Daniel Pennac - Como una novela

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Esta obra insólita, un auténtico estímulo para la lectura, ha sido uno de los grandes fenómenos de la edición francesa reciente. Pennac, profesor de literatura en un instituto, se propone una tarea tan simple como necesaria en nuestros días: que el adolescente pierda el miedo a la lectura, que lea por placer, que se embarque en un libro como en una aventura personal y libremente elegida. Todo el,lo escrito como un monólogo desenfadado, de una alegría y entusiasmo contagiosos: `En realidad, no es un libro de reflexión sobre la lectura -dice el autor-, sino una tentativa de reconciliación con el libro`.
Este antimanual de literatura concluye con un decálogo no de los deberes, sino de los derechos imprescindibles del lectir (derecho a no terminar un libro, a releer, etc., incluso a no leer).

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Acaban de salir de las paperas y el sarampión, y ya están en edad de fagocitar las modas.

¡Y altos, en su mayoría! ¡Como para tomar la sopa encima de la cabeza del profe! ¡Y fuertes, los chicos! ¡Y las chicas, ya unas bellezas!

Al profesor le parece que su adolescencia era más imprecisa…, él, más bien canijo…, la bazofia de la posguerra… leche en polvo del plan Marshall…, en aquella época el profesor estaba en reconstrucción, como el resto de Europa…

Ellos tienen las cabezas del resultado.

La salud y la fidelidad a las modas les da un aire de madurez que podría intimidar. Sus peinados, sus ropas, sus walkmans, sus calculadoras, su léxico, su actitud de reserva, hacen pensar, incluso, que podrían estar más «adaptados» a su tiempo que el profesor. Saber mucho más que él…

¿Mucho más sobre qué?

Es el enigma de su rostro, precisamente… Nada más enigmático que un aire de madurez.

Si no fuera un veterano, el profesor podría sentirse desposeído del presente de indicativo, un poco inútil… Sólo que… la de mocosos y adolescentes que ha visto en veinte años de clases…, más de tres mil…, la de modas que ha visto pasar…, ¡hasta el punto, incluso, de vedas regresar!

Lo único que permanece inmutable es el contenido de la ficha individual. La estética «cutre», en toda su ostentación: yo soy perezoso, yo soy burro, yo soy nada, lo he probado todo, no os esforzéis, mi pasado carece de futuro…

En pocas palabras, no se quieren. Y ponen en proclamarlo una convicción todavía infantil.

En suma, están entre dos mundos. Y han perdido el contacto con los dos. «Estamos al loro», sí, «enrollados» (¡y cómo!), pero la escuela nos «toca los cojones», sus exigencias nos «comen el tarro», ya no somos unos chiquillos, pero «las pasamos puta» en la eterna espera de ser adultos…

Quisieran ser libres y se sienten abandonados.

43

Y, evidentemente, no les gusta leer. Demasiado vocabulario en los libros. Demasiadas páginas, también. Para decirlo todo, demasiados libros.

No, decididamente, no les gusta leer.

Eso es, por lo menos, lo que indica el bosque de dedos levantados cuando el profe hace la pregunta:

– ¿A quién no le gusta leer?

Hay cierta provocación, incluso, en esta cuasiunanimidad. Porque los escasos dedos que no se levantan (entre otros el de la viuda siciliana), es por decidida indiferencia a la pregunta planteada.

– Bien -dice el profe-, como no os gusta leer… soy yo quien os leerá los libros.

Sin transición, abre su cartera y saca de ella un libro enorme, una cosa cúbica, realmente inmensa, con una portada brillante. Lo más impresionante que se pueda imaginar en materia de libro.

– ¿Preparados?

No dan crédito ni a sus ojos ni a sus oídos. ¿Ese tipo les va a leer todo eso? ¡Pero le llevará el año entero! Perplejidad… Cierta tensión, incluso… No existe un solo profe que se proponga pasar el año leyendo. O es un jodido vago o hay gato encerrado. Nos acecha una trampa. Vamos de cabeza a la lista diaria de vocabulario, a la redacción de lectura permanente…

Se miran. Algunos, por si acaso, colocan una hoja delante de ellos y ponen sus plumas en batería.

– No, no, es inútil tomar notas. Intentad escuchar, eso es todo.

Se plantea entonces el problema de la actitud. ¿En qué se convierte un cuerpo en un aula si ya no tiene la coartada del boli y de la hoja en blanco? ¿Qué hacer con uno mismo en una circunstancia semejante?

– Instalaos cómodamente, relajaos…

(Ésa sí que es buena…, relajaos…)

Como la curiosidad le puede, Tupé y Camperas acaba de todos modos por preguntar:

– ¿Nos leerá todo ese libro… en voz alta?

– No acabo de ver cómo podrías oírme si lo leyera en voz baja…

Discreta carcajada. Pero la joven viuda siciliana no está dispuesta a tragárselo. En un murmullo suficientemente sonoro como para ser oído por todos, suelta:

– Ya no tenemos edad.

Prejuicio comúnmente extendido…, especialmente entre aquellos que jamás han recibido el auténtico regalo de una lectura. Los otros saben que no hay edad para ese tipo de regalo.

– Si en diez minutos sigues considerando que ya no tienes edad, levantas el dedo y pasamos a otra cosa, ¿de acuerdo?

– ¿Qué tipo de libro es? -pregunta Burlington, en el tono de quien está de vuelta.

– Una novela.

– ¿Qué cuenta?

– Es difícil de decir antes de haberlo leído. Bien, ¿preparados? Final de las negociaciones. Adelante. Preparados.

Escépticos pero preparados.

– Capítulo Primero:

«En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escaseaban los hombres abominables y geniales".»

44

(…) «En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno…» [6] !

45

¡Querido señor Süskind, gracias! Sus páginas despiden un aroma que dilata las narices y provoca carcajadas. Jamás su Perfume tuvo lectores más entusiastas que esos treinta y cinco, tan poco dispuestos a leerle. Le ruego crea que, pasados los diez primeros minutos, la joven viuda siciliana le encontraba de su edad. Todas aquellas pequeñas muecas para no dejar que su risa sofocara su prosa resultaban incluso conmovedoras. Burlington abría unos ojos como orejas, y «¡psst!, ¡joder, calla!» como algún compañero dejara escapar su hilaridad. Hacia la página treinta y dos, en aquellas líneas en las que compara a su Jean-Baptiste Grenouille, entonces pensionista en casa de Madame Gaillard, a una garrapata perpetuamente emboscada (¿se acuerda?, «la solitaria garrapata que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes…»), ¡pues bien!, en medio de esas páginas, donde descendemos por primera vez a las húmedas profundidades de Jean-Baptiste Grenouille, Tupé y Camperas se ha dormido, con la cabeza entre los brazos cruzados. Un profundo sueño con una respiración regular. No, no, no lo despierte, nada mejor que una buena cabezada después de una nana, sigue siendo el primerísimo de los placeres en el orden de la lectura. Tupé y Camperas se ha vuelto de nuevo muy pequeño, muy confiado… y no es mucho mayor cuando, al sonar la hora, exclama:

– ¡Mierda, me he dormido! ¿Qué ha ocurrido en casa de la Gaillard?

46

Y gracias también a ustedes, señores García Márquez, Calvino, Stevenson, Dostoievski, Saki, Amado, Gary, Fante, Dahl, Roché, ¡estén vivos o muertos! Ni uno solo, de esos treinta y cinco refractarios a la lectura, ha esperado a que el profe llegara al final de uno de sus libros para terminarlo antes que él. ¿Por qué dejar para la semana próxima un placer que podemos ofrecernos en una noche?

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