La granada no había explotado, pero habría podido hacerlo; entonces, seguramente, habrían colocado a Tomás bajo los robles, no lejos de Magdalena. El mundo seguiría existiendo, las golondrinas, las cigüeñas y los estorninos volverían, como cada año, de sus lejanos viajes, y las avispas y los abejorros seguirían absorbiendo el dulzor de las peras. No nos incumbe juzgar por qué no explotó. Golpeó contra la pared, rebotó y fue rodando hasta debajo de la cama de Tomás: en su interior maduraba la decisión, en la frontera misma entre el sí y el no.
El abuelo Surkont se disgustó mucho. Cuando le contaban casos de ataques a casas señoriales (muy cerca, por el lado de levante tenían un buen ejemplo de ello), carraspeaba suavemente y convertía la amenaza en broma. Ni siquiera tomó especiales medidas de precaución cuando, por los bosques, merodeaban bandas de fugitivos rusos, que vivían del pillaje. ¿Y quiénes, entre los que habitaban la región, podían tener interés en atacarle? ¿No lo conocían todos desde niño, o es que había hecho daño a alguien? ¿A lo mejor, involuntariamente? En cuanto al odio que existía entre polacos y lituanos, trataba de convencer a los polacos que los lituanos tenían todo el derecho a poseer su propia nación, y que ellos, los que hablaban en polaco, eran, igual que él mismo, gente litbuani. Pero alguien había arrojado una granada. ¿Quién y contra quién? Contaban las ventanas: una, en la habitación del abuelo, dos en la de la abuela Misia, dos en la de Tomás. Si lo hubiera hecho alguien que conociera bien la casa, no hubiera apuntado contra el niño, parecía evidente. De modo que se trataba de alguien de afuera, o bien de alguien mal orientado y que se había equivocado.
A la abuela Misia no le preocupó en absoluto el hecho de que pudiera ser odiada hasta aquel punto. Vertió sobre el abuelo su dosis habitual de reproches acerca de sus simpatías por los lituanos y campesinos, señalándole que esto era lo que merecía a cambio. Tampoco pareció preocuparla mucho su propia seguridad; aunque, a decir verdad, no era fácil buscar alguna protección mejor: las contraventanas de madera se cerraban por fuera, y únicamente colocaron un candado en las de la abuela Dilbin, que estaba realmente asustada. Después de aquella milagrosa salvación, malcriaba aún más a Tomás y, de lo más hondo de su cofre, que escondía tesoros siempre inexplorados, extrajo una cajita alargada que contenía pinturas auténticas y un pincel. La primera obra de Tomás fue un pinzón: pues el pinzón (siempre los veía picoteando semillas en los arbustos alrededor de la casa) es una gran mancha roja, a la que se añade color azul mezclado con un poco de gris y un poco de negro. El pinzón y el pico picapinos, que tiene la cabeza roja y golpea en lo alto de los árboles desprendiendo de las ramas blancos copos de nieve, constituyen la mayor sorpresa del invierno.
La aventura de la granada de mano no entraba en el círculo de fantasías viajeras y guerreras de Tomás. No eran sus soldados y piratas, sino la fuerza encubierta y la oscuridad de la noche, aunque las huellas en la nieve le incitaban a imaginar botas altas, guerreras ceñidas por un cinturón y deliberaciones en voz baja. Se volvió desconfiado y sentía miedo cuando se encontraba con alguno de aquellos muchachos cuyo porte, adquirido en el ejército, ya de por sí infundía temor. A decir verdad, en verano, siempre que se acercaba al Issa avanzaba con la prudencia de un indio, porque ellos se instalaban en la espesura, de la que llegaban silbidos y carcajadas. Disparaban sus carabinas, y las balas se deslizaban por la superficie del agua como piedras planas. Tenían mala fama en el pueblo y se apartaban de todos. Akulonis les amenazaba con el puño y les insultaba porque le ahuyentaban los peces, y, una vez, llegaron hasta aturdirlos a golpes de granada, lo cual provocó la indignación general: esta manera de pescar no sólo es demasiado fácil, sino indecorosa.
Como medida de seguridad, adoptaron en realidad sólo una. Colocaron una cama en la sala de tejer, y Pakienas pasó a dormir allí, lo cual no constituía una protección especialmente eficaz. Se decía de él que era terriblemente miedoso, fama que quizás aún le venía de los alaridos que profirió hasta encontrar a alguien en su huida del espíritu del mayoral. Además, el aspecto externo de la persona suele apoyar ese tipo de juicios, y en su caso, eran sus ojos saltones, que se movían como los de un cangrejo. Además de un bastón con nudos, Pakienas tenía un viejo revólver, pero sin balas.
José el Negro subía trabajosamente por la carretera que sale del pueblo. Se hundía hasta el tobillo en la nieve mezclada con estiércol de caballo; unos riachuelos bajaban por los carriles alisados por las barras de los trineos. Se desabrochó su chaqueta blancuzca de grueso paño. Alzó un momento la gorra al pasar ante la cruz y entornó los párpados porque la luz lo cegaba. Allí estaban la blanca colina y, en la cima, la orilla del parque y la blancura de la pared de los graneros. En el valle, por encima de un bosquecillo, en un recodo del Issa, volaban las cornejas con un graznido que anunciaba la primavera.
Pasó de largo por la alameda y, bordeando el huerto, se dirigió hacia la kumietynia. Antiguamente, en las chozas que bordeaban la carretera por ambos lados, vivían los kumiecie, o sea los peones que trabajaban para el señor. Ahora quedaban sólo unos pocos, y las demás chozas estaban ocupadas por toda clase de gentes, generalmente unos infelices que buscaban trabajo aquí y allá. José contestó cortésmente a todos los saludos, pero llevaba demasiada prisa para detenerse a hablar. Al final de la kumietynia, junto a la cruz con su tejadillo metálico, torció hacia la derecha, hacia el pueblo de Pogiry y la oscura franja del bosque.
Pogiry es un pueblo alargado, cuya calle mayor se extiende a lo largo de más de una venta, a la que cruza otra calle perpendicular a aquélla. Es una aldea bastante rica, no hay en ella casas con techos de paja, ni chozas sin chimenea. Los huertos son casi tan buenos como en Ginie. Crían también muchas abejas que producen una oscura miel de alforfón, trébol y flores de los prados silvestres. José se detuvo frente a la tercera casa después del caserón de Baluodis, el americano, pintado de verde, y miró al patio, por encima de un seto de tablas afiladas. Vio allí a un hombre ya mayor, vestido con un caftán de lana (las ovejas en Pogiry son generalmente marrones y negras) que estaba descortezando un tronco. José empujó la portezuela y, después de estrecharle la mano, observó que se trataba de un abeto más que regular. El viejo asintió y añadió que le sería muy útil, ya que se tenía que apuntalar el granero. Seguro que el abeto había llegado hasta allí gracias a Baltazar, pero esto no era asunto de José.
El joven Wackonis apareció de pronto desde algún rincón, medio dormido. Se pasó los dedos por el pelo para quitarse las briznas de paja y el plumón y, mientras presentaba sus respetos a José, un poco avergonzado, le observaba con una mirada algo insegura. Vestía pantalones de color azul oscuro y una blusa militar. Su ancho rostro se ensombreció cuando José le dijo que venía para hablarle.
José dejó la jarra de estaño, se secó los bigotes con el revés de la mano y se lo quedó mirando sin decir palabra. Finalmente, apoyó los codos en la mesa y dijo:
– Lo sé todo.
El otro, sentado en un rincón del banco, parpadeó varias veces, pero en seguida bajó los párpados con expresión soñolienta. Se encogió de hombros.
– Aquí no hay nada que saber.
– Quizás lo haya, o quizás no lo haya. He venido a verte, porque eres un estúpido. ¿Quién te enseñó a escribir? ¿Ya no te acuerdas?
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