– Usted.
– Eso es. ¿Acaso lo hice para que fueras a arrojar granadas contra la gente?
Wackonis alzó los párpados. Su rostro tenía ahora una expresión adulta y seria.
– ¿Y, si fuera yo, qué? No fue contra la gente, fue contra los señores.
José dejó sobre la mesa su tabaquera de abedul y se puso a liar un cigarrillo. Lo introdujo en una boquilla, lo encendió y aspiró el humo.
– ¿Viste alguna vez que yo estuviera de parte de los señores?
– No lo vi, pero lo veo ahora.
– Tu padre no te lo dirá, pero te lo digo yo. Tú escucha a los más listos y no a los que son como tú. No tenéis nada dentro de la cabeza.
Wackonis cruzó los brazos sobre el pecho, le temblaban los músculos de la mandíbula.
– Los señores nos han chupado la sangre y no los necesitamos para nada. Matas a uno, a otro y acabarán marchándose a su Polonia. La tierra será nuestra.
José movía la cabeza con aire burlón.
– ¡No necesitamos a los señores en Lituania, la tierra es nuestra! ¿A quién se lo has oído decir? A mí. Y ahora tú quieres darme lecciones. ¿Quieres matar e incendiar como los rusos?
– Ellos ya no tienen zar.
– Si no lo tienen, lo tendrán. Tú eres un lituano. El lituano no es un bandido. A los señores les quitaremos las tierras de todos modos.
– ¿Quién se las quitará?
– Lituania se las quitará. Todos los eslavos, tanto los polacos como los rusos, no son más que basura. He trabajado en Suecia, y nosotros debemos vivir como ellos.
Wackonis escuchaba con las cejas fruncidas, mirando hacia la ventana.
– Todo polaco es un enemigo.
– Los Surkont son lituanos desde hace siglos.
El otro se rió.
– ¿Qué clase de lituano, si es un señor?
José acercó el jarro y se echó cerveza. Preguntó:
– ¿Ibas tú contra él?
El chico hizo una mueca de indiferencia.
– Nnno, me daba igual.
José volvió a mover la cabeza.
– ¡Muy bonito! Puedes dar gracias a Dios de que la granada no haya explotado. ¿Te han dicho a quién hubiera matado?
– No me lo han dicho.
– Al pequeño Tomás. La encontraron debajo de su cama.
– ¿Al Dilbin?
– Sí.
Callaban los dos. Sin apartar los labios de la jarra, Wackonis masculló:
– Todos sabemos dónde está su padre. De tal palo, tal astilla.
– Estúpido. ¿Hubieras ido al entierro?
– ¡Qué iba a ir!
El labio de José se arqueó, descubriendo los dientes. Se ruborizó.
– Tú, Wackonis, escúchame bien. Sé también quién te empujó a hacerlo y quién estuvo contigo aquella noche. Tus «Lobos de Hierro» no me dan miedo. Lucháis contra mujeres y niños.
Wackonis se levantó de un brinco.
– ¡A usted no le importa si alguien me empujó o no me empujó!
José se echó para atrás en el banco y, mirándolo de arriba abajo, le espetó con desprecio:
– ¿Qué te pasa? ¿No serás polaco?
El hielo se agrietaba sobre el Issa produciendo un estruendo parecido al disparo de un cañón. Luego bajaban los témpanos arrastrando paja, maderos, haces de leña, gallinas muertas, y las cornejas se paseaban encima de ellos, a pasitos menudos. La perra Murza había parido, en la granja, varios cachorros, pero no pudo mantener oculta por mucho tiempo su carnada, porque los cachorrillos empezaron pronto a chillar. Tomás acercaba a su mejilla los cálidos cuerpecillos y observaba sus ojos cubiertos aún por una nubecilla azulada. Murza, pelirroja, mitad lobo, mitad zorro, con el hocico oscuro y manchado, aceptaba con indulgencia su visita, jadeando con la lengua fuera.
Pakienas colocó los cachorros en un cesto, y a Murza la encerraron en la leñera junto al cachorro más grande y más fuerte, el único que le dejaron. Tomás corrió detrás de Pakienas y lo alcanzó junto a la escarpa sobre el río, allí donde se abrían las terreras de arcilla amarilla, con agujeros excavados por las golondrinas zapadoras. Los hielos ya habían bajado, y, sobre la cóncava superficie, giraban los embudos de los remolinos.
Pakienas tomó impulso y lanzó al cachorro. Un chapoteo, nada, la corriente rompió y empujó el círculo, y la cabeza del perrito apareció más abajo: movía las patitas, desapareció y se le volvió a ver aún en el recodo del río. Ahora, Pakienas los sacaba del cesto de dos en dos y, mientras lanzaba a uno, el otro lo mantenía apretado contra el pecho. El último se hundió tan sólo un segundo, luchó valientemente hasta que la corriente lo empujó hacia el centro: Tomás lo acompañó con la mirada.
Del calor, de entre las cosas que aún no eran capaces de distinguir, caían al agua helada: no sabían siquiera que existiera agua en algún lugar. Tomás volvió pensativo. En su curiosidad se introdujo la sombra de aquel sueño sobre Magdalena. Abrió la puerta de la leñera y acarició a Murza que gemía, intranquila, y que se escabulló de entre sus manos, husmeando.
Llegaron los primeros días claros. En el corral, las gallinas escarbaban la tierra y el viejo Grzegorzunio se sentaba en su banqueta y afilaba algo -su navaja, tan gastada por el uso que su hoja se iba estrechando hasta casi convertirse en una lezna, cortaba la rama de un solo movimiento rápido-, no como Tomás que incluso con la misma navaja tenía «que hacer una incisión a uno y otro lado para que la rama se rompiera.
La señora Malinowski fue a visitar al abuelo Surkont porque quería arrendar su vergel. Era una propuesta insólita, pero dijo que quería probar, pues su hijo Domcio ya había cumplido los catorce años y creía que entre los dos podrían arreglarse. El abuelo le prometió el vergel, y ella salió ganando por haber venido pronto. Días más tarde, retumbó en el patio el carruaje de Chaim quien quería proponer como arrendatarios a unos parientes suyos. A su favor tenía las garantías profesionales y la costumbre, porque los arrendatarios siempre son judíos. Pero la palabra obliga, y todo terminó con el aparatoso gesto de mesarse el pelo, gritos y puños clamando al cielo.
La señora Malinowski, que era viuda y la más pobre de todo el pueblo de Ginie, no sembraba ni cosechaba, y poseía tan sólo una casucha junto a la balsa, sin terreno alguno. Era baja y ancha, y el pico de su pañuelo le quedaba levantado sobre la frente pecosa formando como un tejado casi más alto que su cabeza. Su visita marcó para Tomás el comienzo de una nueva amistad.
Unos meses más tarde, Tomás llegó hasta aquella parte del vergel que quedaba detrás de las hileras de colmenas (para llegar hasta allí había que pasar muy cerca de las colmenas y, las abejas a menudo atacaban) y descubrió una cabaña. Una cabaña magnífica, no como las que construyen los pastores para pasar la noche en los prados. En el centro, uno podía ponerse de pie sin tener que inclinar la cabeza y, para cubrirla, se habían utilizado haces enteros de paja, sujetos con varas. El punto de unión, que correspondía al vértice de esta V invertida, estaba reforzado con clavos. A la entrada, habían encendido un fuego junto al que estaba sentado un mozalbete que asaba manzanas verdes clavadas en un palo; fue él quien enseñó la cabaña a Tomás, por dentro y por fuera.
Dominico Malinowski, pecoso como su madre, pero alto y con mechones pelirrojos, se hizo en seguida amigo de Tomás, quien, al tutearle, se sentía como avergonzado, algo así como a disgusto, por aquel privilegio que le concedía un chico casi adulto. Domcio le enseñó a fumar en pipa: la había construido con una bala de carabina, a la que había practicado un orificio en el que introdujo una embocadura. Era la primera vez que Tomás fumaba, pero, aunque sentía una quemazón en la garganta, daba fuertes chupadas para mantener encendida la hoja doblada del tabaco casero. Con todas sus fuerzas trataba de merecer -y a partir de entonces para siempre- la aprobación de aquellos ojos grises y fríos.
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