Martín traía un cigarrillo encendido entre los labios, y en las manos una botella verde y otra transparente. «Ten», me dijo, y cogí las botellas y las encontré pesadas y frías. Subimos al coche, puso la llave de contacto, abrió la ventanilla para que saliera el humo del tabaco. En la etiqueta amarilla de la botella transparente había un zorro o un animal que era como un zorro y clavaba los ojos en los míos. «Maldita sea», dijo Martín, «una rueda está pinchada». Volvimos a salir del coche. Entonces reparé en que la tapicería era color cereza: le sentaba bien al traje de Martín y al pelo de Martín. Entrechocaban las herramientas, rechinaban en el silencio del patio interior. Se oía la respiración de Martín: ¿oía Martín su respiración? Se despojaba de la chaqueta, hablaba consigo mismo en voz muy baja, dejó la chaqueta en el techo del coche. Sacó la rueda de repuesto, aflojó los grandes tornillos que sujetaban la rueda pinchada, levantó el coche con el gato. Traté de que rodara la rueda de repuesto: no podía sostenerla, cayó con ruido de metal y goma. «Estate quieto», gritó Martín.
¿Para qué se había tendido ahora con la cabeza bajo el coche? ¿Buscaba uno de los tornillos? ¿Revisaba un engranaje? ¿Pensaba en el hielo que se derretía silencioso? Tomaba una herramienta y la dejaba en el suelo de cemento sin consideración. Yo lo observaba desde la puerta del conductor, quieto, obedeciendo sus instrucciones. Miré en el interior del coche y vi el llavero con un puñal dorado, pendiendo de la llave plateada. No sé por qué giré la llave: hubo un ruido de motor, el coche se movió y se desplomó sobre el pecho de Martín. Martín no dijo nada, pero emitió una especie de ronquido. El llavero oscilaba, sujeto a la llave de contacto, como un péndulo de poco peso.
Me puse de rodillas: el suelo estaba sucio y arañaba. Miré debajo del Peugeot: Martín me miraba con los ojos atónitos, ladeada la cabeza como si lo hubieran llamado desde el almacén-frigorífico. Tenía sangre en la camisa y en la boca: era del color de la tapicería del coche. Lo que quedaba del cigarrillo le había caído en un hombro y le estaba haciendo una quemadura. «¿Martín, Martín?», le dije. Me parece que movió los labios, aunque no oí nada. Sabía que le colgaba del cuello la alianza de mi padre; no me atreví, sin embargo, a quitársela. Cogí la chaqueta: el bolsillo era caliente como una cama abandonada hace poco. En la billetera encontré dinero para el autobús. Cargué con la caja de hielo: no quería fastidiarles a los invitados la fiesta.
La caja de hielo me azulaba las manos mientras mi sombra me perseguía por los callejones que rodean las naves de las carnicerías. Unos pasos venían en mi busca: eran -advertía cuando estaban a punto de alcanzarme- mis propios pasos. Tenía gana de encontrar la parada del autobús, de alejarme de los almacenes y llegar a la fiesta. ¿Bailarían ya en el jardín? La noche se espesaba como una disolución de la que poco a poco se evapora el líquido. Descubrí la señal de la parada de autobuses y hubo un crujido en la caja de hielo: el hielo se derretía, unos cubos caían sobre otros; de alguna bolsa de plástico rota goteaba agua helada. Apoyé la caja en la plataforma del autobús para sacar el dinero y pagar el ticket, y quedó en el suelo de metal y goma una marca rectangular de humedad. «¿No tienes cambio?», me preguntó el chófer. No tenía cambio, y se lo dije. «Muy bien, baja», me ordenó. Le pedí que se quedara con el billete, pero que me acercara a mi casa. «Pasa y guárdate el dinero, pero no manches el vehículo con ese cajón repugnante.»
Así que, durante el trayecto, aguanté con las manos congeladas y azules la caja de hielo. Me dolían tanto las manos que apretaba los dientes y cerraba los ojos: era un molusco, pero me atravesaba un filamento encendido, una línea blanca en el fondo de cada ojo. En el autobús sólo viajaba una pareja de chinos vestidos con gabardinas negras; me senté en la penúltima fila de asientos y, sosteniendo siempre la caja con una mano, fui sacando bolsa tras bolsa de hielo, y las puse en mis pies, y las pisé y rompí, y cuando el agua anegaba el espacio que rodeaba a mi asiento y fluía en la bajada de las cuestas hacia el conductor, avisté la última parada de la avenida Embajadores, deposité el billete de Martín en el sitio en el que me había sentado y salté del autobús, abrazando la caja, en cuanto empezó a detenerse.
Andaba rápido hacia la urbanización, y mis pasos me provocaban una maligna inquietud, como si me sorprendiera de repente en un espejo inesperado. Durante un tiempo, hacía mucho, tuve deseos de perderme y me iba por calles y calles al acecho del instante en el que la memoria me traicionara y fuera incapaz de volver a mi casa. Había siempre una esquina con carteles de cine, un cine, una farmacia, un hombre parado que me señalaban la salida del laberinto. La única vez que conseguí olvidarme de dónde estaba y cómo había llegado hasta allí, y, apoyado en la tela metálica que protegía una vivienda, me preparaba para gritar pidiendo ayuda, descubrí, a través de los setos y los árboles, que me encontraba en la parte trasera de una casa que era muy parecida a mi propia casa: veía las sombrillas, el columpio, el cobertizo de la depuradora, y me parecía estar mirando mi casa, aunque había caminado durante más de una hora huyendo de ella. Cuando chillé, acudieron mi hermana, mi padre, una mujer que me consolaba rogándome que diera la vuelta y entrara en la vivienda. Obedecí. Durante meses pensé que me tenían prisionero unos seres que eran exactamente iguales a los miembros de mi familia y vivían en una casa igual a nuestra casa.
Antes de llegar a la gasolinera me crucé con una mujer que llevaba guantes de goma y con un hombre que llevaba guantes negros. Me crucé con mucha más gente, incluso una mujer me miró con fijeza a los ojos como si quisiera hipnotizarme; pero no recuerdo con precisión ninguna cara ni ninguna cicatriz: sólo me acuerdo del peso doloroso de mis pies, que trataban, en vano, de pisar la cabeza de mi sombra; de cómo no se calentaba jamás la caja de cartón entre mis manos frías; de los guantes de goma naranja y de los guantes negros. Dejé atrás la gasolinera, arrojé la caja en el contenedor de basura e inicié el descenso hacia la casa. Frente al edificio Dinamarca me adelantó una gran moto negra y dorada: el motorista tocó la bocina con estridencia al pasar junto a mí; me pareció que quien lo acompañaba se reía. «Ojalá se cayeran», pensé. Y la moto derrapó en la curva de los edificios Noruega y Finlandia, y se salió de la calzada reventada por las taladradoras.
Pero en el momento en que comencé a oír la música, la moto me adelantó otra vez: sus tripulantes eran invitados a la fiesta. Los coches rodeaban la casa y algunos tenían los faros encendidos. La cancela estaba abierta y había más coches en el jardín, cerca del Opel. La música salía potente del magnetofón acoplado a la radio de un Fiat. Estaban conectadas las lámparas del jardín, y las sombras de los bailarines se alargaban sobre los muros de la casa, como manos ante el cono de luz de un proyector de cine, entrelazados los dedos para formar figuras extrañas. Junto a la esterilla de caucho había un zapato de tacón caído; en el sofá de la sala de estar encontré sentados a los dos chinos de gabardinas negras con los que había viajado en el autobús: veían la televisión, a la que habían quitado la voz. «No entendemos idioma, no idioma», repetían, señalando a la orquesta que tocaba en la pantalla muda; «mejor sin voz», añadieron. Se levantaron ceremoniosos y me saludaron con una inclinación de cabeza.
Subí al dormitorio de mi hermana: mi hermana se pintaba los labios frente al espejo. «¿Eres tú, Martín?», preguntó sin unir prácticamente los labios, y la voz surgió extraña como la de una impostora que, ante un cómplice, dejara de imitar la voz del individuo cuya personalidad usurpa. «Soy yo», le dije. Se volvió hacia mí: me miraba como si le costara reconocerme. «¿Y Martín?», me interrogaba. «Vendrá», dije, «cuando cambie la rueda pinchada del coche». Del perchero descolgué la máquina de fotos guardada en su funda de cuero. «¿Qué haces?», dijo mi hermana. No le contesté: sabía que no iba a moverse, manejando, como estaba, el pincel para los ojos. Regresé a la sala de estar: los dos chinos continuaban mirando la televisión silenciosa. Sobre el televisor coloqué la cámara de fotos, acoplé el automático, pulsé el disparador, corrí para sentarme junto a la pareja oriental. Los chinos se levantaron al unísono para cederme el asiento en el instante en que se abría el obturador de la cámara.
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