Robert Silverberg
El laberinto de Majipur
A David Hartwell, Page Cuddy, John Bush — que empujaron con mucha suavidad.
Por el asesoramiento recibido en los aspectos técnicos del malabarismo que aparecen en esta novela, estoy en deuda con Catherine Crowell de San Francisco y con esos extraordinarios actores que son los Flying Karamazov Brothers, que tal vez hasta este momento desconozcan cuánta ayuda me prestaron. No obstante, los conceptos teóricos prácticos del malabarismo expuesto en la novela son esencialmente de mi invención, en especial los que conciernen a la capacidad de malabaristas de cuatro brazos, y ni la señora Crowell ni los hermanos Karamazov son responsables de las improbabilidades o imposibilidades que existan en estas páginas.
Marta Randall ofreció inestimable colaboración en otros aspectos de la redacción de este libro. Entre las contribuciones de la señora Randall hay que citar los textos de ciertas canciones que aparecen en la novela.
Por las críticas al manuscrito en sus problemáticas etapas iniciales, debo dar las gracias a Barbara Silverberg y a Susanne L. Houfek; y agradezco a Ted Chichak, de Scott Meredith Literary Agency, su apoyo, su ánimo y su cacumen profesional.
Robert Silverberg
III
EL LIBRO DE LA ISLA DEL SUEÑO
Durante lo que le parecieron meses o incluso años, Valentine permaneció tumbado, desnudo, en la cálida roca plana de la guijosa playa donde el turbulento Steiche le había depositado. El rugido del río fue un constante zumbido en sus orejas, curiosamente sosegador. La luz del sol le envolvió en un brumoso nimbo dorado, y Valentine pensó que ese contacto curaría sus magulladuras, rozaduras y contusiones, simplemente si permanecía inmóvil bastante tiempo. Sabía vagamente que debía levantarse y buscar refugio, e iniciar la búsqueda de sus compañeros, pero apenas podía hacer acopio de fuerza para volverse de costado.
Esa no era forma de comportarse, él lo sabía, para la Corona de Majipur. Tal complacencia para consigo mismo era aceptable tratándose de mercaderes, taberneros o incluso malabaristas, pero sobre una persona con pretensiones de gobierno recaía una superior disciplina. Por lo tanto levántate, se dijo, tapa tu cuerpo, y comienza a caminar hacia el norte, a lo largo de la orilla, hasta que encuentres personas capaces de ayudarte a recuperar tu descollante posición. Sí. ¡Arriba, Valentine! Pero se quedó donde estaba. Había gastado hasta la última pizca de energía, Corona o no, durante la atropellada zambullida en los rápidos. Tumbado como estaba, Valentine experimentó una intensa sensación de la inmensidad de Majipur, de los miles y miles de kilómetros de circunferencia que se extendían bajo sus extremidades. Un planeta enorme, lo bastante holgado como para alojar a veinte mil millones de personas sin apiñamientos, un planeta de grandiosas ciudades, maravillosos parques y reservas forestales, regiones sagradas y territorios agrícolas. Y Valentine creyó que si se tomaba la molestia de levantarse, se vería obligado a recorrer a pie ese colosal dominio, paso a paso, paso a paso. Era más sencillo no moverse.
Algo hormigueaba en su región lumbar, algo insistente y semejante al caucho. Valentine no se preocupó.
—¿Valentine?
Tampoco se preocupó de ese sonido, durante unos instantes.
El hormigueo se produjo de nuevo. Pero por entonces ya se había filtrado en su cerebro, entumecido por la fatiga, el hecho de que alguien había pronunciado su nombre, y que en consecuencia uno de sus compañeros había sobrevivido a pesar de todo. El gozo inundó su alma. Con la escasa energía que logró reunir, Valentine levantó la cabeza y vio a su lado la menuda figura repleta de tentáculos de Autifon Deliamber. El mago vroon se disponía a estimularle por tercera vez.
—¡Está vivo! —gritó Valentine.
—Es evidente que sí. Igual que usted, más o menos.
—¿Y Carabella? ¿Y Shanamir?
—No los he visto.
—Me lo temía —murmuró débilmente Valentine. Cerró los ojos, bajó la cabeza, y apesadumbrado por la desesperación volvió a tumbarse como un desecho.
—Vamos —dijo Deliamber—. Nos espera un vasto viaje.
—Lo sé. Por eso no quiero levantarme.
—¿Está herido?
—Creo que no. Pero quiero descansar, Deliamber. Deseo descansar cien años.
Los tentáculos del mago sondearon y apretaron el cuerpo de Valentine en muchos puntos.
—Ninguna herida grave —murmuró el vroon—. Una buena parte de su persona se conserva sana.
—Una buena parte de mi persona no lo está —replicó vagamente Valentine—. ¿Y usted?
—Los vroones son buenos nadadores, incluso los viejos como yo. Estoy ileso. Deberíamos continuar, Valentine.
—Más tarde.
—¿Así es como la Corona de Maji…?
—No —dijo Valentine—. Pero la Corona de Majipur no habría tenido que bajar por los rápidos del Steiche en una balsa de troncos atados. La Corona no habría errado días y días por esta jungla, no habría dormido bajo la lluvia, no habría comido simples frutas y bayas. La Corona…
—La Corona no permitiría que sus lugartenientes le vieran en postura indolente y desanimada —dijo mordazmente Deliamber—. Y uno de ellos está acercándose ahora mismo.
Valentine abrió los ojos al instante y se incorporó. Lisamon Hultin avanzaba hacia ellos por la playa. Tenía un aspecto ligeramente desarreglado: la ropa hecha jirones, su gigantesco y corpulento cuerpo salpicado con el color púrpura de las magulladuras. Pero su paso era garboso y su voz, cuando llamó a los dos varones, era tan atronadora como siempre.
—¡Hola! ¿Están intactos?
—Creo que sí —respondió Valentine—. ¿Has visto a los otros?
—A Carabella y al chico, a un kilómetro de aquí.
Valentine sintió que su ánimo se remontaba.
—¿Están bien?
—Ella sí, por lo menos.
—¿Y Shanamir?
—No quiere despertar. Ella me mandó a buscar el mago. Y lo he encontrado antes de lo que pensaba. ¡Puaf, vaya río! ¡Esa balsa se partió tan de repente que casi fue divertido!
Valentine cogió su ropa, notó que aún estaba húmeda y, tras encogerse de hombros, la dejó caer en las rocas.
—Debemos ir con Shanamir ahora mismo. ¿Sabes algo de Khun, Sleet y Vinorkis?
—No los he visto. Me hundí en el río y cuando desperté estaba sola.
—¿Y los skandars?
—No hay rastro de ellos. —Miró a Deliamber—. ¿Dónde crees que estamos, mago?
—Lejos de cualquier parte —replicó el vroon—. A salvo y fuera del territorio metamorfo, en cualquier caso. Vamos, condúceme hasta el chico.
Lisamon puso a Deliamber en su hombro y se alejó rápidamente por la playa, mientras Valentine renqueaba detrás de los dos, con la ropa mojada bajo el brazo. Al cabo de un rato encontraron a Carabella y a Shanamir acampados en una cala de brillante arena blanca rodeada por gruesas cañas de río con tallos de color escarlata. Carabella, con muchos golpes y aspecto de cansancio, vestía únicamente una breve falda de cuero. Pero reflejaba un estado razonablemente bueno. Shanamir yacía inconsciente, respirando con lentitud, con la piel de un extraño tinte oscuro.
—¡Oh, Valentine! —gritó Carabella. Se levantó de un salto y corrió hacia él—. Vi que te arrastraba la corriente… y luego… y luego… ¡Oh, pensé que no volvería a verte nunca!
Valentine la abrazó con fuerza.
—Y yo pensé lo mismo. Pensé que te había perdido para siempre, amor mío.
—¿Estás herido?
—No de un modo permanente —dijo él—. ¿Y tú?
—Fui de un lado a otro durante mucho rato, hasta que olvidé cómo me llamo. Pero luego encontré un sitio tranquilo y nadé hacia la orilla. Shanamir ya estaba allí. Pero no despertaba. Lisamon salió de la maleza y dijo que trataría de localizar a Deliamber, y… ¿Se pondrá bien, mago?
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