¿Y si, en lugar de exigir la lectura, el profesor decidiera de repente compartir su propia dicha de leer? ¿La dicha de leer? ¿Qué es la dicha de leer? Preguntas que suponen, en efecto, un estupendo retorno sobre uno mismo.
Y, para comenzar, la confesión de una verdad que va radicalmente en contra del dogma: la mayor parte de las lecturas que nos han formado, no las hemos hecho a favor, sino en contra. Hemos leído (y leemos) como si nos parapetáramos, como si nos negáramos, o como si nos opusiéramos. Si eso nos da aires de fugitivo, si la realidad desespera de alcanzarnos detrás del «encanto» de nuestra lectura, somos unos fugitivos ocupados en construirnos, unos evadidos a punto de nacer.
Cada lectura es un acto de resistencia. ¿De resistencia a qué? A todas las contingencias. Todas:
– Sociales.
– Profesionales.
– Psicológicas.
– Afectivas.
– Climáticas.
– Familiares.
– Domésticas.
– Gregarias.
– Patológicas.
– Pecuniarias.
– Ideológicas.
– Culturales.
– O umbilicales.
Una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo.
Y, por encima de todo, leemos contra la muerte.
Es Kafka leyendo contra los proyectos mercantiles del padre, es Flannery O'Connor leyendo a Dostoievski contra la ironía de la madre ( «¿El idiota? ¡Te va que ni pintado pedir un libro con un título semejante!»), es Thibaudet leyendo a Montaigne en las trincheras de Verdún, es Henri Mondar sumido en su Mallarmé en la Francia de la Ocupación y del mercado negro, es el periodista Kauffmann releyendo indefinidamente el mismo tomo de Guerra y paz en los calabozos de Beirut, es ese enfermo, operado sin anestesia, del que Valéry nos dice que «encontró algún alivio, o, mejor dicho, cierta renovación de sus fuerzas, y de su paciencia, recitando, entre dolor y dolor, un poema que le gustaba». Y es, claro está, la confesión de Montesquieu cuya deformación pedagógica ha suscitado tantas redacciones: «El estudio ha sido para mí el remedio soberano contra los disgustos, no habiendo sufrido jamás pena que una hora de lectura no haya aliviado.»
Pero es, de manera más cotidiana, el refugio del libro contra la crepitación de la lluvia, el silencioso deslumbramiento de las páginas contra la cadencia del metro, la novela metida en el cajón de la secretaria, la breve lectura del profe cuando se largan los alumnos, y el alumno del fondo de la clase leyendo a escondidas, mientras espera a entregar el ejercicio en blanco…
¡Difícil enseñar las Bellas Letras, cuando la lectura exige hasta tal punto el retiro y el silencio!
¿La lectura, acto de comunicación? ¡Otra graciosa broma de los comentaristas! Lo que leemos, lo callamos. Las más de las veces conservamos el placer del libro leído en el secreto de nuestra celosía. Bien porque no vemos en él nada que decir, bien porque, antes de poder decir una palabra, tenemos que dejar que el tiempo efectúe su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es la garantía de nuestra intimidad. El libro ha sido leído pero nosotros todavía seguimos en él. Basta su evocación para abrir un refugio a nuestro rechazo. Nos preserva del Gran Exterior. Nos ofrece un observatorio levantado muy por encima de los paisajes contingentes. Hemos leído y nos callamos. Nos callamos porque hemos leído. Sería bonito que nos aguardara un emboscado en la esquina de nuestra lectura para preguntarnos: «¿Quéeee? ¿Está bien? ¿Lo has entendido? ¡Un informe!»
A veces, es la humildad la que dirige nuestro silencio. No la gloriosa humildad de los analistas profesionales, sino la conciencia íntima, solitaria, casi dolorosa, de que esa lectura, ese autor acaban, como se dice, ¡de «cambiar mi vida»!
O, de repente, ese otro deslumbramiento, que nos deja atónitos: ¿Cómo es posible que lo que acaba de alterarme hasta este punto no haya modificado en nada el orden del mundo? ¿Es posible que nuestro siglo haya sido lo que ha sido después de que Dostoievski escribiera Los demonios? ¿De dónde salen Pol Pot y los demás cuando se ha imaginado el personaje de Piotr Verjovenski? ¿Y el terror de los campos, cuando Chéjov ha escrito Sajalín? ¿Quién se ha iluminado con la blanca luz de Kafka donde nuestras peores evidencias se recortaban como placas de zinc? Y, justo en el momento en que se desarrollaba el horror, ¿quién prestó atención a Walter Benjamin? ¿Y cómo es posible que, cuando todo hubo pasado, la tierra entera no leyera La especie humana de Robert Antelme, aunque sólo fuera para liberar al Cristo de Carlo Levi, definitivamente detenido en Éboli?
Que unos libros puedan alterar hasta tal punto nuestra conciencia y dejar que el mundo siga de mal en peor, es algo que deja sin palabras.
Silencio, pues…
Salvo, claro está, para los fabricantes de frases del poder cultural.
¡Ah!, esas conversaciones de salón en las que, como nadie tiene nada que decir a nadie, la lectura adquiere el rango de tema de conversación posible. ¡La novela rebajada a una estrategia de la comunicación! Tantos aullidos silenciosos, tanta gratuidad obstinada para que ese cretino corra a ligarse a esa marisabidilla: «¿Cómo, no ha leído el Viaje al fin de la noche?»
Se mata por menos de eso.
Sin embargo, si bien la lectura no es un acto de comunicación inmediata, es, finalmente, objeto de reparto. Pero un reparto largamente diferido, y ferozmente selectivo.
Si pensamos en la parte de las grandes lecturas que debemos a la Escuela, a la Crítica, a todas las formas de publicidad, o, por el contrario, al amigo, al amante, al compañero de clase, o a veces incluso a la familia -cuando no coloca los libros en el estante de la educación-, el resultado es claro: las cosas más hermosas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido. Y a un ser querido será el primero a quien hablemos de ellas. Quizá, justamente, porque lo típico del sentimiento, al igual que del deseo de leer, consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras preferencias a los que preferimos. Y estos repartos pueblan la invisible ciudadela de nuestra libertad. Estamos habitados por libros y por amigos.
Cuando un ser querido nos da a leer un libro, le buscamos en un principio a él en sus líneas, sus gustos, las razones que le han llevado a colocarnos ese libro en las manos, las señales de una fraternidad. Después el texto nos domina y olvidamos al que nos ha sumido en él; en eso consiste, justamente, la fuerza de una obra, ¡barrer también esa contingencia!
Sin embargo, con el paso de los años, la evocación del texto trae el recuerdo del otro; algunos títulos vuelven a convertirse entonces en caras.
Y, para ser totalmente justo, no siempre la cara de un ser querido, sino (¡oh, raras veces!) la de un crítico o de un profesor.
Así ocurre con Pierre Dumayet, con su mirada, con su voz, con sus silencios, que, en el Lectures pour tous de mi infancia, expresaban todo su respeto por el lector en que, gracias a él, yo me convertiría. Así ocurre con aquel profesor cuya pasión por los libros sabía armarle de paciencia y darnos incluso la ilusión del amor. ¡Tenía que preferirnos mucho -o apreciarnos- a sus alumnos, para darnos a leer lo que le resultaba más querido!
En la biografía que dedica al poeta Georges Perros, Jean-Marie Gibbal cita esta frase de una estudiante de Rennes donde enseñaba Perros:
«Él (Perros) llegaba la mañana del martes, desgreñado por el viento y por el frío en su moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la boca o en la mano. Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa. Y era la vida.»
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