Justo Navarro - F.

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F., a los treinta y cinco años, prometió no vivir más de cincuenta. Estaba con un amigo en una plaza de Reus, era una tarde de junio de 1957 y dijo que pensaba matarse antes del 20 de mayo de 1972, día de su cincuenta cumpleaños. Justo Navarro, poeta, traductor, crítico literario y novelista, persigue la deriva de una vida, sigue el rastro de las mujeres, de las lecturas, de los trabajos y los días de un poeta que creía más en la inteligencia que en la inspiración, de un escritor que afirmaba que el único tema que le interesaba eran las mujeres, y cuando las mujeres le abandonaban huía al estudio de las lenguas, el griego, el latín, el ruso, el polaco, de todas las lenguas germánicas, al estudio de otras palabras que borran aquellas que no pueden ser pronunciadas ni pensadas. Un crítico indispensable del que Gil de Biedma dijo que era el hombre más inteligente que había conocido, el hombre sin edad que seducía a los las jóvenes y había alcanzado una extraordinaria perfección en el arte de interpretarse a sí mismo en los cafés, el traductor que había traducido a destajo a Dashiel Hammett en la España franquista, cuando Hammett se preparaba para morir, acosado por el FBI, América, las deudas, la vida. Porque F. es Gabriel Ferrater, poeta, traductor, crítico literario y, al menos una vez, novelista. Y esta historia de F., esta indagación sobre Ferrater, esta novela o memoria, que puede leerse como el informe que escribiría un detective de Hammett que también fuera escritor, como Hammett, como F., como Justo Navarro, concluye en la fecha en que Ferrater fijó su destino. Todos los datos están aquí y, si hay un enigma, también está aquí. Aunque los personajes y lugares, reales o ficticios, sólo aparezcan como personajes y lugares imaginarios. Y la única respuesta sea la pregunta.

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Quizá sea mejor beber un poco, fumar, beber, levantarse: muevo las piernas con mucho cuidado y me Heno de asombro al ver que se mueven, como cuando paseaba por los parques ingleses en 1963 y me echaba en el suelo, derrumbado y feliz en Londres, antes de Jill. Entonces Ferrater también era turista y traducía novelas policiacas para Weidenfeld & Nicolson, dejaba el folio en la máquina de escribir, salía de casa descalzo y se tumbaba en los parques. Miraba a chicas vestidas de Mata-Hari (velos de bailarina y blue-jeans) y princesas indias feas y con amigdalitis y pink cheap lipstick. En el verano de 1963 Ferrater tenía más de cuarenta años, el pelo blanco, gafas negras, vestía y se movía como un adolescente, fumaba como un adolescente, tapándose la cara al llevarse el cigarro a la boca, espécimen de niño mutante albino, encrespado, adolescente James Dean, refugiado en la casa familiar de su hermana, Amalia Barlow, según el apellido de su esposo. Todavía no conocía a Jill Jarrell. Como preparándose para Jill, se transmutó durante los meses en Londres, ahora en Kensington, con Helena, su novia, hija de un amigo y maestro, Helena, que era o había sido becaria en Durham, veinte años más joven que Ferrater.

En Londres sufrió una transformación. Igual que en esa historia de insectos acromegálicos, miméticos, disfrazados para sobrevivir en las ciudades como hombres con abrigo y sombrero, aunque el abrigo y el sombrero forman por una horripilante equivocación parte del exoesqueleto del insecto gigante y mimético, Ferrater había desarrollado en Barcelona trajes monstruosos (anquilosados, erróneos: como los sombreros y abrigos de los insectos gigantes) de funcionario franquista a pesar de su horror hacia los franquistas y especialmente hacia los franquistas funcionarios (pero siempre consideró secundaria la porción de vida que el país o cualquier lugar colectivo puede fastidiarnos). En Kensington se le desprendió el exoesqueleto quitinoso, y adoptó calzado deportivo, blue-jeans, jerséis, camisas para pasear por el parque y tumbarse: la mínima felicidad de no caer, de tumbarse uno mismo, sin proyecto ni orientación.

Huyó hacia Hamburgo, perdió a Helena, se enamoró de Jill, se casó, perdió a Jill veinte meses después de la boda y se puso a esperar que sonara el teléfono. «Soy Jill, voy a volver», dirá la voz de Jill. «Mañana estaré en Sant Cugat.» Y entonces cuelga Ferrater el teléfono, en casa de la madre, y la madre protesta, recuerda el precio de las conferencias telefónicas con Madrid, porque Ferrater ya no espera la llamada, llama él y nadie le promete volver mañana. Se está deshaciendo, más aún, disolviéndose, ha ido a un neurólogo para detener la disolución o disolverse bajo vigilancia médica. Sigue un tratamiento, procura no beber, Triptizol, Valium, Librium, un mejorador del humor y dos sedantes, nortriptilina y derivados de las benzodiazepinas: el mundo puede ser reconstruido científicamente, químicamente reconstruido, Valium, Librium y Triptizol, pero ahora mismo, domingo 27 de noviembre de 1966, el adolescente de cuarenta y cuatro años recibe la regañera de su madre por usar demasiado el teléfono, y el adolescente decide irse de casa, volver a la casa que tuvo con Jill, solo y aterrorizado. Este régimen de vida, dice, exigirá tratamientos neurológicos.

15

Cuando se fue Jill el mundo cambió, se enfrió, se hizo invernal, es decir, llegaron noviembre y diciembre como todos los años. Ferrater cambió su relación consigo mismo: era de pronto otro, helado, sin la irradiación del otro ser que vivía cerca. Ahora vivía en un silencio esclerótico, había perdido una especie de ruido mental, un espacio mental que compartía con Jill, tangible, físico: una especie de pensamiento siamés o puramente común: emoción o sangre compartida a través de un aparato circulatorio exterior-interior que lo unía a Jill y ahora había sido dañado, obstruido, cerrado, derruido, pulverizado. Y dolía, dolía físicamente, como si a los cuarenta y tantos años percibiera el desgaste y la oclusión de las arterias coronarias, el acabamiento de la capacidad pulmonar, la angustia del aire que falta. Las paredes del apartamento de Sant Cugat se mueven, vienen a aplastarme, o yo me dilato, aumento y voy a aplastarme contra las paredes. Entonces suena el teléfono, puede que sea Jill, alguien abre el grifo del oxígeno, se acelera el corazón, ha llegado el momento de la asfixia definitiva o del rescate.

No, no es Jill, pero ya está pasando la crisis. Uno sigue vivo o muerto, tal como estaba, helado, en el invierno de 1966 y 1967, cuando en las casas arrancan los radiadores de la calefacción central y venden las calderas y las viejas tuberías de plomo roídas por las ratas, pasadas, obstruidas. Ahora dicen que el gas butano, la última novedad, es mejor para calentar las casas, y arrastran bombonas pesadísimas por las escaleras, el ruido de los repartidores de bombonas llena los edificios, chocan las bombonas contra las puertas de ascensor y contra otras bombonas. Como sólo en momentos excepcionales de la historia, está apareciendo un nuevo color, el color naranja sobrenatural de las bombonas de gas butano, y quizá también el azul de la llama en las estufas de gas, y el olor del butano, alcohólico. Dan dolor de cabeza estas estufas, es mejor apagarlas, y hace tanto frío en enero de 1967 en Barcelona: hasta la policía se hiela y tiembla. «Tengo miedo del miedo que tiene la bofia», dice Ferrater, y la policía reparte palizas en la universidad, pero también en la calle, y cierra la universidad la policía mientras en las casas los propietarios siguen arrancando radiadores de calefacción. Es la renovación industrial y científica del país: el tiempo irreversible y paralizado de la degradación de todas las cosas, científicamente establecida por las leyes de la termodinámica, y Ferrater sufre una gripe crónica en el despiadado invierno de 1966 y 1967, tiempo muerto, congelado, fijo y cada vez peor, más muerto, más congelado, más fijo, después de la fuga de Jill. La Aspirina se suma al Valium, al Librium y al Triptizol.

16

No es que tuviera mucha gana de entrar en detalles, pero en definitiva la madre de Jill tenía la culpa, escribió Ferrater a su hermano Joan: «Ha jugado bien sus cartas, que eran mejores que las mías porque detrás había dinero.» Juego, astucia y dinero es la vida adulta, según el perdedor Ferrater, apostando de farol, sin dinero detrás de las cartas, pese a su deseo de ser económicamente serio. «Una vida no se conserva si no es atenta a las leyes del dinero y a los movimientos de los hombres y las mujeres», dijo, y, en su deseo de alejarse de la vida falsa y bufonesca, de farol, se enamoró de una disciplina científica: desarrolló entonces una extraordinaria pasión por las ciencias del lenguaje. Fue un enamoramiento en el más hondo frío de la Edad PosJill, la gran glaciación. El esposo abandonado por la esposa mucho más joven (como si la mujer niña hubiera madurado en compañía del viejo Ferrater, Sócrates o dios callejero al que desprecian los viejos de la ciudad; como si Jill, en su compañía, hubiera adquirido el conocimiento necesario para despreciarlo), el viejo esposo encontró otro amor joven, una ciencia joven y moderna, la lingüística, y renovó ante sí mismo una promesa de absoluta renovación vital: abandonó el alcohol con ayuda del tratamiento del neurólogo, demostrando una vez más que los alcohólicos se caracterizan precisamente por abandonar el alcohol con mucha mayor frecuencia que los no alcohólicos (cuantas más veces dejan de beber más alcohólicos son, en general).

Entonces se declaró enamorado de un muerto, Sapir, Edward Sapir, formidable lingüista americano estudioso de las lenguas de los pieles rojas. (Hay individuos que, como Ferrater, parecen preferir los amores con extranjeros: los extranjeros creen que ciertos rasgos fisiológicos o caracterológicos del nativo son comunes y propios del país, mientras que los paisanos saben que esos rasgos son excepcionales, personalísimos, insoportables e irremediables; los extranjeros, además, casi siempre hacen un mayor esfuerzo de comprensión.) «Estoy completamente enamorado de Sapir», escribió Ferrater el primer sábado de diciembre de 1966: desde hacía unas cuantas semanas había tomado la costumbre de refugiarse los sábados por la tarde en la gran editorial, cuando no hay nadie y es prácticamente seguro, dice, que ningún tipo de gente se le eche encima. Acude con puntualidad modélica al despacho en la gran editorial, pero sólo fuera de horario, cuando está cerrado el negocio. Así no se ve amenazado por la posibilidad de repetir en voz alta y ante testigos: «Jill me ha dejado.»

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