Justo Navarro - Hermana muerte

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Peculiar novela de iniciación, Hermana muerte es también el relato de una obsesión destructora, el descubrimiento del mundo por parte de dos personajes centrales: un adolescente y su hermana enfrentados a la memoria fantasmal del padre muerto. En la revelación de la vida estará también la clave del final de un ámbito definido con inteligente frialdad por su joven dominador, por ese narrador protagonista que, implacable, desmonta una a una las piezas de un universo incapaz de luchar contra su propia ruina. En esta su segunda novela, Justo Navarro, conocido también como poeta de muy soberbio ejercicio de precisión constructiva sostenido en un clima de inquietante -y aleccionadora- perversidad.

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Al aire libre me sentí mejor: disfrutaba viendo a los que bailaban, y el ritmo de las canciones hacía que me olvidara de mí mismo y de mi peso, y me arrastraba de un lado a otro como una corriente de agua. Pasé ante un hombre que encendía un cigarrillo: la llama del fósforo le iluminaba la cara; con el fósforo todavía prendido me observó a través de la primera bocanada de humo, y luego los ojos me traspasaron, me dejaron atrás, enfocaron la figura de alguien cuyas pisadas aplastaban la gravilla de la pendiente que llevaba al garaje. «Hola», saludó el fumador. Quise contestarle, pero no conseguí emitir un solo sonido. ¿Me había evaporado? Me miré las manos: allí estaban, sucias y entintadas por los letreros corridos y borrados de la caja de hielo. ¿Seguían también los pies dentro de los zapatos? ¿Habían desaparecido? Me quité el zapato derecho y el calcetín: el pie derecho tampoco se había disuelto en la atmósfera fresca de la noche.

Me aburría la moto y los coches con los faros encendidos y la música y las voces demasiado altas para imponerse sobre los instrumentos modernos, y, cuando se callaba el magnetofón, el rumor mutilado e impúdico de las frases desnudas, sorprendidas en el apagamiento repentino de la música, admiradas de sí mismas: era el momento que aprovechaban, en el mutismo insoportable, para romper vasos y copas y aplastar los cascotes con botas de motorista. El tumulto de los que bailaban en el fondo de la piscina vacía era más divertido: los bailarines giraban, gesticulaban y saltaban con soltura como hábiles buzos en aguas muy claras. Los faroles y las luces de los coches multiplicaban las sombras: las paredes celestes y blancas eran sábanas tensas e iluminadas tras las que se proyectaban las siluetas oscuras de una banda de muchachos sin sueño. ¿De quién era la sombra quieta que se extendía, como una marca fronteriza, hasta la escalerilla metálica? Levanté un brazo y comprobé que era mi sombra.

Entonces vi que las luces rojas y blancas de un avión se aproximaban a la luz roja que resplandecía en la cúspide de la grúa. Si el avión chocara contra la grúa, ¿caerían pedazos ardiendo sobre nuestro jardín? El motorista vestido de cuero revolvía con un trozo de tubería de plomo en el montón de hojarasca podrida: tenía puesta una careta antigás. Bajé al fondo de la piscina. Los bailarines se acercaban a la maleta que había abierto Martín y dejaban sobre las toallas, las billeteras, los cubiertos, los ceniceros, las servilletas robadas una prenda: un pendiente, una cinta, un jersey, una sandalia. La maleta que mi padre arrojara una noche a las aguas corruptas rebosaba ahora con los regalos de los visitantes. Una mujer que andaba de puntillas me empujó hacia los brazos de otra mujer que me empujó hacia los brazos de un sujeto tambaleante bajo un sombrero sin ala que, aunque sonreía alardeando de unos dientes destruidos, estaba triste como un perro enfermo. Todavía me esperaban los brazos de la mujer que empuñaba la cartera de plástico transparente: me pasaban de uno a otro como una pelota, y yo simulaba reír a carcajadas. Cuando entró en el juego el joven caballero gordo y deforme de camisa planchada y corbata de nudo ajustado y perfecto, con tres bolígrafos de distintos colores en el bolsillo superior, no aguanté más: corrí hacia la escalera niquelada perseguido por las muecas y el jolgorio de nuestros invitados. Les deseé a todos, mudo como quien reza, que se murieran, y, una vez a salvo, frente a la depuradora, me sentí feliz: estaba seguro de que mis deseos se cumplirían antes o después.

En la puerta de la casa, bajo el porche, mi hermana había entablado conversación con los chinos de las gabardinas negras: los tres sostenían vasos de papel con la finura del que alza una copa del cristal más pulido. Me consoló que mi hermana se distrajera en la fiesta. Entre frase y frase lanzaba una mirada a la cancela, y los chinos la imitaban cortésmente, sigilosos, respetando el fruncimiento de cejas, las preocupaciones de mi hermana. Me acerqué a mi hermana: a pesar de que se llevaba el vaso a los labios, el vaso estaba vacío, y vacíos estaban los vasos de los chinos. La música sonaba ahora al volumen más elevado, y me guiñó la mujer elegante que, sentada entre dos coches en una silla de terraza, un tacón quitado y otro puesto, bebía directamente de una botella. «¿Todo muy bien?», decían los chinos. «Todo muy bien», decía mi hermana. Mi hermana esperaba cerca de la puerta, y yo esperaba cerca de mi hermana.

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