En febrero apareció la milanesa.
Entonces Ferrater acababa de llegar a la conclusión de que empezaba a ser una personalidad en el mundo editorial internacional, aunque el hecho de expresar semejante idea en voz alta o en una carta a su hermano le parecía motivo de risa. Atribuía su encumbramiento a la perspectiva distorsionada que los extranjeros tienen de las cosas nativas (también los españoles fabulaban sobre las maravillas imaginarias de la editorial milanesa Felrrinelli o la parisina Gallimard), cosas nativas como la industria librera española o como el propio Ferrater (se había casado con una extranjera que, después de convivir veinte meses entre los nativos, había abandonado a Ferrater). El tiempo engrandecía y engrandecería aún más la personalidad de Ferrater: bastaba esperar el paso del tiempo para que la personalidad creciera y alcanzara proporciones titanescas en el riquísimo universo editorial, el que más dinero mueve en el mundo después de Hollywood y la CÍA.
Había decidido abandonar las traducciones y los informes confidenciales al editor. En el mundo editorial sólo hay tres clases de personas, escribió a su hermano: el boss, el escritor y los lameculos (els llapeculs, escribió exactamente Ferrater). ¿Qué pasa si no te ponen en ninguna de las dos primeras categorías? Si no eres ni boss ni escritor, entonces perteneces a la tercera, y ser lameculos te obliga a vivir a la defensiva, algo mortalmente cansado, casi tan cansado como traducir a toda velocidad Der Prozess de Franz Kafka, la última traducción de Ferrater por el momento. El era un prestigioso traductor, un consejero editorial absolutamente infalible y fiable, pero, mucho más, era un gran poeta y la crítica iba a premiarlo en 1967 como el mejor poeta catalán de 1966, aunque había escrito sus últimos poemas en 1963. ¿Pertenecía a la tercera categoría del mundo editorial? ¿Era un escritor? ¿Era un boss? Puede ser, puede ser: participaba en las fantásticas fiestas editoriales, y en las convenciones de agentes de ventas de la gran editorial de Barcelona de la que había sido meteórico director literario y de la que seguía siendo el consejero íntimo y predilecto.
A principios de febrero recibió en nombre de la Gran Editorial a un autobús de vendedores de libros, representantes y viajantes de las mejores provincias de España, la Cosecha Roja de Hammett: ocho o diez dialectos distintos, pero no el gángster polaco, el gángster irlandés, la puta middlewest, el policía irlandés y el policía polaco, sino más de veinte vendedores viajeros de Zaragoza, León, Málaga, Bilbao, Sevilla, Burgos, Valencia, Salamanca, etcétera, con sus mujeres algunos. El extraordinario Ferrater escoltaba al boss Barral, el descoyuntado y larguísimo Ferrater y sus conocimientos larguísimos y descoyuntados, su descoyuntada forma de hablar inagotable y feliz, en los restaurantes. En estos viajes la gente se divierte, es decir, se transforma, y hace cosas que luego recordará toda la vida, aunque no exactamente (la mayor parte de las creaciones del intelecto o de la fantasía desaparecen para siempre después de un intervalo de tiempo que varía entre una hora de sobremesa y una generación), usa la cámara de fotos, fija ese momento en el bar barcelonés para toda la eternidad, inolvidable, aunque no exactamente recordable: nadie recordará exactamente lo que dijo el hombre largo de las gafas negras sobre no sé qué batalla de no sé qué guerra, mundial, creo. Tanta palabra cansa, sobre todo si tiene doble sentido, o triple, pero subíamos al autobús con la percha del traje de los banquetes en la mano y aquel hombre no paraba de hablar, y nos reíamos, claro que nos reíamos.
Estos hombres eran la última línea y la línea de choque del ejército editorial, vanguardia y retaguardia: quizá formaran parte de los lameculos y vivieran perpetuamente a la defensiva, mortalmente cansados, acostumbrados a trasladar maletas de peso descomunal, maletas de libros (una hoja de papel pesa poco, pero pocos imaginan el peso que debe soportar un vendedor de libros, las pesadísimas carteras de los vendedores de libros, un caso semejante al de los vendedores de artículos para mercería y sus maletas de alfileres y corchetes y agujas: el peso de una sola aguja no permite imaginar el elefantiásico peso de una maleta con miles y miles de piezas de acero minúsculas, es una simple progresión aritmética, dijo Ferrater). Se reían como soldados de permiso, pero nadie reía tanto como las mujeres cuando hablaba el hombre longilíneo de ojos azules que nadie llegará a ver detrás de las gafas negras. El príncipe del desorden y la risotada tenía una voz estridente e ininteligible, catalana, políglota, habitada por muchas voces, infernal, pelo blanco y bigote canoso. ¿Cuántos años tendrá? Parecía lejanísimo cuando apareció, tan alto, elevado, eso es, tan serio, el cerebro científico del gran negocio editorial, desconocido y casi inmediatamente íntimo, una de esas amistades voraces de bar, cuartel o calabozo. El vendedor debe tener conciencia del producto que vende, producto de excepción, la mejor literatura europea, universal, dijo el rey bromista del whisky (él no bebe whisky, explica mientras bebe whisky, sólo ginebra; está bebiendo whisky porque el neurólogo le ha retirado la bebida), bromista brumoso de repente, voz granulosa, estridentemente agrietada, el mejor imitador de entre los vendedores lo imita en el pasillo del autobús que los lleva a Madrid. Se ha puesto unas gafas negras de su mujer, las cejas se levantan por encima de la montura, encoge los hombros exactamente como el hombre de las gafas negras, mueve las manos, vaso largo y cigarro, brazos descoyuntados, consonantes descoyuntadas, forzadas, arrugadas, erres imposibles, frases superpuestas. El discurso verbal, en contra de lo que dice el sentido común, no es lineal, es una especie de montaje de cintas magnetofónicas, dijo Ferrater una vez. No se sabe exactamente lo que está diciendo el imitador, una mina de palabras, pero las mujeres ríen a carcajadas o enmudecen y cierran los ojos o los abren mucho (las dos cosas que se hacen cuando se recuerda que una estufa de butano se quedó encendida en la casa de Burgos). También la personalidad y figura del moderno vendedor crece y alcanza proporciones titanescas en el riquísimo mundo editorial, sólo equiparable a Hollywood y la CÍA, sigue la perorata entre bocado y bocado en el banquete empresarial, Ferrater, máquina comedora de mandíbula desencajada (la señora del delegado de la Gran Editorial en Málaga y Granada oyó el crujido de la mandíbula cuando comía Ferrater), turbulencia, excitación sensual y sexual de comer, como si un hombre extremadamente gordo y glotón estuviera prodigiosamente escondido en el hombre delgadísimo de las gafas negras. Había conquistado una especie de ubicuidad en el banquete, parecía llenar la mesa con sus brazos extralargos que llegan a todos los platos y agarran la botella de whisky allí donde se esconda (alguna vez se encuentra con dos vasos ante él, pero explica inmediatamente que un whisky no hace daño a nadie y él nunca se beberá dos a la vez, mientras utiliza teatralmente y cinematográficamente el humo del cigarro (cortinajes, virados), el juego de la mano que acerca el cigarro o el vaso a la boca). Divierte a los viajeros y se divierte. Habla y habla como si diera nueces a los niños.
Los despide al pie del autobús que los llevará al hotel, y llueve, está empezando a llover. Y entonces, con voz solemne y feliz, bajo la lluvia, voz mojada, cada vez más empapada, embarrada, herrumbrosa, como si saliera de otro tiempo en el que también llovió, el año 1600 o los días en que se encerraba con las obras completas de Shakespeare porque no podía estar con Isabel Rocha, grita: Be mad and merry, or go hang yourselves. Dice que seamos locos y felices o que nos ahorquemos, tradujo el verso shakespeariano el vendedor de libros que vivió tres años en Manchester al servicio del Hotel Swan. Creo que en este momento estoy quebrantando el régimen de mi neurólogo, dice en este momento el imitador del señor Ferrater en el pasillo del autobús que se dirige a Madrid, A mí me gustaba ese hombre, dijo una señora sin demasiada convicción; debe de ser un demonio con las mujeres. ¿Qué dices?, dijo otra, qué disparate.
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