Las lágrimas que Bronislawa Dilbin tragaba primero a escondidas, se abrían siempre con mayor osadía camino por sus mejillas. Pedía a Dios que se apiadara de Konstanty y que le perdonara a ella sus pecados si, por su culpa, había castigado al chico. Sus ruegos aún se elevaban en el espacio, en las primeras horas de la madrugada, cuando se supo que Konstanty había falsificado la firma de su hermano en unos talones bancarios y, más tarde, reclutado por el ejército ruso, fue inscrito en la escuela de suboficiales para ser en seguida despachado al frente. Cuando, más tarde, pasó a primera línea de fuego, ella vivió en el perpetuo temor por su suerte, no así por la de Teodoro, quien, como profesional, servía en retaguardia. Por fin, llegó la noticia de que, tras caer herido, lo habían hecho prisionero. Desde entonces, todo fueron paquetes de cartón, cosidos en tela, con destino a la Cruz Roja. Los recibía sin duda en algún lugar desconocido de Alemania. Bronislawa contaba los días entre paquete y paquete, confeccionaba saquitos para el azúcar y el cacao, hacía mil combinaciones para poder llenar al máximo la caja. Por fin, llegó el año 1918 y una carta de Konstanty en la que le contaba que, de la herida producida por un obús, no le quedaba más que una cicatriz en el pecho, que había intentado huir por un túnel del campo de prisioneros, pero que lo habían cogido, y que, finalmente, se encontraba en libertad y se alistaría en la caballería polaca.
Allí, lejos, seguía la guerra entre Polonia y Rusia, y habían matado al zar. Teodoro y su mujer visitaron a la abuela en Dorpat, en su viaje desde Pskow hacia el sur, cumpliendo sus deberes patrióticos. Entretanto, ella desgranaba las cuentas del rosario imaginando las marchas nocturnas. Veía a Konstanty, encorvado en su caballo, en una tormenta de nieve y lluvia, las cargas con los sables en alto, y su pecho, ya una vez destrozado, expuesto de nuevo a las balas. La obsesionaban los rostros de los muertos: los alemanes, al ocupar Dorpat, fusilaron a los comisarios bolcheviques y esparcieron los cuerpos por la plaza, prohibiendo que fueran enterrados. Yacían en tierra, cubiertos de hielo, vidriosos.
Imploraba a Dios por la vida de Konstanty. Pero, a esas horas de la madrugada, se sentía presa de otra clase de temor, el miedo al tiempo, a la mezcla del pasado y del futuro, y a todas las mentiras de Konstanty: su forma de acercarse sigiloso al cajón de Teodoro para sacar, a escondidas, un billete de banco, y el escalofrío que la recorría cuando tenía que decirle que lo había visto. Konstanty primero palidecía y luego se sonrojaba; a ella le daba pena, pero, acto seguido, llegaba aquel momento: él sacudía la cabeza y se defendía con desfachatez. Konstanty creía a pie juntillas en sus propias mentiras, y esto era lo más doloroso. Tenía una extraña incapacidad para vivir la vida tal como era en realidad; la adornaba con sus fantásticos proyectos, siempre seguro de que había encontrado un nuevo medio para hacer fortuna, que justificaba momentáneamente ciertas irregularidades. Ella sabía que era incapaz de cambiar. La plegaria con la que imploraba su retorno, no era del todo pura. Llevaba continuamente en el recuerdo todo lo que había tenido que hacer por culpa de su debilidad, de su total incapacidad para terminar lo que empezaba, su falta de preparación en todo. Se le aparecían antros y garitos de alguna gran ciudad, los hombres jugando a las cartas, con las prostitutas apoyadas en sus hombros: y, en medio de todo aquello, él, su pequeño Kostus. La plegaria no era pura, y ella se sentía culpable, tratando de ahuyentar el dolor con ese movimiento. Eran las «Torres de marfil», «Arca de la alianza», que Tomás oía del otro lado de la puerta.
Sus pecados… Nadie nunca los conocerá. Quizás sólo ella, penetrando en sí misma, en la circulación de su sangre, en su propio yo corpóreo que la palabra es incapaz de transmitir a los demás, hallaba, en lo más hondo de su ser, la culpa de su propia existencia y la del nacimiento de sus hijos. Pero no son más que suposiciones. Tomás había probablemente heredado de ella la conciencia escrupulosa y la tendencia a hacerse continuos reproches por todo. Cuando la hacía rabiar, se vengaba, como si de sí mismo se tratara, de la vergüenza que despertaba en él su queja: «¡Ay de mí!».
Se avecinaba la primavera. El hielo del estanque aparecía más húmedo y se borraban las huellas de las botas de Tomás: patinaba, o se divertía simplemente, golpeando en la losa verde en la que, inaccesibles, habían quedado atrapados insectos y hojas de plantas lacustres. La nieve parecía cansada: a mediodía, caían del tejado gotas que labraban hileras de pequeños agujeros a lo largo de los muros de la casa. Al anochecer, la luz clara y rosácea sobre los blancos lomos de la tierra se espesaba y se volvía de color amarillo y carmín. Las huellas de los animales y de las personas quedaban oscurecidas por la humedad acumulada en ellas.
Tomás se pasaba las horas dibujando, estimulado por las revistas ilustradas alemanas que había traído consigo la abuela Dilbin. Vio en ellas cañones, tanques y el avión «Taube», que le gustó mucho. En dos ocasiones, un avión había sobrevolado Ginie, pero a mucha altura; la gente se agrupaba y señalaba con el dedo el cielo, de donde les llegaba el zumbido. Pero, ahora, Tomás pudo comprobar cómo era en realidad un avión. En sus dibujos, los soldados corrían al ataque (no es difícil dibujar el movimiento de las piernas, basta con doblar los palitos a partir de la rodilla), se caían, del cañón de su fusil salían manojos de líneas rectas y las balas seguían su curso: hileras de líneas interrumpidas. Sobre todo ello, volaba el «Taube».
Antes de contar un hecho que, desde luego, estaba relacionado con las escenas que inventaba Tomás en el papel, hay que describir la distribución de las habitaciones en aquella zona de la casa. En invierno, sólo se usaban aquéllas cuyas ventanas se abrían al vergel, es decir, al interior del ángulo formado por la antigua mansión y las nuevas dependencias. Primero estaba la sala, donde se tejía (allí trabajaba Pakienas); luego, nada, un lugar para almacenar lana y semillas; a continuación, la habitación de la abuela Dilbin, a la que seguía otra, en la que dormía Tomás. Luego venían ya las habitaciones de los abuelos. Primero, la de la abuela Misia y, en la misma esquina, la del abuelo.
Aquella mañana, Tomás se había despertado temprano, porque sentía como si tuviera frío, daba vueltas, trataba de acurrucarse en un rinconcito, pero todo era inútil, un soplo de aire helado caía sobre él. Se volvió de espaldas a la ventana, estiró su edredón hasta el cuello y se quedó mirando la pared iluminada por el sol. En el suelo, sobre un gran recuadro de tela, habían extendido harina a secar. Al pasar la vista por ella, algo llamó de pronto su atención: algo que brillaba, como si fueran cristalitos de hielo o sal. Se levantó y, puesto en cuclillas, tocó con el dedo: eran fragmentos de vidrio. Entonces, sorprendido, miró hacia atrás. En el cristal de la ventana, había un agujero del tamaño de una mano grande, y, a su alrededor, las fisuras formaban como una estrella. Fue corriendo a la habitación de la abuela Misia para decirle que, durante la noche, alguien, desde el vergel, le había lanzado una piedra.
Pero no había sido una piedra. Estuvieron mucho rato buscando hasta que el abuelo descubrió, debajo de la cama de Tomás, en un rincón, un objeto negro y ordenó que nadie lo tocara. Enviaron a buscar a alguien del pueblo que hubiera servido en el ejército. El objeto negro, luego Tomás pudo observarlo mejor, se parecía a un huevo más bien grande y muy pesado. En el centro, le rodeaba como un cuello dentado. Afuera, debajo de la ventana, encontraron huellas de zapatos y un mechero. También recordaron todos que aquella noche los perros habían ladrado más que de costumbre.
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