Eric Frattini - El Laberinto de Agua

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Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su segunda novela en uno de los personajes más controvertidos y desconocidos del cristianismo, Judas, el apóstol traidor. ¿Qué pasaría si su historia no fue como nos la han contado? Los cimientos de la Iglesia se tambalearían, y eso es lo que quiere impedir a toda costa el malvado cardenal Lienart.

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– Muy bien, señor, pero no estamos autorizados a recoger absolutamente nada por motivos de seguridad. Llamaremos a monseñor Mahoney. Espere aquí mientras le llamamos.

El guardia suizo se dirigió a la garita y llamó a través del teléfono interno a la Secretaría de Estado.

– Buenos días, aquí el puesto de guardia de la puerta de Santa Ana. Le habla el suboficial Darré. Hay un hombre aquí, parece oriental, y desea entregar un paquete a monseñor Mahoney. ¿Qué quiere que hagamos?

– Dígale que espere. Ahora mismo bajo -respondió Mahoney.

Al llegar a la puerta, los dos guardias que se encontraban en el puesto de seguridad se pusieron en posición de firmes.

– ¿Dónde está ese hombre?

– No lo sabemos, monseñor. Estaba aquí ahora mismo. Cuando hemos vuelto después de llamarle a usted, ya no estaba. Hemos encontrado este paquete apoyado en la reja. No sabemos si abrirlo por seguridad -dijo el suboficial.

Mahoney supo inmediatamente de qué paquete se trataba.

– Está bien, suboficial. Yo me ocuparé de todo. Me llevaré el paquete a la Secretaría de Estado.

– ¿No prefiere que confirmemos antes su contenido por seguridad, monseñor?

– ¿No le parece que si fuera una bomba habría explotado ya?

– No lo sé, monseñor. No puedo asegurarlo sin un detector de explosivos.

– Sólo Dios puede saberlo y al mismo tiempo protegernos. Deme el paquete. Yo me haré cargo de él -ordenó Mahoney al guardia, que aún parecía desconcertado.

En la soledad de sus aposentos, el obispo Emery Mahoney extrajo unas tijeras de un cajón y comenzó a cortar el papel de estraza con el que estaba envuelto el paquete. Tras retirar el papel sobrante, apareció ante sus ojos un libro con algunos caracteres en forma triangular, sin duda alguna, letras en copto.

Por fin la palabra de Judas Iscariote había llegado a buenas manos para permanecer una vez más en el silencio de los tiempos por el bien de la Iglesia, de Su Santidad el Papa y de la Santa Sede. Intentando mantener la calma, monseñor Mahoney levantó el teléfono y marcó el número directo de emergencia de su eminencia el cardenal Lienart.

Tras cuatro tonos, Mahoney oyó la voz del secretario de Estado al otro lado de la línea.

– ¿Sí?

– Eminencia, soy monseñor Mahoney.

– ¿Qué desea?

– Sólo deseo informarle de que la palabra del libro hereje está en nuestro poder. El libro de Judas nos ha sido entregado. ¿Qué quiere que haga con él?

– Guárdelo en la caja fuerte hasta que yo le dé instrucciones. Hasta esa hora, proteja el libro. Que nadie sepa que lo tiene en su poder, que nadie lo vea, que nadie conozca su contenido, ¿me ha entendido?

– Sí, eminencia, le he entendido perfectamente.

– Buenos días, y no me falle esta vez, monseñor.

– No le fallaré, eminencia.

– En estos momentos estoy esperando la llamada del Santo Padre desde Castelgandolfo. Estoy intentando convercerle para que no visite a ese Agca en la prisión. Le ha dado por perdonar a ese turco infiel delante de las cámaras de televisión. Ese campesino intenta perdonar sin saber que perdonar no es olvidar, sino vivir en paz con la ofensa, y eso es lo que intenta ahora.

***

Ginebra

Afdera llegó en taxi hasta la mansión de Vasilis Kalamatiano, en la Route de Florissant. La joven no se dio cuenta de que la vigilaban desde un vehículo que estaba aparcado y se dispuso a tocar el timbre del gran portalón de bronce. Un sonido seco le indicó que la puerta se había abierto. Al empujarla, divisó enseguida el tejado de la mansión principal entre un pequeño bosque rodeado por el campo de golf y las dos casas para invitados.

El mayordomo ya la esperaba al final del limpio camino de gravilla que conducía a la puerta principal.

– Buenos días, señorita Brooks.

– Buenos días-respondió Afdera.

– El señor Kalamatiano la está esperando en el salón principal. Sígame, por favor.

Al entrar en el salón Afdera se encontró frente a frente con Kalamatiano y Colaiani.

– Creo que ya conoce al profesor Colaiani -dijo el Griego.

– Sí, nos conocemos muy bien -admitió Afdera.

– Sé lo que está pensando, señorita Brooks. El profesor Colaiani es una rata. Yo también estoy de acuerdo con usted, pero le aseguro que es la rata más experta en historia medieval, y tras recibir su llamada estará de acuerdo conmigo en que le necesitamos. ¿No le parece?

Mientras el mayordomo servía café y pasteles orientales, Afdera sacó el diario de su abuela del bolso.

– He anotado todo lo que he descubierto hasta este momento en el diario que me dejó mi abuela. Si me ocurriese algo a mí, alguien podría continuar con la investigación -precisó después de dar un sorbo de café.

– ¿Por qué cree que le podría ocurrir algo? -preguntó Colaiani.

– Varias personas que han tenido contacto con el libro de Judas han perdido la vida misteriosamente. La mayoría asesinados por un extraño y misterioso grupo que deja como firma un octógono de tela sobre la víctima. Mis padres, varios científicos que han trabajado en la restauración y traducción del códice, el director de la Fundación Helsing, algunos de los excavadores que descubrieron el libro en Gebel Qarara y los marchantes que participaron en su venta han sido asesinados de muy diversas maneras. Estoy segura de que en algún momento lo intentarán conmigo o con cualquiera de ustedes si esos hombres del octógono descubren que estamos intentando reconstruir la ruta del libro y descubrir el texto de Eliezer, el seguidor de Judas.

– Yo no deseo morir.

– No gimotee, Colaiani. Parece usted un estúpido niño. Le aseguro que si alguno de esos asesinos del octógono consigue llegar hasta mí, le estaré esperando, y si es necesario, me los llevaré conmigo al paraíso -aseguró Kalamatiano, dejando ver bajo su chaqueta una pequeña pistola-. Y ahora, querida señorita Brooks, cuéntenos qué ha descubierto para saber cuál es el siguiente paso que debemos dar.

– Mis investigaciones continuaron tras la conversación que mantuve con usted, profesor Colaiani, desde el mismo punto en el que comienza la historia de la carta de Eliezer, en Damietta, el 7 de junio de 1249, cuando es conquistada por las tropas cruzadas de Luis IX de Francia. Desde aquí marqué un punto de inicio, tanto del libro como de la carta de Eliezer. Después continué con el viaje del rey Luis, varios caballeros y tropas varegas a San Juan de Acre. Me centré en la ruta y en las pistas varegas dejadas por los cruzados escandinavos. Esa pista me la dio usted. Me llamó mucho la atención unas palabras que mencionó al referirse a la carta de Eliezer y al libro de Judas. Usted me dijo que Luis IX pudo descubrir la peligrosidad del documento y que tal vez entendió que era mejor para la cristiandad mantener lo más alejado posible el libro de Judas de la carta de Eliezer. Separados quizá fuesen menos peligrosos, afirmó. Me centré también en seguir la pista desde Acre a Antioquía y de Antioquía al Pireo. También busqué pistas sobre el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes y que tanto usted como Eolande no pudieron descubrir…

– ¿Qué ciudad era?

– Venecia, sin duda alguna.

– ¿Cómo está tan segura? -intervino Kalamatiano.

– Me acordé, simplemente, de las enseñanzas de mi abuela y de los relatos y leyendas que me contaba cuando visitábamos a varias familias judías de Venecia. Recordé un cuento que me contaba la señora Levi durante mis visitas al Ghetto Vecchio y la Corte de los Arcanos. La señora Levi me llevó un día de la mano y me explicó que para entrar en esa Corte había que abrir siete puertas, cada una de las cuales tenía grabada sobre ella el nombre de un shed o diablo: Sam Ha, Mawet, Ashmodai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Ná Amah. Y esos siete shed son en realidad los nombres de los siete guardianes del laberinto.

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