Justo Navarro - Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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Mussolini al sol familiar de Riccione y los trenes del verano de la declaración de guerra a Rusia, Operación Barbarroja: 50 kilómetros al día penetra la Wehrmacht en territorio enemigo y toma 25.000 prisioneros diarios. Mussolini conduce su coche por la carretera Roma-Riccione: playas y trenes de soldados, dos imágenes paralelas, la macchina del Duce y el convoy militar, 50.000 soldados y 5.000 caballos y mulos, 225 trenes, el 10 de julio de 1941, Mantua- Milán-Trento-Brennero-Salzburgo-Viena-Budapest- Botosani, 2.500 kilómetros. Lo veo, como si me lo hubiera inoculado Trenti. He visto fotos del Lancia Astura mussoliniano y de los trenes clavadas sobre el escritorio de Trenti. Me ha repetido la historia las dos veces que nos hemos encontrado. Sé imitar su voz, la he imitado ante Francesca, Fulvio hijo y Fulvio padre. Participo en la alegría de la soldadesca y el turismo guerrero. Me da el sol en Riccione. Entonces hay tres muertes violentas en el tren militar, un asesinato y dos suicidios, o tres asesinatos. Es Gialla Neve I: Estate Eterna , el eterno verano de 1941, entre Mantua y Moldavia, una novela policiaca, una película. Yo la he traducido para los países de habla española. Se publicará en primavera. Me llevaré un cero setenta y cinco por ciento de derechos de autor sobre el precio de venta al público.

Hay entonces un descarrilamiento en el gran convoy ferroviario. Los vagones están viejos, madera y hierro podridos, y no soportan los kilómetros al sol de julio, y saltan los enganches y se salen de la vía dos vagones de una de las cinco tandas de los 225 trenes que van a Botosani. Estamos en el paso del Brennero, en el Tirol, en el tren atestado de bestias y hombres. No hay banderas ni bandas musicales como en la estación de Milán, al principio de las vacaciones eternas de 1941, en el viaje guerrero y turístico a Moldavia. En el Tirol se ha roto el espectáculo del tren marcial. Dos vagones se han desenganchado en el paso del Brennero. Son retirados once heridos que no recibirán condecoraciones. Se ha parado el viaje. Se acaba por fin el estrépito de los oficiales y los camilleros y los mulos y los soldados que braman, relinchan y patean en los vagones intactos. La soldadesca se encoge en su vagón para ganado. Esta noche no siente en los huesos el choque de las tablas y metales del tren en marcha. Duermen veintiocho soldados en un vagón, y han dejado el cierre abierto a la noche que se va enfriando. Se oyen cascos de mulos y rechinar de dientes, y ahora es casi de día, y suena la corneta y se abren los ojos y ven luz entre las tablas del vagón, y el soldado Calderoli percibe una cosa caliente, como orina. Calderoli recuerda alguna vez que se meó en la cama, el líquido caliente, enfriándose, frío, y siente pavor de haberse meado encima en el vagón militar, siente la inmensa soledad de los soldados. Toca la orina, espesa, pegajosa, y piensa que se ha corrido, y ya ve la mancha de semen sobre el uniforme en la formación. Se mira los dedos y el líquido espeso es oscuro y huele a óxido el vagón. Es sangre. Salta el soldado, grita. ¡Estoy herido! Y todos se levantan, perfectos compañeros, menos uno, Ettore, de Turín, un muerto con los ojos cerrados, empapada de sangre la camisa.

La cadena de vagones ganaderos está parada en el Brennero, a la salida de Italia, mientras los alemanes pasan sobre Lituania y Letonia y penetran en Estonia. En el Brennero han sido evacuados once soldados con fracturas abiertas y cabezas rotas, once, como un equipo de fútbol. Se oyen los nombres. ¿Los conocéis? Conocer a los heridos concede un leve y breve honor. ¿Quién conoce al muerto del vagón del soldado Calderoli? Corre la voz por los vagones de ganado humano, un muerto, a cuchillo. Los sargentos imponen orden y silencio. No lo toquéis. Ahora el muerto es el único soldado que queda en el interior del vagón. No es una muerte natural, o así lo demuestran la sangre y el agujero en el pecho. Llegan un capitán, un teniente médico y dos enfermeros, más el asistente del oficial, como en una visita de autoridades de segunda fila al hospital de la caridad o al inmenso velatorio en el campamento rodante. Las conversaciones y las risas crecen como en un velatorio hacia las tres de la mañana, aunque ya son las ocho, y el descarrilamiento parece de repente haber sido preparado para esta situación y este crimen. El abandono de los vagones en las vías muertas, el óxido de años y años, la herrumbre, alguna pasión, todo ha trabajado para la muerte del soldado Ettore Labranca, de Turín. El capitán se adelanta al grupo de autoridades visitantes, jefe de la inspección del cadáver, y los otros lo siguen, y algunos soldados, los más interesados por la realidad o los más delincuentes. Suben al vagón, cruje la plataforma metálica, crujen las tablas viejas, y el vagón los absorbe a todos como la barraca del monstruo ferial.

El médico mete el dedo en el agujero del pecho, no es herida de bala, evidentemente. El médico diría que Labranca ha muerto al clavarse lo que parece ser un punzón de un centímetro de diámetro y una longitud de unos veinte centímetros. Lo mataron durante el sueño, me dice Trenti, y quizá el soldado soñaba algo en ese instante. El soldado Labranca quizá soñó que lo apuñalaban y pensó: Ahora me despertaré. Y su juicio era evidentemente falso, dijo Trenti, no contándome lo que había escrito, sino lo que había borrado, Carlo Trenti, Federico Galetti, el escritor y el agente de seguros, dos hombres, el que prevé incendios en torres incombustibles y el inventor de vidas vividas en otro tiempo y otra galaxia, el verano de 1941 en el tren del CSIR, Corpo di Spedizione Italiano in Russia.

Imagínese usted: un muerto en un vagón. Un asesinato. El muerto es Ettore Labranca, de Turín, clase de 1917, soldado de la División Pasubio. El arma del crimen puede ser un punzón. ¿Se puede fijar la hora del crimen? El soldado lleva puesto un reloj de pulsera que, contra lo que sucede en las novelas policiacas, está intacto y sigue funcionando, aunque no sabemos cuánto tardará en pararse en la muñeca del muerto. El reloj no se ha roto en la violencia del crimen y sus agujas no se han paralizado para fijar el momento exacto de los hechos. El soldado fue apuñalado sin lucha. Murió en pleno sueño, con el corazón traspasado por un punzón. El oficial que parece gobernar la situación ordena que el vagón quede absolutamente vacío. Bajarán todos, salvo el médico, su asistente, el cadáver y el sargento que dormía con los soldados en el vagón. ¿Dormían con la compuerta abierta o cerrada? El sargento cree que prácticamente todos los vagones habrían pasado la noche con las compuertas a medio abrir.

El capitán y el teniente médico tienen la misión de reconocer al supuesto herido, hacerse cargo del cadáver, si existe, detener al agresor, si ha existido, y redactar un informe del suceso. El cadáver existe, hombre dormido en un charco de sangre con una mano en el bolsillo y un agujero de unos once centímetros de profundidad en el pecho. El arma homicida, según el teniente médico, debe de ser una aguja perfectamente redonda, de un centímetro de diámetro, que ha producido una herida limpia, limpísima. El arma no está en el vagón. Los veintiséis soldados del vagón, formados al sol, frente a su sargento, reciben las miradas del resto de la tropa, apilada en las puertas de los vagones del convoy, cincuenta vagones. Se acodan los hombres en la barra de hierro que va de un lado a otro de la puerta de cada vagón, como en el palco de un circo, y siguen el acontecimiento con la curiosidad que provocan el crimen y la muerte violenta. Los trabajos de limpieza de la vía han terminado, se espera la orden de partida hacia Viena y Botosani, y ninguno de los soldados del vagón del muerto ha visto a nadie entrar en el vagón durante la noche. Nadie ha visto nada, nadie ha oído nada. Nadie ha percibido el movimiento del posible agresor que se arrastra hacia su víctima dormida. No lleva muerto más de cinco horas, dice el médico, que sugiere que el muerto esperaba un ataque: la mano en el bolsillo empuña una navaja.

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