© Justo Navarro, 2003
Todos los personajes y lugares, reales o ficticios, sólo aparecen como personajes y lugares imaginarios.
Campbell: ¿La realidad es desagradable?
Ferrater: Hombre, sí. ¿Y la irrealidad qué?
Hubo una vez un hombre que a los treinta y cinco años prometió no vivir más de cincuenta. Se llamaba Gabriel Ferrater. Estaba con un amigo en un café de la plaza Prim de Reus, bebían ginebra en la terraza, el cielo era claro y volaban vencejos, un taxista esperaba para llevar al amigo a la estación de donde saldría el coche cama hacia Madrid. Entonces Ferrater dijo que iba a matarse antes de cumplir cincuenta años. Ferrater fue, además de políglota, un hombre alegre que disfrutaba dando alegría a quienes lo rodeaban, y se alegraba mucho más cuando percibía que había alegrado o asombrado a quien lo estaba oyendo. El asombro produce una especie de ensanchamiento de la realidad, como si la habitación o la plaza donde estamos se ampliara o se iluminara: como cuando deseamos que nos llenen la copa y nos llenan la copa.
¡Qué asombro oír aquella tarde de junio de 1957 que Gabriel Ferrater pensaba matarse antes del 20 de mayo de 1972, día de su cincuenta cumpleaños! No se sabía muy bien cuándo Ferrater hablaba estrictamente en serio y, como siempre que no se habla estrictamente en serio, sus palabras tenían una solidez esencial, una especie de blindaje, porque, verdad o mentira, podían ser abandonadas a su suerte con una mueca o una risa si no causaban el efecto perseguido. Pero eran siempre palabras indiscutibles, invencibles, trataran de la arquitectura gótica y su nexo con la novela inglesa del siglo XIX, de la relación entre los elefantes de Aníbal y los carros de combate de Rommel, del sexo o de la autodestrucción futura anunciada por un hombre que sólo creía en el pasado, de dónde se viene y cómo se ha llegado a donde uno está, a la plaza Prim, por ejemplo. Aún no lo había dejado su mujer, Jill Jarrell, extraordinaria belleza americana, según el amigo al que le confesó que se mataría, Jaime Salinas es su nombre. Ni siquiera había conocido a Jill, en Francfort, en la Feria Internacional del Libro, en una oficina, en el vestíbulo de algún hotel o en una de las cosmopolitas fiestas de la Feria.
Se conocieron en Francfort a mediados de octubre de 1963, cuando Ferrater era un enviado del editor de Hamburgo Heinrich Ledig Rowohlt y Jill Jarrell una colaboradora de la agente literaria de Barcelona Carmen Balcells. Ferrater había coincidido con Rowohlt en una fiesta, y acabó en Hamburgo gracias a un compromiso adquirido bajo feliz presión alcohólica en la piscina de un hotel mallorquín. Asesor de una gran editorial barcelonesa, extraordinario conversador en cinco o seis lenguas (no sucesivas sino simultáneas), Ferrater era deslumbrantemente sabio en el beber y en casi todas las ciencias conocidas. Poseía una inteligencia gesticulante y espumosa y un oído finísimo para detectar la tontería en labios ajenos. «Un rato a su lado no tiene nada que ver con lo que a uno le ha sucedido antes o le sucederá después», dijo alguien que lo conoció en profundidad. Aunque sus afirmaciones fueran categóricas, farfullaba y tartamudeaba y perseguía flexiblemente entre choques y topetazos verbales la palabra más rotunda, incapaz de pronunciar las erres y rotundamente vacilante en siete idiomas distintos. Fluía con Ferrater la conversación líquida sobre asuntos universales y eternos, domésticos, remotos y de ahora mismo, impertinentes, humorísticos, intensos e inmediatos, y fueron su público las personas más inteligentes del negocio mundial de la inteligencia. Rowohlt, editor de Hamburgo, lo invitó a ser su consejero. También Rowohlt era una fiesta en las fiestas: a medianoche hacía equilibrios en la pista de baile, despejada para el artista, sosteniéndose cabeza abajo con los dedos índices sobre dos vasos vacíos e invertidos.
Así lo contrató Rowohlt, aunque el amor de los flechazos alcohólicos pocas veces sobrevive intacto a la resaca. Ferrater recordó a Rowohlt en Londres, donde en junio de 1963 traducía novelas negras para la editorial Weidenfeld & Nicolson, a la que era particularmente difícil cobrarle. Recordó entonces la llamada de Rowohlt y se presentó en Hamburgo cuando Rowohlt ya había olvidado la llamada. ¿Quién eres tú? ¿El espectro de una noche que produjo un día horrible, resacoso? ¿El fantasma de la resaca un año después de la resaca? No lo entendieron demasiado en Hamburgo, no entendían su alemán ni Ferrater entendió el alemán de los alemanes, sólo el de los libros, y sobre más de cien libros en inglés, francés, alemán, español e italiano aconsejó a Rowohlt después de leer ciento cincuenta, cuatro libros por semana a 40 marcos por libro, y Rowohlt lo mandó a la Feria del Libro de Francfort en octubre de 1963. Y así Ferrater conoció a Jill Jarrell en la ciudad donde en otro tiempo se elegía al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y los príncipes electores intrigaban y mercadeaban con su voto, y los príncipes editoriales intrigaban y mercadeaban hoy con palabras en el mundo que más dinero maneja después de Hollywood y la CÍA, según Ferrater.
En Gibraltar son borrosos los días en que sopla el viento del este, ese viento que ahora levanta el pelo corto, claro, recién cortado, de Jill Jarrell, en la terraza de un hotel el 2 de septiembre de 1964, día de su boda con Gabriel Ferrater. Allí estuvo la madre de Ferrater, entre Ferrater y Jill Jarrell, entornando los ojos al viento arenoso de África que desordena y enreda las cosas y abrasa la vegetación. Es como si el verano se oscureciera cuando sopla el viento del este y cambia el color de las fragatas y del agua en las dársenas. Tiemblan los toldos, y la bruma se estanca en los bares y las tabaquerías y los almacenes donde venden mermeladas inglesas y en los despachos de militares y comerciantes malteses y genoveses y en la oficina judicial donde se celebra la boda. Hay anaqueles vacíos y techos altos en el juzgado, parece todo muy transitorio, como en una mudanza, en disolución, como si ya hubiera pasado este día (los días de boda en Gibraltar son irreales como un día de compras de productos de la Commonwealth en Gibraltar para forasteros). Ferrater se inclina para firmar por duplicado el contrato de matrimonio, casi al filo de la mesa el libro de registro: el pulgar de la mano izquierda sujeta la página, y no cabe en el escritorio esa mano, mientras la derecha firma con una pluma negra. En la foto no aparece la cabeza de la novia, sólo la boca, sonriente, sobre un collar de perlas de tres vueltas, los brazos desnudos extendidos a lo largo del vestido azul con lunares blancos. El pulgar de la mano derecha de Jill Jarrell se apoya en el extremo opuesto al lugar donde el pulgar y el índice de Ferrater hacen tenaza para sujetar el libro, por una esquina, como si quisiera evitar que se cerrara solo en señal de que el destino se opone a esta boda. La luz se refleja en la muñeca de Jill Jarrell, muñeca sutil en un brazo fuerte. En el escritorio caben exactamente los dos libros de registro, quizá haya sido fabricada la mesa para este fin determinado después de tomar las medidas de los libros. Está esquelético Ferrater, le está ancho el cuello de la camisa bajo la americana gris de hombreras excesivas, la patilla de las gafas negras oprime el parietal descarnado (no se ha quitado nunca las gafas negras), una vena se le marca en la frente, pero en la terraza del hotel la cara seca contrasta con la anormal prominencia del torso. En ese instante dos cazas despegan del aeropuerto.
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