No tuvieron más remedio que recurrir a las drogas: el agua me ayudó a ingerir la minúscula cápsula celeste. Y he de confesarlo: me la tragué seguro de que me envenenaban, pero ávido de dormirme y alcanzar un final confortable. Me empujó tío Adolfo a la cama, me tapó con amabilidad, devolvió el espejo a su sitio. Sólo la linterna y el stick de hockey, sobre la cómoda, entre cascotes y yeso, daban testimonio de que un ojo mezquino y terrorífico me había estado observando impune. Fue entonces cuando me percaté del extraordinario parecido entre mi tío y mi padre: es verdad que mi padre es más alto y airoso, pero había algo en las cejas de tío Adolfo que pertenecía a las cejas de mí padre. Averigüé de pronto que no recibiría ningún mal de aquel hombre. «Tío Adolfo», le dije, «te pareces tanto a papá». «Pero, hijo, es tía Esperanza la que era su hermana», me respondió.
Aquel indicio de estupidez por su parte no me desalentó. Al contrario: también mi padre sabía ser un estúpido fuera de lo común cuando se lo proponía. Jamás olvidaré el día en que, preocupado por mi falta de amistades, llegó a la casa con el sobrino de un socio y, viendo el mutismo con que, junto a la piscina, rehusábamos mirarnos el uno al otro -ahora me doy cuenta de que aquel niño insignificante y yo éramos, en realidad, dos almas gemelas, y que evitamos mirarnos como quien, vergonzosa y repugnantemente feo, rehúye una malévola foto fidedigna o un espejo sincero y poco piadoso-, advirtiendo nuestra incapacidad para dirigirnos no ya la palabra, sino una simple ojeada, se presentó con una baraja de cartas francesas, obstinado en distraernos con juegos de manos. Mezcló los naipes, nos hizo elegir a cada uno una carta oculta, nos pidió que introdujéramos nuestras cartas otra vez en el mazo. Barajó. «Decid un número entre el 1 y el 52», ordenó. Me estaba poniendo nervioso, olía a sudor y marcas de humedad le empapaban la camisa. Elegimos nuestros números. Entonces empezó a levantar cartas sobre la blanca mesa de terraza, sentado en el filo de la hamaca, contándolas, y vi pasar la carta que me había tocado sin que mi padre la descubriera, mientras el extraño que me acompañaba, silencioso e incómodo, se movía incesante y permaneciendo siempre sobre el mismo palmo de terreno.
«Me queréis despistar», dijo mi padre. «Los números que me habéis dicho no coinciden con vuestras cartas ocultas. Pero yo las adivinaré». Y pronunció unas palabras cabalísticas que obligaron a nuestro forzado visitante a cerrar los ojos, apurado y casi tembloroso. «Ésta es tu carta, ¿verdad?», le dijo. Y él respondió: «Sí.» «Y ésta es la tuya.» «No», aseguré categórico. Entonces mi semejante echó a correr y se encerró en el Opel de mi padre. «¿Qué pasa», se preguntó confundido mi padre, a la vez que emprendía el camino hacia el coche. Hablaba con el niño por la ventanilla del automóvil. «He mentido, he mentido», exclamaba el niño lloriqueando. Y no oí más. Mi padre, al parecer, no pudo convencerlo para que continuara en la casa. Se quitó la corbata que todavía llevaba puesta, la dejó colgada de la rama del níspero del jardín. Abrió la cancela de par en par, regresó al coche y ocupó el asiento del conductor. Arrancó. El pobre infeliz que debería haberse convertido en mi amigo abandonó la casa mirándome por fin a través del cristal del Opel. No nos hicimos ni un guiño: jamás volvió a la casa y jamás volvimos a vernos.
No era la luz difusa que colmaba el cuarto sino el ruido de las obras alrededor de la casa lo que me dio conciencia de que se había hecho de día y yo me despertaba y mi padre había muerto. ¿Había vuelto mi hermana mientras yo dormía? Salí descalzo del dormitorio -había incómodas partículas de yeso por el suelo del cuarto- y me encontré vacía la habitación de mi hermana. Pero había en la casa un latido de cuerpos, y yo lo percibía, como cuando por la calle notaba que alguien cerca de mí, a mis espaldas, estaba mirándome, y me daba la vuelta y me enfrentaba a los ojos de una desconocida: alguien, me imaginaba, que había sufrido el rapto de su primogénito años atrás, y creía identificar en mí al hijo perdido gracias al lunar que tengo en la mejilla izquierda, y se disponía a asaltarme y a llevarme por la fuerza a un apartamento estrecho y arruinado.
Desde la balaustrada de la planta alta descubrí a tía Esperanza y tío Adolfo y recuperé la memoria de la noche anterior: con un paño mi tía desempolvaba los anaqueles de la biblioteca, afanosa como si, responsable de un asesinato, se preocupara de borrar posibles huellas, mientras mi tío mantenía la vista en un punto aéreo y fijo, apacible como quien espera en una estación de autobuses, seguro de que la impaciencia no cambiará la hora de partida o llegada de los vehículos, conforme y desesperanzado. Sí, tenía un parecido notable con mi padre, antes, claro, de que a mi padre lo invadiera el ser carcomido con el que habían cargado los camilleros. Alzó los ojos y me miró, pero no dijo nada: era como si estuviéramos a oscuras y los ojos de mi tío tuvieran que acostumbrarse a la tiniebla para distinguirme y reconocerme. Al cabo exclamó: «¡Buenos días!» y mi tía me sonrió, y la dentadura amarillenta como nata de dos días funcionó como un recordatorio: un lazo de lana anudado en un dedo para que nos acordemos de una cita. Nadie iba a convencerme de que mi padre estaba muerto.
Parecía evidente e indiscutible, sin embargo, que lo estaba, e incluso yo asistí a su entierro, del que me ha quedado una sucesión de imágenes veloces y débiles, las imágenes de la pantalla de un cine en el que han abierto una puerta y una cortina, y penetra la luminosidad del exterior diluyendo a los actores, los escenarios y los paisajes. Mi hermana vestida de negro y enmascarada tras unas gafas de cristales ahumados, llevaba una curiosa bolsa de papel marrón en las manos enrojecidas. Pensé: «La pobre ha llorado mucho», pero inmediatamente caí en la cuenta de que el llanto no le habría irritado las manos. ¿Había tenido que lavar el cadáver, la habían obligado a cavar una fosa? Los enterradores se movían sin emoción, profesionales, y tanta diligencia dedicada a un perfecto extraño consiguió conmoverme. No tuve, pues, que fingirme afligido por la muerte de un individuo que era un suplantador, si es que se enterraba a alguien: el féretro, en cuanto lo sacaron del largo coche gris perla, me pareció extremadamente ligero a pesar de que lo cubrían flores y coronas con cintas negras y doradas. Además, ¿tienen igual presencia un recipiente vacío y uno lleno? Aquella caja de negra madera lacada tenía aspecto de estar absolutamente vacía, y, suponiendo que mi perspicacia me engañara, ¿qué me importaba que sepultaran a un falsificador y a un impostor? Yo había recogido pruebas de sobra de que el hombre que babeaba en el sofá, frente a la ventana, absorto en las grúas y las excavadoras y la radio, no era mi padre.
Entonces vi que mi hermana lucía una cadena de oro sobre el vestido de luto, una cadena de la que pendía el anillo de mi padre. El ataúd ascendía en un elevador hacia el nicho con la lentitud de un príncipe camino de la coronación. ¿Debía ordenar que pararan la ceremonia, abrieran el ataúd y comprobaran que, de haber alguien dentro, no le pertenecía al cadáver el anillo que conservaba mi hermana? Un individuo con muletas me observaba atónito desde la cima de un promontorio. ¿Me hacía señales? Por desgracia me distrajo un avión que, en ese instante confuso, atravesó atronador el cielo claro y frío, y luego, cuando el avión se alejaba, advertí que el inválido había desaparecido y que cambiaba el ruido del elevador: el ataúd se desplazaba ahora sobre rieles hacia las profundidades del nicho. Mientras tapiaban el hueco en el que yacería para toda la eternidad un impostor que quizá fuera nadie, reinó un silencio helado apenas interrumpido por tímidas toses contenidas y pisadas pastosas sobre la tierra húmeda y blanda. Vivíamos en una ampolla de vidrio: si alguien nos hubiera agitado, habría empezado a nevar. Yo evitaba leer los nombres inscritos en las lápidas, porque temía tropezarme con mi propio nombre.
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