Se había cortado el pelo, y el frío en las sienes y la nuca de la máquina y las tijeras del barbero y el aire de la calle le habían inoculado una ilusión de renovación o depuración. Temblorosamente esquelético y quebradamente longilíneo, después de cuatro meses de dolor y tranquilizantes, algunas semanas sin beber y cinco días bebiendo, desapareció de los bares habituales. Estaba en el congreso literario, donde, detrás de las gafas y una gesticulación italiana con acento nórdico y fulminante capacidad argumentativa, rebatió las afirmaciones más brillantes de los oradores más brillantes. En el momento en que nombraba al viejo loco Ezra Pound encerrado en una jaula cerca de Pisa por alta traición a los Estados Unidos de América, una honda voz subterránea, sólo suya, le dijo a Ferrater que (hablando en público, para los más grandes escritores de Milán y Barcelona) sólo hablaba secretamente para Valeria, preparando el momento en el que en la habitación 205 se quitaría las gafas y descubriría sus ojos, las cejas crecidas nunca domadas por las pinzas depiladoras. Valeria vio la cara que nadie vio. Es el primer día y es como si ya me fueras familiar, buen amigo, buen amante, me estoy viendo en tus ojos azules, dijo Valeria. Y qué rápidamente se adquieren costumbres en un dormitorio con una amante nueva: en cuanto por segunda vez se entra en el mismo dormitorio uno descubre que ya tiene costumbres: como si llevara entrando media vida en ese dormitorio, como si uno quisiera ser fiel a uno mismo, al que entró por primera vez en el dormitorio que se le ofreció felizmente.
El luminoso Ferrater gesticulante dominaba el parloteo científico de los escritores de Milán y Barcelona. Poseía sentido de la sorpresa y el espectáculo y de la velocidad que exigen la sorpresa y el espectáculo: quería dar felicidad y recibir felicidad, aunque parecía encontrar algún problema con las palabras. No es que le faltaran las palabras a Ferrater, las palabras le sobraban en ocho, nueve o diez idiomas, sino que, por el contrario, cargaba con un excedente descomunal de palabras que originaba atascos fónicos y mentales. En el pensamiento se le abría un agujero, un vacío, muchos vacíos, pero no, no era exactamente eso: era una multitud de palabras, todas las palabras leídas, oídas, repetidas, pensadas, ramificadas, multiplicadas. Unas palabras sobre otras tachaban todas las palabras: las palabras sobre las palabras terminaban siendo un borrón, un hueco negro, como si un escritor escribiera y escribiera y llenara una página que había sido blanca, y corrigiera y tachara y corrigiera y añadiera más palabras y más tachaduras y más palabras, hasta que la página está completamente negra, que es como decir completamente en blanco.
Ferrater apartaba unas palabras para escoger otras con gesticulación dolorosa, como si trabajar con palabras fuera trabajar con materiales altamente pesados, y era como si las palabras levantaran polvo cuando las movía y lo envolvieran en una nube de confusión: vestía deportivamente, camisa y pantalones de descargador. Acababa de ponerles en su fiebre políglota el pie en el cuello a las lenguas escandinavas. No quería las palabras para persuadir de nada a nadie: sólo quería encantar. «El escritor está siempre intimidado y se necesita cierto coraje (yo lo tengo y estoy orgulloso de ello) para escribir libremente sin tener en cuenta las reacciones ni los ataques», dijo una vez. No conoció la falsa modestia, aborrecible enfermedad del escritor. Decía que es curioso que la gente hable tan a menudo de la falsa modestia, cuando es lo que menos se encuentra en el mundo: lo que encontramos a cada paso es la falsa inmodestia, la costra de fatuidad que recubre todas las dudas. «No hay personas inmodestas, pero sí las hay que no quieren reconocer su propia y devastadora modestia, esa voz interior, más despiadada que las voces de los otros», dijo, y acabaron todas las voces en la habitación del Hotel Colón, cansados, Valeria y Ferrater, en el olor a calefacción y cosméticos de la mujer de más de treinta años, en la habitación donde Ferrater no tiene nada, no tiene equipaje, sólo la ropa que lleva y que se va ensuciando como va creciendo la barba. Ella cuenta una historia, Suiza y los suicidios, fuma rubio americano y Ferrater fuma negro y mira la forma de los dedos y los labios de Valeria cuando fuma y habla, las cejas, los ojos modelados por el humo. El peso del humo parece mayor en los cuartos donde no hay mucha luz.
Ahora tiene que llamar a Milán, a su marido, el arquitecto Berni. Estoy bien, querido, dice, y Ferrater siente cierto consuelo, Valeria está bien, ha sobrevivido a los suicidios ya las clínicas suizas, a los meses de conversaciones médicas (tiene habilidad para hablar de sí misma, adquirida durante meses de conversaciones profesionales-personales con profesionales de la conversación, psicoanalistas, y Ferrater tiene habilidad para escuchar y para regalar las palabras que impulsan y mejoran las conversaciones: sus palabras aumentan el valor de las palabras de Valeria). Ferrater siente una especie de sujeción al peso de la vida de Valeria, una especie de sujeción independiente, momentáneamente sujetos los amantes en la habitación ocasional, de paso, alquilada por días que acabarán muy pronto. ¿Cuándo termina el encuentro del Gruppo 63? Faltan dos días, un día, ha colgado el teléfono Valeria y pasa la punta de los dedos, a contrapelo, como si comprobara el paso del tiempo, por la barba que va creciendo en Ferrater.
Quizá él, Ferrater, podría ir a Milán, dijo Valeria, acompañarla a Milán. Su matrimonio lo daba por muerto, en esto coincidía absolutamente con su marido aunque el marido no lo expresaría así, dijo Valeria. Ferrater trabajaría en la industria editorial milanesa, de gran prestigio en el mundo editorial del mundo, como Ferrater, que había traducido para Weidenfeld & Nicolson, de Londres, había asesorado a Rowohlt, de Hamburgo, y había dirigido literariamente la gran Seix Barral, de Barcelona. La invitación de Valeria le recordó los consejos de su hermano, que desde Edmonton se ofrecía para buscarle trabajo en América, o le sugería volver a Hamburgo, salir de Barcelona. Sí, quizá pueda ir a Milán, dijo Ferrater, estudiando en ese instante unos consejos fraternales que no le habían merecido demasiada atención hasta ese momento, pues dudaba de que en Alemania o América pudiera devenir la personalidad de la industria editorial en la que se estaba convirtiendo en la Barcelona de 1966. Aunque en 1967 se había alejado algunos centímetros más del centro del imperio de la industria librera, cabía pensar que definitivamente alcanzaría el centro en Milán. Por primera vez, ser un insensato (seguir a Valeria) equivalía a la sensatez que su hermano aconsejaba.
O yo puedo quedarme aquí en Barcelona, dijo Valeria, y quizá sintió Ferrater esa duplicación que se produce cuando el amor se convierte en trato sobre la propia vida, y en el trato entra otra vida, ajena, la vida de la amante: uno desea estar con la amante y uno desea poder salir inmediatamente por la puerta y estar solo, es decir, libre: uno es exactamente dos personas. Uno tiene que estar tratando con su amante en la habitación de un hotel y, al mismo tiempo, debe tratar con los dos en los que se ha convertido de pronto, y la habitación se llena de gente insegura, pesada, que no sabe muy bien qué hace en esa habitación de hotel. No se identifica exactamente con ninguno de los dos hombres que hay en la habitación, y es como si los estuviera mirando, otro más, el Hombre Invisible, mientras la habitación continúa llenándose de humo y ruido de la calle (están abriendo las tiendas), y una mosca minúscula y torpe de febrero entra en un vaso vacío después de pasear sobre los dos relojes juntos en la mesa de noche (hay una diferencia de siete minutos entre el reloj de hombre y el reloj de mujer). No quiero volver a Milán, dijo Valeria, o sólo volvería contigo, sin ti puedo morirme en Milán, no sé lo que haría para morirme.
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