– El cura…
– Sí, sí, te confesaste. Pero no eres tan tonto como para no comprender que, allí, en el confesionario, no eras capaz de soltar nada. Mentiste. Claro, es penoso no recibir la absolución. Así que mentiste, dijiste que él te había atacado con un hacha y entonces le mataste. Sí, saltó sobre ti, pero ¿qué paso luego? ¿Qué, Baltazar? Le disparaste mientras estaba comiendo pan entre los arbustos. Echaste los bizcochos manchados de sangre en el hoyo, junto a él, y lo enterraste todo, ¿verdad?
Entonces, Baltazar daba alaridos y lanzaba el vaso contra la pared. La aparición del «alemancillo» era también la causa de las escenas en las tabernas, donde volcaba mesas, bancos y rompía las lámparas.
Aquel lugar en la hoya, entre el bosquecillo de abetos, pronto quedó totalmente cubierto. Aquella vez, Baltazar levantó con la pala una buena porción de hierba y luego volvió a colocarla en el mismo sitio. Solía ir allí al atardecer, se sentaba, escuchaba los gritos de los arrendajos y las correrías de los tordos. La sensibilidad disminuía, era más fácil soportarlo allí que pensar en ello de lejos. Casi sentía envidia de aquel que yacía allí mismo. Una gran paz, y las nubecillas que se deslizan entre los árboles. Frente a él, en cambio, ¿cuántos años aún?
Escondió la pequeña carabina en el agujero de un viejo roble y jamás volvió a tocarla. Le había recortado el cañón a una carabina del ejército, lo cual le permitía llevarla escondida debajo del abrigo, y el otro creyó que Baltazar iba desarmado. Saltó sobre él desde la espesura del bosque junto al camino, con el hacha levantada y gritando que pusiera los brazos en alto. Barba rojiza, capote ruso roto: era un fugitivo que escapaba de una prisión alemana a través del bosque. ¿Qué quería? ¿Quitarle el traje civil, matarle, o era un perturbado? Baltazar agarró la carabina, el otro dio media vuelta y desapareció rápidamente entre los arbustos. Pero no conocía bien todos los pasos y senderos. Los animales, aunque vayan dando vueltas en círculo, siempre acaban deteniéndose donde deben hacerlo. Así que, sin prisas, comenzó a rodearlo. Si el fugitivo había ido en aquella dirección, dedujo que llegaría hasta el joven bosque de abetos y allí descansaría. ¿Qué es lo que impulsaba de aquel modo a Baltazar? ¿El deseo de venganza, o el miedo a que el otro tuviera compañeros y le atacaran de noche? ¿O era simplemente la pasión del cazador? ¿Ir detrás de la presa? Si ella va por allí, yo voy por allá. Fue avanzando a gatas y pudo entrever el viejo capote más o menos allí donde esperaba encontrarlo. Le dejó y volvió a rodearle por el lado del bosque joven que le permitía acercarse más. Entonces, apuntó con el pequeño cañón a la espalda inclinada (lo veía de perfil), al cuello, a la cabeza, con su gorra sin visera. Luego trató con todas sus fuerzas de recordar por qué había apretado el gatillo, pero, a veces, le parecía que había sido por un motivo y, poco después, le parecía que el motivo había sido otro.
El ruso cayó de bruces. Baltazar aguardó, todo estaba en silencio, sólo se oían a lo lejos los breves gritos del azor. Nada, ni un movimiento. Se aseguró y, entonces, se acercó despacio al muerto. Le dio la vuelta. Los ojos color azul pálido miraban al cielo primaveral, un piojo subía por el borde del abrigo. Un saco de bizcochos abierto y manchado de sangre. Las tapas de los zapatos totalmente gastadas, debía venir de muy lejos, desde Prusia. Inspeccionó los bolsillos, pero no encontró más que una pequeña navaja y dos marcos alemanes. Escondió todo esto, más el hacha, junto con el cuerpo, debajo de unas ramas de abeto, porque tendría que volver de noche provisto de una pala.
Precisamente en aquel lugar, mientras meditaba, tomó la decisión de buscar ayuda. Estaba casi seguro de que esa decisión provenía, en cierta manera, del ruso. A lo mejor no lo había matado en vano. Aquella noche durmió bien. Se puso en camino al amanecer.
El brujo Masiulis criaba muchas ovejas y había que abrir las puertas de varios cercados antes de llegar al patio de la casa. Baltazar le entregó sus regalos: una cajita de mantequilla y una sarta de salchichas. El viejo se ajustaba de vez en cuando las gafas con montura de alambre. Tenía la piel como ahumada, de la nariz y de los oídos le asomaba una pelusa blanca. Primero intercambiaron noticias sobre lo que ocurría por la región. Pero, cuando llegó el momento en que hubiera tenido que exponer el motivo de su visita, Baltazar no supo qué decir. Se limitó a señalar el corazón, como si quisiera arrancarlo, gruñendo como un oso: «Me atormentan». El brujo no contestó, meneó la cabeza, lo condujo por el huerto, detrás de las colmenas, hasta un lugar donde, entre unos manzanos, estaba la antigua herrería cubierta ahora de hierba. Descolgó unos saquitos colgados de unas varas, cogió del rincón un brazado de leña, lo repartió en cuatro pequeños montones e hizo sentar a Baltazar en medio, sobre un tronco. Puso fuego a la leña y arrojó en él hierbas que iba sacando de los saquitos, mientras murmuraba unas palabras en voz baja. Salía un humo espeso, que producía sopor, y el rostro con gafas aparecía ora por un lado, ora por otro, murmurando como una especie de oración. Luego, le ordenó que se levantara y le condujo de nuevo a su vivienda. Baltazar bajaba los ojos ante su mirada, como si ya se hubiera declarado culpable de muchas faltas.
– No, Baltazar -dijo por fin el viejo-. Yo no puedo ayudarte. Para un rey, un rey; para un cesar, un cesar. Cada poder tiene su poder, y este poder no es el mío. Quizá encuentres a alguien que haya recibido el que tú necesitas. Espera.
Aquí terminaron sus esperanzas. Los dientes seguían brillando, y una sonrisa de alegría para aquellos que no trataban de adivinar.
El cura visitaba pocas veces la casa de los Surkont, y Tomás jamás había estado en la casa parroquial hasta el día en que fue allí con Antonina; se quedó en los peldaños contemplando los mágicos cristales, mientras Antonina, con gesto tímido, se arreglaba el pliegue del pañuelo junto a la mejilla. Al párroco, arrugado y cargado de espaldas, le llamaban el «Pues-pues», por las palabras que intercalaba continuamente sin necesidad alguna. Le dijo a Tomás que rezara el Padre Nuestro, el Ave María y el Credo y le regaló una estampa de la Virgen. Se parecía en ella a las golondrinas que hacían sus nidos en el techo de los establos, e incluso dentro, encima de las escalerillas de mano que se apoyan en el heno. El vestido azul oscuro, el rostro bronceado y, a su alrededor, una aureola de oro verdadero. Guardó la estampa en un calendario y se alegraba, volteando sus páginas, cuando llegaba al punto en que aparecían los colorines.
Aprendía el catecismo con facilidad, pero sus simpatías no iban repartidas por igual. El Dios Padre, con barba, encoge las cejas con severidad y se eleva por encima de las nubes. Jesús mira dulcemente y señala el corazón, del que salen rayos, pero vuelven al cielo, y también está lejos. El Espíritu Santo es distinto. Es una paloma que vive siempre y manda un haz de luz directo sobre la cabeza de las personas. Cuando se preparaba para la confesión, rezaba para que se posara sobre él, porque eso de los pecados no le resultaba nada fácil. Los contaba con los dedos, se perdía y tenía que volver a empezar. Acercando los labios a la reluciente rejilla del confesionario y escuchando el jadeo del cura, recitó a toda prisa su lista. Pero ya en la Muralla Sueca, sintió dudas, anduvo más despacio y, al llegar a la alameda, se puso a llorar desesperado y se fue a ver a la abuela Misia para preguntarle qué podía hacer, porque había olvidado algún pecado. Ella le aconsejó que volviera a confesarse, pero entonces él se puso a llorar aún con mayor desconsuelo, de pura vergüenza. No quedaba otra salida, Antonina se lo llevó, cogido de la mano, a casa del cura; su presencia le tranquilizaba, quizá no estaba bien, pero era mejor que ir solo.
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