– ¡360 páginas a la semana! ¿Y tú?
Contad vuestras páginas, chavales, contadlas…, los novelistas hacen otro tanto. ¡Hay que verlos cuando alcanzan la página 100! ¡La página cien es el Cabo de Hornos del novelista! Destapa una botellita interior, baila una discreta giga, resopla como un caballo de carga, y, adelante, se sumerge de nuevo en su tintero para comenzar la página 101. (¡Un caballo de carga sumiéndose en un tintero, poderosa imagen!)
Contad vuestras páginas… Uno comienza por sorprenderse de la cantidad de páginas leídas, y después viene el momento de asustarse por las pocas que quedan por leer. ¡Sólo 50 páginas! Ya veréis… Nada tan delicioso como esa tristeza: Guerra y paz, dos enormes volúmenes…, y sólo quedan 50 páginas por leer.
Vas despacio, vas despacio, nada que hacer… Natacha acaba casándose con Pedro Bezujov, y es el final.
Sí, pero ¿a qué parte de mi distribución del tiempo quitar esa hora de lectura diaria? ¿A los amigos? ¿A la tele? ¿A los desplazamientos? ¿A las veladas familiares? ¿A los deberes?
¿De dónde sacar tiempo para leer? Grave problema.
Que no lo es.
Desde el momento en que se plantea el problema del tiempo para leer, es que no se tienen ganas. Pues, visto con detenimiento, nadie tiene jamás tiempo para leer. Ni los pequeños ni los mayores. La vida es un obstáculo permanente para la lectura.
– ¿Leer? Ya me gustaría, pero el curro, los niños, la casa, no tengo tiempo…
– ¡Cómo le envidio que tenga tiempo para leer!
¿Y por qué ella, que trabaja, hace la compra, educa a los niños, conduce su coche, ama a tres hombres, visita al dentista, se muda la semana próxima, encuentra tiempo para leer, y ese casto rentista soltero no?
El tiempo para leer siempre es tiempo robado. (Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte, o el tiempo para amar.)
¿Robado a qué?
Digamos que al deber de vivir.
Ésta es, sin duda, la razón de que el metro -símbolo arraigado de dicho deber- resulte ser la mayor biblioteca del mundo.
El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir.
Si tuviéramos que considerar el amor desde el punto de vista de nuestra distribución del tiempo, ¿qué arriesgaríamos? ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? ¿Se ha visto alguna vez, sin embargo, que un enamorado no encontrara tiempo para amar?
Yo jamás he tenido tiempo para leer, pero nada, jamás, ha podido impedirme que acabara una novela que amaba.
La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de ser.
El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector.
Discusión que Tupé y Camperas resume en un eslogan arrasador:
– ¿El tiempo para leer? ¡Lo tengo en el bolsillo!
A la vista del libro que saca de él (Leyendas de otoño de Jim Harrison, 1918, edición de bolsillo), Burlington aprueba, reflexivo:
– Sí…, cuando te compras una chaqueta, ¡lo importante es que los bolsillos tengan un formato adecuado!
En argot, leer se dice ligoter (= atar).
En lenguaje figurado, un libro grueso es un pavé (= adoquín).
Soltad las ataduras, el adoquín se convierte en una nube.
Basta una condición para esta reconciliación con la lectura: no pedir nada a cambio. Absolutamente nada. No alzar ninguna muralla de conocimientos preliminares alrededor del libro. No plantear la más mínima pregunta. No encargar el más mínimo trabajo. No añadir ni una palabra a las de las páginas leídas. Ni juicio de valor, ni explicación de vocabulario, ni análisis de texto, ni indicación biográfica… Prohibirse por completo «hablar de».
Lectura-regalo.
Leer y esperar.
Una curiosidad no se fuerza, se despierta.
Leer, leer, y confiar en los ojos que se abren, en las caras que se alegran, en la pregunta que nacerá, y que arrastrará otra pregunta.
Si el pedagogo que llevo dentro se ofusca por no «presentar la obra en su contexto», persuadir a dicho pedagogo de que el único contexto que interesa, de momento, es el de esta clase.
Los caminos del conocimiento no confluyen en esta clase: ¡deben partir de ella!
De momento, leo unas novelas a un auditorio que cree que no le gusta leer. No podré enseñar nada serio mientras que no haya disipado esta ilusión, realizado mi trabajo de celestina.
En cuanto estos adolescentes se hayan reconciliado con los libros, recorrerán gustosamente el camino que va de la novela a su autor, y del autor a su época, y de la historia leída a sus múltiples sentidos.
El secreto consiste en estar preparado.
Esperar a pie firme la avalancha de las preguntas.
– ¿Stevenson es inglés?
– Escocés.
– ¿De qué época?
– Siglo XIX, en la época de la reina Victoria.
– Parece que reinó mucho tiempo, la tía…
– 64 años: de 1837 a 1901.
– ¡64 años!
– Llevaba 13 años reinando cuando nació Stevenson, y él murió 7 años antes que ella. Tú ahora tienes quince años, ella sube al trono, ¡y tendrás 79 al final de su reinado! (En una época en que el promedio de edad era de unos treinta años.) Y no era la más graciosa de las reinas.
– ¡Por eso Hyde nació de una pesadilla!
La observación procede de la viuda siciliana. Estupefacción de Burlington.
– ¿Cómo sabes tú eso?
La viuda, enigmática:
– Una, que se informa…
Después, con una discreta sonrisa:
– Puedo decirte incluso que era una pesadilla divertida. Cuando Stevenson se despertó, fue a encerrarse en su despacho y escribió en dos días una primera versión del libro. ¡Su mujer se la hizo quemar inmediatamente por lo metido que estaba en la piel de Hyde, robando, violando y degollando todo lo que se le ponía por delante! A la gran reina no le habría gustado esto. Entonces, inventó a Jekyll.
Pero no basta con leer en voz alta, también hay que contar, ofrecer nuestros tesoros, soltarlos sobre la ignorante playa. ¡Oíd, oíd, y ved lo bonita que es una historia!
No hay mejor manera para abrir el apetito del lector que darle a oler una orgía de lectura.
De Georges Perros, la estudiante maravillada decía también:
– No se contentaba con leer. ¡Nos contaba! ¡Nos contaba Don Quijote! ¡Madame Bovary! Enormes fragmentos de inteligencia crítica, pero que nos presentaba de entrada como simples historias. ¡Sancho, en su boca, se convertía en un odre de vida, y el Caballero de la Triste Figura en un gran haz de huesos armado de certidumbres atrozmente dolorosas! ¡Emma, tal como él nos la contaba, no era únicamente una idiota corroída por «el polvo de las viejas salas de lectura», sino un saco de energía fenomenal, y, en la voz de Perros, escuchábamos a Flaubert reírse de aquel desastre enorme!
Queridas bibliotecarias, guardianas del templo, qué suerte que todos los títulos del mundo hayan encontrado su alveolo en la perfecta organización de vuestras memorias (¿qué haría yo sin vosotras, yo, cuya memoria es un solar sin edificar?), es prodigioso que estéis al corriente de todas las materias ordenadas en las estanterías que os asedian…, pero sería bueno, también, oíros contar vuestras novelas favoritas a los visitantes perdidos en el bosque de las lecturas posibles…, ¡qué bonito sería que les regalarais vuestros mejores recuerdos de lectura! Narradoras, sed mágicas y los libros saltarán directamente de sus estantes a las manos del lector.
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