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Justo Navarro: Hermana muerte

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Justo Navarro Hermana muerte

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Peculiar novela de iniciación, Hermana muerte es también el relato de una obsesión destructora, el descubrimiento del mundo por parte de dos personajes centrales: un adolescente y su hermana enfrentados a la memoria fantasmal del padre muerto. En la revelación de la vida estará también la clave del final de un ámbito definido con inteligente frialdad por su joven dominador, por ese narrador protagonista que, implacable, desmonta una a una las piezas de un universo incapaz de luchar contra su propia ruina. En esta su segunda novela, Justo Navarro, conocido también como poeta de muy soberbio ejercicio de precisión constructiva sostenido en un clima de inquietante -y aleccionadora- perversidad.

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Justo Navarro Hermana muerte 1990 Justo Navarro Esta novela obtuvo por - фото 1

Justo Navarro

Hermana muerte

© 1990, Justo Navarro

Esta novela obtuvo por unanimidad

el Premio «Navarra» de novela 1989,

convocado por la Caja de Ahorros

Municipal de Pamplona. El Jurado

estuvo formado por José Manuel Caballero

Bonald, Antonio Muñoz Molina y Luis Suñén.

1

Mi padre no dormía. Esperaba la muerte con calma, como si aguardara una llamada telefónica en la que le confiarían una palabra clave, la consigna para cruzar una frontera. Esperaba echado en el sofá -no en la cama: ni de noche buscaba la cama-, mirando a través de las cortinas lo que pasaba en el exterior. Pocas veces exigía que le prestáramos atención: parecía un agradable animal doméstico que permite que sus amos lo olviden. A veces tosía de un modo especial, y a mi hermana se le acercaba, y él le hablaba de cartas que no habían sido contestadas y que nunca serían contestadas. Aunque estaba a punto de morirse -ya le habían retirado todas las medicinas, salvo los inyectables que calmaban horribles dolores-, mi padre se comportaba con pura lucidez, habitante de una tranquila sobremesa sin fin, escuchando, con una manta escocesa sobre las piernas, música clásica en la radio.

Pero la serenidad del hombre envuelto en la manta de cuadros escoceses, cuidadosamente vestido de excursionista con camisa de franela y amplios pantalones ásperos y arrugados de tela de gabardina, provocaba en mí una repulsión tan liviana que no me atrevería, ahora que los años han pasado, a llamarla asco: era, más bien, la prevención que se siente ante un gato enfermo, arrinconado, perdiendo pelo, en una cesta entre cojines. Mi hermana rompía la ampolla transparente, cargaba la jeringuilla desechable, ataba la cinta de goma alrededor del brazo de nuestro padre, pinchaba la vena: la sangre manchaba la droga translúcida y yo apartaba la vista. Ahora me acuerdo de un hilillo de saliva uniendo los labios entreabiertos del hombre drogado mientras mi hermana frota con un algodón empapado en alcohol el hueco del brazo donde se dibuja la encrucijada de las venas. Entonces mi padre extiende una mano y acaricia los labios de mi hermana.

A mi padre no lo visitaba ningún amigo: su único entretenimiento consistía en observar a través de la persiana medio echada la demolición de las casas que rodeaban la nuestra: el trabajo de las excavadoras y las grúas le producía un raro consuelo. Quizá se sintiera partícipe en aquel cuidadoso afán de aniquilamiento, del que, si nuestra casa se había salvado gracias a su obstinación frente a tratantes y constructores, su organismo se convertía en emblema viviente: el cáncer lo destruía sin remedio, y yo, cuando me acercaba a él cada mañana y lo veía bien afeitado -tenía una rasuradora eléctrica que usaba además como pisapapeles-, temía enfrentarme a una arborescencia que le saliera por una oreja o un ojo o por la nariz o la boca: «El cáncer crece como una planta», había oído un día en el supermercado.

Pero he mentido: durante meses colegas y antiguos vecinos visitaron a mi padre enfermo, tanto en la casa como en el sanatorio. Las visitas cesaron cuando mi padre, absolutamente desahuciado, volvió del hospital: todos huyeron como si temieran el contagio de la muerte. Todos huían ante la muerte que rondaba nuestra casa. Mis compañeros de colegio -los del barrio habían desaparecido con la llegada de las inmobiliarias- dejaron de venir a bañarse en la piscina, y la piscina empezó a cubrirse de hojas y papeles y bolsas de plástico, y ponían al principio pretextos absurdos y, por fin, decían que no, que cómo me atrevía a bañarme y a salpicar y a chillar saltando desde el trampolín mientras mi padre resistía enfermo y moribundo. Mi hermana se acercaba a mi padre y le ponía una mano sobre la amplia frente, en la que el pelo retrocedía como si se debilitara a la par que el desahuciado, y movía la cabeza al ritmo de la música, y mi padre simulaba dormir o, por lo menos, cerraba los ojos.

Un individuo, sin embargo, continuó visitando a mi padre con la fidelidad de la mala suerte. Llegaba a la casa envuelto en abrigo y bufanda, cubierto a veces por una lona impermeable y un sombrero y un paraguas que siempre conservó aspecto de recién comprado. No me gustaba: le estrechaba riguroso la mano a mi hermana, me hacía un guiño cuyo significado no adiviné jamás, se sentaba frente a mi padre sonriendo. «Esto va bien, va bien», fueron todas las palabras que, a lo largo de tardes y tardes, salieron de su boca balbuceante. Usaba, estoy seguro, dentadura postiza. Sobre la nariz le quedaba la huella del puente de unas gafas metálicas desaparecidas: miraba con el gesto mal encajado y los ojos perdidos del que, con la costumbre de los cristales graduados, pierde en un tropiezo sus lentes y ha de amoldar la mirada a la nueva distorsión de las cosas. Aunque era un ser blando y mezquino y atemorizado, yo lo juzgaba un héroe: se sentaba a pocos centímetros de mi padre, lo tocaba incluso. Y de repente dejó también de visitarnos.

Entonces le dije a mi hermana: «Papá está a punto de morirse; hasta ese hombre repelente lo ha abandonado.» Mi hermana me respondió: «Ese hombre murió hace una semana.» Así que no se trataba de ningún héroe: sólo era un moribundo que se reunía de vez en cuando con otro moribundo sin miedo a contaminaciones, un pájaro que frecuentara los nidos de los pájaros de su especie. Me lo imagino recorriendo los domicilios de los agonizantes, mensajero de una sociedad secreta cuyos miembros no se conocen entre sí, se ignoran, y sólo se mantienen en contacto a través de un fantasma que los frecuenta a todos. Si tal sociedad existía, no consideró necesario relevar a su emisario: mi padre tenía los días contados. Había dejado de hablar, pero seguía vistiéndose, lavándose y afeitándose solo y oyendo la radio. Un día, cuando fui a despedirme para ir al colegio, lo encontré sin afeitar. «¿Hoy no te afeitas?», le pregunté para darle ánimos: mi hermana y yo queríamos que nos sintiera naturales y casi deportivos, acostumbrados a la muerte. Se limitó a parpadear dos veces. Entonces mi hermana apareció, sacó la rasuradora eléctrica de entre los libros -hacía tiempo que mi padre no leía una página, pero usaba los libros para esconder, quién sabe por qué, la máquina de afeitar-, la enchufó y empezó a afeitar a mi padre.

Esa noche me desperté con una pesadilla: soñé que mi hermana me afeitaba -yo no necesitaba afeitarme- y me hacía daño. La máquina me levantaba la piel, me dejaba la cara en carne viva, me escocía y dolía el contacto del aire. Salté de la cama a oscuras, avancé como un ciego por el corredor: en el espejo del fondo del pasillo me esperaba un espectro con una cara tenebrosa que era la mía. Entré temblando en el cuarto de mi hermana. La ventana estaba entreabierta y en la habitación se filtraba la luz de los focos de las obras de la inmobiliaria. Dormía boca arriba, tensa, como si fingiera el sueño y esperara a un enemigo. Con cuidado la destapé y me acosté a su lado, sin tocarla. «Vuelve a tu cama», dijo sin abrir los ojos, como una médium. Entonces me tumbé en el suelo, junto a la cama, sobre la alfombra. A unos centímetros de mi mano estaban los zapatos de mi hermana, levemente tronchados los tacones bajos, muy usados y brillantes de limpios, viejos. Entonces me echó encima un cobertor.

En aquel tiempo mi hermana y yo empezamos a llevar a mi padre al lavabo y a bañarlo y a vestirlo. El médico le daba tres semanas de vida. Dibujé en un papel una escalera de veinte peldaños que terminaba en una puerta blanca, y cada día que pasaba tachaba un escalón. Pasaron las tres semanas y tres semanas más y otras tres semanas y mi lápiz continuaba detenido ante la puerta rectangular y vacía. Cumplido el plazo, cada mañana, antes de salir hacia el colegio, mientras mi hermana fregaba la cocina me acercaba a mi padre mudo y ciego, desvalido en el pijama que mi hermana le había comprado para sustituir las ropas que ya no podría ponerse nunca, y comprobaba si seguía respirando. Registraba el bolso de mi hermana -y al abrirlo me gustaba oler a cosméticos y a tabaco-, cogía la polvera plateada, acercaba el espejito a la boca de mi padre: una nube ligerísima de vaho lo empañaba. Entonces guardaba la polvera. Jamás toqué aquel débil vapor casi imperceptible. A veces mi padre roncaba brutalmente, y mi hermana le inyectaba, y ya no tenía que usar la cinta de goma para abultar y buscar la vena.

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