Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Los antepasados de Tomás habían sido señores. De cómo llegaron a serlo no se sabe a ciencia cierta. Llevaban casco y espada, y los habitantes de las aldeas circundantes cultivaban sus campos. Su riqueza se estimaba más por el número de almas, es decir, súbditos, que por la extensión de las tierras que poseían. En tiempos muy remotos, las aldeas les pagaban el tributo en especie, pero, más tarde, se dieron cuenta de que el trigo, cargado en grandes barcazas y transportado por el Niemen hasta el mar, producía grandes beneficios y que valía la pena roturar parcelas de bosque. Entonces, la gente obligada a trabajar se sublevaba y mataba a los señores, capitaneada por los más viejos, que odiaban tanto a los señores como al cristianismo, que sobrevino al mismo tiempo que la pérdida de la libertad.

Tomás nació cuando declinaba el esplendor de la casa. No quedaban demasiadas tierras, a las que labraban, sembraban y segaban unas pocas familias a sueldo; recibían su paga principalmente en forma de patatas y trigo, y esta gratificación anual se apuntaba en los libros como sueldo en especies. Además de ellos, algunos de los trabajadores también comían en las cocinas de la casa.

El abuelo de Tomás, Casimiro Surkont, no se parecía en nada a aquellos hombres cuya principal ocupación consistía en hablar de caballos y en discutir sobre la calidad de las armas. No muy alto, más bien entrado en carnes, se pasaba generalmente el día sentado en su sillón; cuando, semidormido, apoyaba la barbilla en el pecho, le resbalaban de la calva rosada unos mechones de pelo blanco y las gafas le quedaban colgando de un cordoncillo de seda. Tenía el cutis de un niño (sólo la nariz, con el frío, adquiría el color de una ciruela) y los ojos azules con venillas rojas. Se enfriaba con facilidad y prefería su habitación a los espacios abiertos. No bebía ni fumaba y, aunque le correspondía llevar botas de caña e incluso espuelas, para demostrar que en todo momento estaba dispuesto a montar, llevaba siempre pantalones largos con rodilleras y zapatos de cordones. En toda la hacienda no había un solo perro de caza, aunque, en el patio junto a los establos, corrían hordas de todo tipo de chuchos que se rascaban y buscaban las pulgas, libres de toda obligación. Tampoco había ninguna escopeta. Al abuelo Surkont le gustaba ante todo la tranquilidad y los libros sobre el cultivo de plantas. Es posible que tratara a las personas un poco como si fueran plantas, y sus pasiones no le hacían perder fácilmente los estribos. Procuraba ser comprensivo, y el hecho de ser «demasiado bueno», unido a su aversión por los naipes y el ruido, alejaba a los vecinos de su misma condición. Pronunciaban su apellido y se encogían de hombros, incapaces de reprocharle nada en concreto. A quienquiera que fuera a verle, el señor Surkont le recibía con unos cumplidos totalmente inadecuados a su rango y posición. Es del dominio público que no se trata del mismo modo a un señor, que a un judío o a un campesino, pero él se saltaba estas normas incluso con el terrible Chaim. Cada tantas semanas aparecía Chaim montado en su caballo, con el látigo en la mano, vestido con un caftán negro y pantalones bombachos que le caían sobre las botas, y se metía en casa. Tenía la barba tiesa como un leño ennegrecido por el fuego. Empezaba a hablar de los precios del trigo y de los terneros, pero esto no era más que el preludio, antes de estallar. Entonces, gritando y gesticulando, corría y perseguía a la gente de la casa por todas las habitaciones, se mesaba el pelo y juraba que se arruinaría si pagaba lo que le pedían. Si no representaba esta escena de desesperación, era como si se marchara con la impresión de no haber hecho lo que creía la obligación de un buen comerciante. A Tomás le extrañaba que los gritos cesaran en seco, que una especie de sonrisa apareciera en los labios de Chaim y se quedara hablando cordialmente con el abuelo.

Su amabilidad para con las personas no significaba que Surkont estuviera dispuesto a ceder en nada. Los antiguos resentimientos entre el pueblo de Ginie y la casa del señor ya habían desaparecido, y la distribución de las tierras se había hecho de tal forma que no había motivo para nuevas querellas. En cambio, no ocurría lo mismo con el pueblo de Pogiry, al otro lado, junto al bosque. Había continuas disputas por el derecho a los pastos, y la cosa no era fácil. Se reunían, discutían el problema, se indignaban, elegían a una delegación compuesta por los más ancianos. Pero, cuando los delegados se sentaban con Surkont alrededor de una mesa, con botellas de vodka y bandejas de fiambres, toda la preparación quedaba en nada. Se acariciaba una mano con la palma de la otra y, sin prisas, amablemente, daba toda clase de explicaciones. Comunicaba la completa seguridad de que lo que él deseaba era ante todo resolver el problema con absoluta justicia. Asentían, se ablandaban, llegaban a otro acuerdo y, solamente en el camino de vuelta, se les ocurría todo lo que no habían sabido decir, se enfurecían por haberse dejado embaucar una vez más y sentían vergüenza ante el pueblo.

De joven, Surkont había estudiado en la ciudad, leía libros de Auguste Comte y John Stuart Mill, sobre los que bien poco se había oído hablar en el valle del Issa. De aquellos tiempos, Tomás recordaba sobre todo el hecho de que los hombres iban a los bailes vestidos de frac. El abuelo y un amigo compartían un solo frac: mientras uno iba al baile, el otro esperaba en casa y lo intercambiaban horas después.

De sus dos hijas, Helena se había casado con un arrendatario de la región y Tecla con un hombre de la ciudad; esta última era la madre de Tomás. De vez en cuando, pasaba en Ginie unos meses, pero generalmente acompañaba al marido, que viajaba por el mundo buscando una manera de ganarse la vida y luego a causa de la guerra. Para Tomás, su madre era la máxima expresión de la belleza, hasta tal punto que no sabía mucho qué hacer con tanta admiración, así que se limitaba a contemplarla, tragando saliva de puro amor. Al padre casi no lo conocía. Las mujeres de su pequeño mundo fueron ante todo Pola, cuando era aún muy pequeño, y luego Antonina. Pola era, para él, blancura de piel, cabellos de lino y suavidad; más tarde, desplazó su afecto al país cuyo nombre tenía un sonido parecido: Polonia. Antonina caminaba abombando la barriga bajo sus delantales listados. Del cinto le colgaba un manojo de llaves. Su risa recordaba un relincho, y su corazón estaba repleto de cordialidad para con todo el mundo. Hablaba en una mezcla de las dos lenguas; es decir, del lituano, que era su lengua materna, y del polaco, que era la lengua impuesta. Sus expresiones polacas eran incorrectas y tenían un marcadísimo acento lituano.

Tomás sentía un gran afecto por el abuelo. Emanaba de él un olor agradable, y el pelo blanco del bigote le hacía cosquillas en la mejilla. Encima de la cama, en la pequeña habitación que ocupaba, colgaba un grabado que representaba a unos hombres a los que estaban atando a unos postes y a otros, medio desnudos, que se acercaban con unas antorchas encendidas. Uno de los primeros ejercicios de lectura de Tomás consistió en silabear la inscripción: «Las antorchas de Nerón». Este era el nombre del rey cruel, pero Tomás puso el mismo nombre a un cachorro, porque, al mirarle dentro de la boca, los mayores decían que tenía el paladar negro, lo cual quería decir que sería malo. Nerón creció y no mostró malos instintos; era, por el contrario, muy listo: se comía las ciruelas caídas del árbol y, si no las había, sabía apoyarse con las dos patas en el tronco y sacudirlo. Sobre la mesa del abuelo había muchos libros y, en las ilustraciones, se podía ver raíces, hojas y flores. A veces, el abuelo iba con Tomás al «salón» y abría el piano cuya tapa tenía el color de las castañas. Los dedos hinchados, afilados hacia los extremos, recorrían el teclado; este movimiento le sorprendía, como también le sorprendía la caída de las gotas sonoras.

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