No quiere encontrar esas palabras-aguja. Buscar esas palabras sería doloroso, y más doloroso sería llevarlas a la boca y pronunciarlas y oírlas: Jill ha volado, Jill se me ha ido. Para evitar la captación y articulación de esas palabras, Ferrater se llena la cabeza de otras palabras, empezando por las palabras proféticas de los prospectos de las medicinas que le recetó el neurólogo, anuncio de verdaderas catástrofes en el sistema neurovegetativo, nervioso, así como de la destrucción del hígado en el caso de ingerir una sola gota de alcohol. No me lo creo, dice Ferrater, pero finjo que me lo creo y eso me autoriza para no beber. En la segunda semana de enero, el día 10, nieva y, mientras cae la nieve en Sant Cugat, Ferrater hace recuento de las lenguas que está estudiando. Sufre una especie de manía idiomática, ha dejado las generalidades de la lingüística y ha pasado directamente a las lenguas reales, muertas y vivas, a las palabras que borren las palabras que no deben ser pensadas ni pronunciadas: «Jill ha volado», por ejemplo. Estudia el griego, el latín, el ruso, todas las lenguas germánicas, todas, el germánico del oeste y el germánico del norte, las lenguas escandinavas (danés, dano-noruego, noruego, sueco, feroés e islandés).
Según Sapir, mis hábitos lingüísticos me predisponen a ver el mundo exactamente como lo veo, de modo que, para no seguir viendo el mundo como lo veo, lo mejor es huir a otras lenguas, pedir asilo en otros idiomas, olvidarme de mis hábitos lingüísticos, es decir, de mi mundo, porque mi lenguaje es parte de mi constitución espiritual, dice Sapir, que componía canciones y poesías: si cambio de idioma cambio de constitución espiritual. Ferrater sufrió y superó en aquellos días helados un ataque de logofagia, una indigestión de lenguas, superada por fin, digerida con un poco de alcohol, demasiado quizá, digámoslo así, buscando con precaución las palabras justas.
Inmediatamente iba a llegar otra lengua, italiana, otra mujer, de Milán. Habían pasado dos meses, tres meses, los buenos propósitos y las medicinas se habían agotado, como el tiempo de templanza, mientras seguía extinguiéndose sin fin la onda expansiva del abandono. En los días del frío noviembre de 1966 Ferrater había recordado al hombre a quien prometió matarse antes de cumplir los cincuenta: le debía carta por asuntos profesionales. Jaime Salinas andaba por Madrid en un nuevo lanzamiento editorial, y Ferrater quizá lo recordó cuando evaluaba si la promesa o el propósito de matarse antes de cumplir los cincuenta le permitía matarse con precipitación a los cuarenta y cuatro.
Le escribió una carta profesional, fechada el 23 de noviembre. Debía haber contestado mucho antes, pedía perdón por el vergonzoso retraso, aunque no tenía justificación, como no fuera la indolencia general del país. Entonces Ferrater nombraba a Jill: Jill está en Madrid (ah, quizá vuelva todavía a Barcelona, a Sant Cugat), y, puesto que Salinas quiere incluir en su nuevo proyecto una edición de La lozana andaluza, Ferrater le manda a Jill una edición francesa de La lozana andaluza, y llamará por teléfono a Jill para avisarle y pedirle que le enseñe a Salinas la edición francesa (según añadía Ferrater, la edición francesa era una porquería de edición, pero parece un magnífico pretexto, absurdo, para volver a penetrar asépticamente, profesionalmente en la casa del padre de Jill). Llamó a Jill, hablaron, largo rato, la madre de Ferrater protestó (alegó el precio desaforado de las conferencias telefónicas), y entonces Ferrater le escribió a su hermano Joan: Jill se me ha ido, me ha dejado, la madre me regaña por hablar por teléfono con Madrid, con Jill, me recuerda el precio del teléfono.
Estaba arruinado, como Dashiell Hammett, que aparecía en la carta después de La lozana andaluza y se convertía en el asunto fundamental. Ferrater había traducido cuentos de Hammett, habitual en colecciones llamadas El Búho o La Araña, de portadas que parecían carteles de cine, chinos con cara de Charlie Chan y pistolas y rubias y frascos de veneno, o sólo un búho sobre fondo gris, las aventuras del Agente de la Continental y los Siameses Escurridizos y la casa de la calle Turk, y ofrecía a Salinas un informe crítico sobre las traducciones de las novelas de Hammett al español. El azar había querido que Ferrater tradujera y difundiera a Hammett en la España anticomunista en el mismo momento en que en Estados Unidos demolían a Hammett por comunista: los años cincuenta. Mientras Ferrater traducía a Hammett a destajo, Hammett se preparaba para morir solo en una casucha llamada brutalmente Arcadia, condenado en rebeldía por un tribunal federal a pagar 104.795 dólares de cuatro años de impuestos atrasados, intereses y costas incluidos, espiado por agentes del FBI que redactan informes llenos de faltas de ortografía donde se recogen testimonios de que Hammett está mal de dinero, muy mal, el casero es su amigo y no puede echarlo aunque no paga, no tiene dinero, no tiene propiedades, ha sufrido un ataque al corazón, tiene problemas pulmonares de antiguo tuberculoso fumador, lleva cuatro años sin pagar el alquiler pero ha donado un dólar para ayuda a los extranjeros residentes en los Estados Unidos de América, ha firmado un manifiesto contra la invasión de Guatemala, no tiene cuentas bancarias, vive solo, continúa el informe del FBI, no tiene empleo, no recibe derechos de autor, tuvo ingresos de 30 dólares el último año (invirtió en la producción de Muerte de un viajante y ganó 30 dólares), Hacienda puede retenerle cualquier ingreso, empezó un libro hace años y lleva dos años sin tocarlo, vivió en la riqueza en Hollywood, hacia 1935, fiestas y más fiestas, la maravilla de Bel Air, muy bebedor, imprevisible, lanzaba cuchillos a las invitadas, ponía de adorno en el cuarto de baño a una puta, era muy tímido, bebía, era muy divertido, se derrumbaba, corría detrás de las chicas, ofrecía préstamos en las fiestas a gritos humillantes, en 1957 vivía en una casucha llamada Arcadia y sobrevivía de préstamos de amigos desde 1951, cuando salió de la cárcel (seis meses por desacato: se negó a denunciar a comunistas) casi en el mismo momento en el que Ferrater lo traducía. No cobra ninguna pensión, no posee acciones, deudor capcioso. Es un hombre acabado, dijo el agente del FBI, en la casa no quedan sillas para sentarse, todas están llenas de libros, cartas, paquetes sin abrir, tres máquinas de escribir pero las tres están cerradas, hay un fonógrafo cerrado eternamente. El hijo del casero lo vio una vez por la ventana, en pijama, con una pistola en la mano. Llamó a la puerta, pero, cuando Hammett abrió la puerta, ya no empuñaba la pistola, si alguna vez existió la pistola.
El 23 de noviembre de 1966 Ferrater escribía en una carta su juicio sobre las cuatro novelas del difunto Dashiell Hammett y sus traducciones al español (las traducciones son malas, muy malas, pero no hago reproches morales porque hace quince años así traducía yo, dice Ferrater). Red Harvest (Cosecha roja) es la más difícil de traducir, porque incluye diálogos en ocho o diez dialectos distintos, de gángster irlandés, de policía irlandés, de gángster polaco, de puta middlewestern, de policía californiano. Ni Ferrater se atrevería a traducirla: su castellano de catalán no está a la altura de las exigencias del libro. Repasa las cuatro novelas y sus traducciones (¿No es pornografía tremenda traducir «You had an erection» por «¡Te excitaste!»?), y se ofrece para revisar a fondo en tres semanas la vieja traducción de The Glass Key (La llave de cristal). La carta al amigo fue considerada por Ferrater como un informe sobre las traducciones españolas de Hammett, así que la editorial de Madrid le debía dinero: había logrado que le pagaran por una carta amistosa y había profesionalizado la desesperación de la llamada telefónica a Jill. Estaba experimentando una feliz metamorfosis: miraba con ojos nuevos la cuestión económica. Pero Jill no volvió y a finales de enero de 1967, dos meses después de la carta sobre Hammett, el amigo de Madrid no le había contestado todavía: Ferrater dedujo que no lo había hecho porque no sabía cómo conseguir que una editorial pagara una carta.
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