por qué, señora mía, está enamorado?». Siempre el mismo: «¿Y por qué?», como si fuera insuficiente el hecho de que la gente ama, desea y sufre. Se encogía de hombros enfadada, hablaba de sus «costumbres paganas»: pero Tomás no se ponía de parte de la abuela Dilbin, porque adivinaba que era débil, a pesar de toda su bondad. Ella se lamentaba de que Tomás creciera a su aire, mal cuidado, como un animalito salvaje. Pero, con estas opiniones lo malcriaba, ya que hasta entonces le había parecido natural coserse los botones, con el hilo y la aguja de Antonina; en cambio, ahora pedía ayuda para cualquier cosa, porque ya tenía a alguien que se ocupaba de él y estaba a su servicio.

Las espaldas redondeadas de la abuela Dilbin y las venitas de sus sienes, ocultaban una evidente fragilidad. Descubrió que por muy temprano que entrara en su habitación, a las seis o a las cinco, siempre estaba sentada en su cama rezando en voz alta, casi gritando, con la mirada perdida, los ojos llorosos y dos húmedos chorritos surcando sus mejillas. La abuela Misia dormía en invierno hasta las diez, y, una vez despierta, permanecía aún largo rato desperezándose como un gato. De noche, en la habitación de la abuela Dilbin, se oían pasos hasta muy tarde. Paseaba fumando cigarrillos. Las pisadas monótonas que resonaban en la casa adormecían a Tomás. Durante el día, para pasear por el jardín, la abuela nunca salía sola; él tenía que acompañarla, porque padecía vértigos: se detenía en medio del sendero, con los brazos estirados y gritaba que estaba a punto de caerse, que la sostuviera. Cuando, una vez, salieron a dar un paseo en el carruaje tirado por caballos, en el punto donde el camino pasaba junto a un precipicio, cerró los ojos y, momentos después, preguntó si ya se habían alejado del peligro.

Tomás sentía la tentación de darle disgustos y ponerla a prueba. Durante el paseo, cuando lo llamaba para pedirle que la cogiera del brazo, no contestaba en seguida, se escondía detrás del tronco de un árbol y en general se las arreglaba para poder arrancarle a aquella bolita sonrosada alguna queja temerosa: «¡ Ay de mí!».

21

La hija del conde von Mohl se casó con el doctor Ritter: tuvieron seis hijas, y la más pequeña, Bronislawa, pasó a ser con el tiempo la abuela Dilbin. De aquella época de calor, amor y felicidad, anterior a su decimoctavo cumpleaños, guardaba en su cofre cuadernos escritos con letra menuda. Entonces, escribía versos. Unas cuantas flores secas perduraron más que los seres a quienes había querido.

Konstanty tocaba muy bien el piano, cantaba con voz de barítono, y, en todas las fiestas juveniles de Riga, recitaba con gran éxito poesías patrióticas. Pero a los padres no les gustaba, era demasiado joven, demasiado irreflexivo y, además, no tenía un céntimo. Poco después de romper con él, apareció un nuevo pretendiente, y Broncia conoció las primeras noches de llanto en soledad y del terror que se experimenta cuando se sabe que todo nuestro destino está en juego. Arturo Dilbin, entonces ya no muy joven, a decir verdad más bien maduro, era considerado un hombre reposado y, además, le rodeaba el nimbo del martirio. Sus propiedades le fueron confiscadas por su participación en el levantamiento, pero tenía la vida asegurada como administrador de las propiedades de unos parientes suyos. Lo aceptaron, y Broncia abandonó la ciudad de su juventud para instalarse en una lejana campiña, entre problemas con la servidumbre y cuentas domésticas, en las silenciosas veladas, bajo la pantalla de una lámpara detrás de la que Arturo fumaba su pipa.

He aquí su retrato: la frente despejada, la cara enjuta, una mirada llena de violencia y orgullo, las mejillas hundidas y enormes bigotes de color rubio claro. Ancho de espaldas, seco, a menudo introducía la mano delgada tras un cinto de piel sostenido con hebilla. Mantenía una jauría de perros y dedicaba a la caza sus horas de ocio. Le entusiasmaban las carreras de carruajes, esa prueba de fuerza entre el conductor y los caballos, en la que las tensas riendas arrancan la piel de las manos. Era un marido afectuoso, aunque, a espaldas de su mujer, procuraba ayudar a las madres de los hijos naturales que tenía esparcidos por la región. Estos hijos provenían casi todos de sus tiempos de soltero. Era del dominio público que Arturo Dilbin, siendo joven aún, impidió que cierta familia aristocrática se extinguiera, haciendo frecuentes visitas a la condesa, cuyo marido estaba completamente idiotizado. Todas esas habladurías no le afectaban en lo más mínimo. Al contrario, se alisaba con orgullo el bigote y, cuando se encontraba por casualidad con el joven conde, le miraba de reojo, satisfecho, porque se había convertido en todo un hombre de bien.

Resignación y deber. Luego, llegaron los hijos, y sobre ellos vertió Bronislawa todo su amor. Cuando el hijo mayor, Teodoro, cumplió siete años, lo llevó a Majorenhof, al mar, pero no volvió a encontrarse allí tan bien como antes. El segundo hijo nació el mismo año en que murió Arturo, que se había resfriado durante una cacería. Lo bautizó con el nombre de Konstanty.

Por más que se rastree en la historia de los Dilbin, los Ritter y los Mohl, no se encuentra ni un solo rasgo de parecido familiar con Konstanty. Tenía los ojos negros, el pelo como la pez, que le bajaba hasta media frente, el color de cara oliváceo, como un meridional, y la nariz aguileña. Era delgado y nervioso. En su infancia, se metió a todo el mundo en el bolsillo porque tenía un corazón de oro; bastaba que alguien le pidiera algo para que ya estuviera dispuesto a dárselo todo, a quitarse incluso el abrigo o la chaqueta. También dicen que estaba muy bien dotado, que era poco menos que un genio. Pero, cuando Bronislawa se trasladó a Vilna para dar instrucción a sus hijos (cosa que no le fue nada fácil, pues contaba tan sólo con sus menguadas posibilidades), Konstanty no quiso estudiar. El más mínimo esfuerzo le cansaba. La madre le suplicaba, caía de rodillas ante él, prometía regalos, le amenazaba. Él sabía que ella no era capaz de llevar a cabo ninguna de sus amenazas y que, si quería algún regalo, su madre jamás se lo negaría. Pronto empezó a frecuentar malas compañías, jugadores de cartas y gente disoluta. Bebía, contraía deudas, frecuentaba a prostitutas. Por fin le expulsaron del instituto, en cuarto curso, y allí terminó su formación.

Mientras tanto, el mayor, Teodoro, estudiaba veterinaria en Dorpat y, una vez obtenido su diploma, mantuvo a la madre y al hermano. Parecido a su padre de cara y complexión, era no obstante más suave, más dado a sueños románticos. Se sentía aplastado por la responsabilidad y por su propia honestidad, cuando lo que realmente deseaba era viajar y vivir aventuras (todos los Dilbin habían sido un poco aventureros, y uno de ellos había servido en el ejército de Napoleón, tomando parte en las campañas italiana y española). Se casó con Tecla Surkont, a quien conoció durante unas vacaciones en casa de unos primos, no lejos de Ginie. Sería el padre de Tomás. Cuando estalló la guerra, sintió una satisfacción mal disimulada, pues era el presagio de nuevos cambios: era la «guerra de las naciones», anunciada desde hacía un siglo y que habría de destruir el poderío del Tirano del Norte.

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