Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Se oía tan sólo el ruido de los juncos movidos por el aire; la lengua colorada y húmeda del perro colgaba del hocico abierto. Lo cerró de golpe con un ruido seco: había atrapado una mosca. Domcio apuntaba a su brillante pelaje.

Ya. Durante una fracción de segundo, el perro quedó como atónito. Y, en seguida, se lanzó hacia delante, con un ladrido ronco, tensando la cuerda. Enfadado por esta actitud hostil, Domcio disparó la segunda bala. El perro cayó, se levantó y, de pronto, comprendió. Con el pelo erizado empezó a retroceder ante la visión aterradora. Recibió otros balazos, pero espaciados, para que no muriese demasiado aprisa; y después de cada disparo, el espectáculo variaba, hasta que el perro no pudo más que arrastrarse por el suelo con la parte trasera, entre gemidos y convulsivos movimientos de patas, caído ya sobre un costado.

De vuelta a su cabaña, junto al fuego, Domcio reflexionó sobre temas teológicos, basados en el recuerdo de aquellos instantes. Si él estaba tan por encima del perro, hasta el punto de poder disponer de su destino a su antojo, ¿acaso Dios no hacía lo mismo con los seres humanos?

Sentía rencor contra Dios. Sobre todo por su insensibilidad ante sus más sinceras súplicas de ayuda. En cierta ocasión, en vigilias de Navidad, les faltó en casa incluso el pan, y su madre lloraba y rezaba arrodillada ante una imagen santa: él pidió un milagro. Subió al desván, se arrodilló y, después de persignarse, dijo con sus propias palabras: «Es imposible que no veas la tristeza de mi madre. Haz un milagro y me entregaré a Ti; mátame en seguida; después, permíteme tan sólo ver el milagro». Saltó de la escalera, seguro de que sería escuchado, se sentó tranquilo en el banco y esperó. Pero Dios se mostró totalmente indiferente, y madre e hijo se fueron a dormir hambrientos.

Además, Dios, que tiene en su mano el rayo, un arma aún mucho más eficaz que el fusil, está claramente de parte de los mentirosos. En domingo, éstos se visten de fiesta, sus mujeres se engalanan con corpiños de terciopelo verde y bajo la barbilla se atan pañuelos de colores recién sacados de los baúles. Cantan a coro, levantan los ojos en alto y juntan las manos. ¡Pero, en cuanto vuelven a casa, tienen de todo! Aunque uno reviente junto a su puerta, no son capaces de dar nada, mientras ellos se hartan de buñuelos y nata. Saben pegarte, no sin antes encerrarte en el granero para que nadie lo oiga. Se odian los unos a los otros y se dedican a hablar mal de todos. Son malos y tontos, y sólo una vez a la semana hacen ver que son buenos. ¿Y cuál es el premio de semejante conducta? Dios dispuso que el más rico del pueblo fuera el que se acuesta con su propia hija; Domcio una vez les espió: por la rendija, vio una rodilla desnuda y oyó los jadeos del viejo y los quejidos amorosos de la joven.

El cura enseña que hay que ser pacífico. Pero la realidad es que todos los animales persiguen y matan a otros animales, y todos los hombres oprimen a otros hombres. Cuando era pequeño, a Domcio lo zarandearon todos. Empezaron a respetarle tan sólo cuando se hizo mayor y fuerte, y pudo hacer sangrar bocas y narices. Dios cuida de que los fuertes estén bien y los débiles, mal.

¡Si pudiera volar hasta los cielos y tirarle de la barba!

Los hombres han inventado ya máquinas que vuelan, y seguro que inventarán otras aún mejores. Mientras tanto Domcio se perdía en aquel laberinto de preguntas. ¿A quiénes se llevan los demonios al infierno? A lo mejor, Dios simula que nada le importa y astutamente vuelve la cabeza, como el gato, que suelta al ratón para volver a cazarlo en seguida. De no ser por el miedo al infierno, se podría vivir de otro modo muy distinto, tú a lo tuyo y, al que se interponga en tu camino, un disparo.

Sentado en cuclillas, escuchando con indulgencia las explicaciones de Tomás, trataba de encontrar una salida entre aquellos intrincados caminos. De pronto, le deslumbró una nueva idea: ¿no serán los curas unos cuentistas? ¿No se habrá Dios despreocupado del mundo? ¿Y si fuera mentira que Dios lo ve todo, simplemente porque no le apetece hacerlo? Desde luego, el infierno existe en algún lugar, pero éste es un asunto entre hombres y demonios, y éstos -al igual que la transparente bruja Laurae, que puede cambiar de figura a su antojo- suelen atrapar a los incautos que quieren tener tratos con ellos. ¿Y si Dios no existiera y el cielo no estuviera habitado? ¿Cómo podría comprobarlo?

La mente de Domcio, como hemos tenido ocasión de observar, sabía apreciar el valor de un experimento. Y, lentamente, llegó a la siguiente conclusión: si el hombre es para el perro lo que Dios para el hombre, cuando el perro muerde a un hombre, éste agarra un palo, al igual que Dios, mordido por el hombre, se enfada y castiga. El truco está en saber encontrar algo tan insultante para Dios que se vea obligado a servirse de sus rayos. Si entonces no ocurriera absolutamente nada, quedaría por fin demostrado que no vale la pena preocuparse por Él.

26

Una lezna de zapatero muy afilada. Domcio la llevaba en el bolsillo y probaba su filo con el dedo. Aquel domingo, el sol amaneció entre nieblas que luego se asentaron al ras del suelo y, en el aire, volteaban tenues hilillos propios del veranillo de San Martín. Cerca de una de las escarpas del Issa, había una gran piedra cubierta de líquenes secos. Era plana por encima, como un altar. Los ministros de Domcio -con zapatos y camisas limpias, porque antes habían ido a misa- se sentaron frente a la roca, fumando cigarrillos y haciéndose los duros. No era descabellado imaginar que, a su alrededor, se unieran a ellos seres invisibles, que se relamían y abrían los ojos de par en par para no perderse el espectáculo.

Entretanto, Domcio permanecía de pie junto al Issa, echando piedrecitas al agua, pensativo. Aún estaba a tiempo de volverse atrás. ¿Y si todo aquello fuera cierto? De ser así, lo partiría un rayo allí mismo. Levantó la cabeza: el cielo sin nubes, el sol muy alto, era mediodía. ¡Si pudiera al menos ver un rayo en el cielo azul! Pero no, y, para entonces, ya sería demasiado tarde. Las menudas olas, que se perseguían en círculos cada vez más amplios, balanceaban las hojas que arrastraban en la superficie; una de ellas se dobló, y el agua recubrió su verde doblez. ¿Qué? ¿Acaso tenía miedo? Arrojó la piedra a un punto lejano en la sombra de la otra orilla, apretó los puños en los bolsillos y buscó la lezna con los dedos.

Se acercó a la roca. Entonces, ellos, sus súbditos, comenzaron a retroceder. Se retiraban aprisa, alejándose siempre más, mientras él los seguía con una mirada cargada de desprecio. Sacó del bolsillo un pañuelo azul arrugado, lo desplegó con cuidado y alisó los bordes sobre la rugosa superficie de la roca.

Después de misa, Tomás procuró verle en seguida, pero le perdió de vista. Alguien lo había visto dirigirse a los pastos, y Tomás se encaminó tras sus huellas. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! A Domcio le enfureció el hecho de que le siguiera de aquel modo, pero le irritó aún más el que Tomás se presentara precisamente cuando todo había madurado hasta el punto de máxima tensión, cuando la arruga vertical entre sus cejas indicaba la voluntad de persistir en su osadía. ¿Por qué preocuparse por algo que no fuera exclusivamente aquello que estaba a punto de realizar? ¿Y no es precisamente en esos momentos cuando se suele poner las cartas boca arriba, o sea, en este caso, mostrar que la aparente simpatía hacia alguien no era sino la penosa necesidad de soportar su compañía? Domcio le pegó un tremendo grito a Tomás, quien no entendía nada, aunque ya había captado lo inapropiado, lo absurdamente ridículo de su presencia allí, reflejados en las caras de los chicos que le miraban. A una orden de Domcio, sus ministros se abalanzaron sobre Tomás, lo tiraron al suelo y se arrojaron sobre él. Trató de librarse, pero sus manos, que apestaban a tabaco, lo mantenían paralizado en el suelo. Fue tan sólo capaz de alzar un poco la barbilla. Le impusieron silencio.

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