Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Sobre el césped, en primavera, aparecían unas flores llamadas «llavecitas de san Pedro». A Tomás le gustaban mucho: la hierba uniformemente verde y, de pronto, esa claridad amarilla, sobre un tallo desnudo, realmente como un manojo de pequeñas llaves, y en cada una un pequeño círculo rojo. Las hojas de la parte baja eran arrugadas, agradables al tacto, como el terciopelo. Cuando en los parterres florecían las peonías, las cortaban con Antonina para llevarlas a la iglesia. Hundía en ellas su mirada y todo él hubiera deseado introducirse en aquel palacio rosado; el sol atraviesa sus paredes y, al fondo, entre el polvillo dorado, corretean los menudos insectos: uno de ellos se le introdujo una vez en la nariz por haber aspirado el perfume con demasiada fuerza. Saltando sobre una pierna, seguía a Antonina cuando iba a buscar carne a una gruta excavada en tierra, en el jardín. Bajaban por una escalera de madera, y Tomás disfrutaba palpando con los dedos de los pies el frío de las losas de hielo extraídas del Issa y cubiertas de paja. Afuera, un calor agobiante; allí, todo tan distinto, ¿quién hubiese podido adivinarlo? Le costaba creer que la gruta no seguía más adentro y que terminaba allí, con aquella pared de obra que rezumaba humedad. Y también los caracoles. Por los senderos mojados después de la lluvia, pasaban de un césped a otro, dejando atrás una huella de plata. Si se les cogía con la mano, se escondían en su caparazón, pero volvían a salir en seguida si se les cantaba: «Caracol, col, col, saca los cuernos y ven al sol». Si todo esto les gustaba a los mayores, era de una manera, como podían fácilmente comprobarlo las Fuerzas, en cierto modo vergonzante; por ejemplo, ensimismarse contemplando la anilla blanquecina sobre el caparazón de un caracol, decididamente no era cosa de adultos.

A Tomás el río le parecía inmenso y lleno de ecos: las palas de las lavanderas golpeaban tac-tac-tac y, a lo lejos, otras les contestaban, como si hubiera un tácito acuerdo para comunicarse a distancia. Era toda una orquesta, y las mujeres nunca se equivocaban; cada nueva lavandera que entraba cogía en seguida el ritmo. Tomás se refugiaba entre los arbustos, subía al tronco de un sauce y solía pasar horas enteras escuchando y contemplando el agua. En la superficie, correteaban las arañas, alrededor de cuyas patas se forman pequeños hoyos. Estaban también las cantáridas, gotas de metal tan resbaladizas que el agua no las mojaba, que bailaban dando vueltas, siempre dando vueltas. Iluminados por un rayo de sol, bosques de plantas en el fondo y, entre ellas, bancos de pececillos que se dispersan en todas direcciones y vuelven a reunirse: movimientos de cola, fugas, otros movimientos de cola. A veces, desde el fondo, subía hasta la luz un pez mayor que los demás, entonces el corazón de Tomás empezaba a latir de emoción. Saltaba en su rama cuando, en el centro del río, se oía un chapoteo, luego un brillo fugaz y unos círculos que iban agrandándose. Como algo extraordinario, pasaba a veces una barca: aparecía y desaparecía tan aprisa que no le daba ni tiempo de observarla. El pescador se sentaba muy al fondo, casi en el agua, movía su remo de dos palas y arrastraba tras de sí una cuerda.

Muy pronto, Tomás se fabricó unas cañas de pescar; era muy paciente, pero no tenía mucho éxito. Fueron los hijos de los Akulonis, Józiuk y Onuté, los que le enseñaron cómo se prepara el anzuelo. Al principio, iba a su casa, en un extremo del pueblo, sólo por unos minutos, luego se acostumbró y, si no volvía a la suya, ya sabían dónde encontrarle. A la hora de comer, le daban una cuchara de madera y se sentaba a la mesa con todos, comiendo de la misma fuente buñuelos de queso con nata líquida. Akulonis era muy alto, y su espalda recta maravillaba a Tomás, quien no conocía a nadie que anduviera tan erguido. Con las correas de las sandalias se ceñía la tela de los pantalones hasta las rodillas. Le entusiasmaba la pesca y, lo que era más importante, poseía una barquita. Detrás de los manzanos, junto al granero, el terreno bajaba hasta formar como una ensenada cubierta de ácoro, a través del cual la canoa había abierto una especie de paso; allí yacía, medio recostada sobre la orilla. A los niños les estaba prohibido empujarla hasta el agua, así que solamente podían hacer ver que navegaban, balanceándose sobre uno de sus extremos. La canoa consistía en un tronco vaciado y dos flotadores para el equilibrio, que no impedían que volcase fácilmente. Akulonis iba con ella a pescar el lucio, con cucharilla. El hilo que iba dejando atrás se lo pasaba por la oreja para notar en seguida el tirón del pez. Durante la noche dejaba cañas de pescar y le dio una a Tomás. Sobre el sedal, a cierta distancia de la caña, ataba unas horquillas de avellano, en las que enroscaba el sedal que se introducía en una ranura y, más abajo, en su extremo libre, colocaba un doble anzuelo. El mejor cebo es la perca pequeña, porque, cuando se le coloca el anzuelo en un costado, después de abrirle la piel con una navaja, es capaz de seguir moviéndose durante toda la noche; los otros peces pequeños no tienen tanta resistencia, mueren demasiado aprisa. Todo el mérito de lo ocurrido debería atribuírsele a Akulonis, que fue quien lanzó el anzuelo después de escoger cuidadosamente el lugar. Tomás no conseguía conciliar el sueño. Se levantó muy pronto y bajó corriendo hasta el río, sobre el que descansaban todavía las nieblas del amanecer. En el rosado remanso, entre remolinos de vapor, vio las horquillas: vacías. No podía creerlo, pero empezó a tirar con dificultad: se oía un chapoteo. Volvió a subir corriendo, a toda velocidad, lleno de felicidad, para enseñarles a todos un pez del tamaño de su brazo. Todos fueron a verlo. No era un lucio, sino alguna otra especie, y Akulonis dijo que era más bien raro que se dejara pescar. A Tomás jamás le había ocurrido nada parecido y lo estuvo contando con orgullo durante años.

Sentía una gran simpatía por la señora Akulonis, clara como Pola, y buscaba sus caricias. En su casa se hablaba en lituano, y Tomás, casi sin darse cuenta, empezó a pasar de una lengua a otra. Los niños mezclaban las dos, excepto cuando tenían que decirse algo, para lo cual usaban expresiones de hace siglos: así, cuando los niños corrían desnudos para lanzarse al agua, no podían gritar otra cosa que no fuera: «¡Eb, Vyraü», que significa «¡Eh, hombres!». Vir, como supo más tarde Tomás, quiere decir lo mismo en latín, aunque el lituano es seguramente más antiguo que el latín.

Pero pasaba el verano. Llegaba el tiempo de las lluvias, de la nariz pegada a los cristales y de dar la lata a los mayores. Al atardecer, en la cocina donde las chicas se reunían junto a Antonina para hilar o pelar alubias, se contaban cada día nuevas historias; era desesperante que algo, como ocurría a menudo, interrumpiera esa diversión. Tomás escuchaba las canciones; una sobre todo le intrigaba mucho, pues Antonina la cantaba con aire de misterio y le decía que no era para él. Cuando él estaba presente, sólo cantaba el estribillo:

Frú, frú hace la faldita,
¿no siente miedo la señorita?

y de lo demás sólo le llegaban fragmentos. Era sobre un caballero que se marchó a la guerra y murió, pero una noche, transformado en fantasma, volvió a ver a su amada, la montó a su caballo y se la llevó a su castillo. Pero, en realidad, no poseía ningún castillo, sino una tumba en el cementerio.

Una de las chicas de la región de Poniewiez repetía a menudo una canción, que, según le parecía a Tomás, se refería a unos albañiles que construían una casa:

Señor patrón, déme la cuenta
ya no quiero trabajar
déme lo que he ganado,
pues me voy a marchar.

la última palabra se cantaba alargándola mucho para indicar que se iba a ir muy lejos.

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