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Robert Silverberg: El laberinto de Majipur

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“Lord Valentine’s Castle” fue publicada fraccionada en dos volúmenes en esta colección, “El Castillo de Lord Valentine” y “El Laberinto de Majipur”, si bien el editor las presentó como dos novelas independientes. El lector de “El castillo de Lord Valentine” dejó al protagonista convencido ya de su verdadera identidad: él era la Corona de Majipur aunque ni su cara ni su cuerpo fueran los que había tenido como tal. Decidido a recobrar el trono, el aventajado aprendiz de malabarista debe llegar al Monte del Castillo, montaña gigantesca salpicada de ciudades inmensas en cuya cima reina el impostor Barjacid. Pero el camino hacia el Castillo es un laberinto plagado de peligros. Valentine tendrá que convencer primero a su madre, La Dama de la Isla y del Sueño, y para ello deberá merecer ese honor, como cualquier peregrino que acude a la Isla, escalando Terraza tras Terraza. Y antes de llegar al castillo, Valentine habrá de pasar por la prueba más peligrosa: el verdadero Laberinto de Majipur, un mundo subterráneo de tortuosas cavernas donde casi nadie ha visto el sol y donde reside el Pontífice rodeado de su impresionante burocracia. Escenarios, personajes y monstruos fabulosos como los dragones marinos de hasta cien metros de longitud son los ingredientes principales de esta segunda parte de “El Castillo de Lord Valentine” al igual que lo eran en la primera, conformando eses mundo fantástico que tan merecida fama ha dado su creador, Robert Silverberg.

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Los dragones marinos pasaban su vida en interminables migraciones entre los dos océanos. Daban vueltas y más vueltas alrededor del globo, tardando años o incluso décadas, por lo poco que podía saberse, para completar la circunnavegación. Aproximadamente una decena de grandes manadas habitaba el océano, viajando sin cesar de oeste a este. Todos los veranos, una manada concluía la travesía del Gran Océano, pasaba al sur de Narabal y recorría la costa meridional de Zimroel en dirección a Piliplok. En ese momento estaba vedada su caza, porque en la manada abundaban las hembras fecundadas durante esa época. En otoño nacían las crías, cuando la manada había llegado a las aguas barridas por el viento situadas entre Piliplok y la Isla del Sueño, y se iniciaba la cacería anual. De Piliplok partían gran número de dragoneras. Las manadas sufrían una merma, tanto de miembros jóvenes como de adultos, y los dragones supervivientes regresaban a los trópicos: pasaban al sur de la Isla del Sueño, doblaban la corcova de la alargada Península Stoienzar en el continente de Alhanroel, y se dirigían hacia el este, hacia el Gran Océano, donde nadaban sin problema hasta que su ciclo los hacía volver a Piliplok. De entre todas las bestias de Majipur, los dragones marinos eran las mayores con una gran diferencia. Recién nacidos eran pequeños, no pasaban de dos metros de largo, pero continuaban creciendo durante toda su vida, y vivían muchos años, aunque nadie sabía cuántos. Gorzval, que permitió que los pasajeros compartieran su mesa y demostró ser un skandar locuaz olvidadas ya sus ansiedades, era aficionado a contar historias sobre la inmensidad de ciertos dragones marinos. Durante el reinado de lord Malibor se capturó uno de sesenta metros de longitud; otro, en la época de Confalume, alcanzó los setenta metros, y en los tiempos en que Prestimion era Pontífice y lord Dekkeret la Corona, un barco cogió un dragón diez metros más largo que el anterior. Pero el campeón, explicó Gorzval, era un animal que tuvo la osadía de presentarse en la entrada del puerto de Piliplok durante el reinado de Thimin y lord Kinniken, y que, según datos de confianza, medía noventa y cinco metros. Ese monstruo, conocido como el dragón de lord Kinniken, escapó ileso porque toda la flota de dragoneros se encontraba en alta mar. Al parecer, diversos cazadores lo habían vuelto a ver en siglos posteriores, y recientemente en el mismo año que lord Voriax fue nombrado Corona, pero nadie había podido clavarle un arpón, y gozaba de funesta reputación entre los pescadores.

—Actualmente debe tener ciento cincuenta metros de largo —dijo Gorzval—, y ruego que otro capitán tenga el honor de encontrarlo si alguna vez vuelve por estas aguas.

Valentine sólo había visto dragones marinos de pequeño tamaño, muertos, destripados, salados y secados, que se vendían en los mercados de todo Zimroel, y de vez en cuando había saboreado su carne, que era de un color oscuro, fuerte de sabor y dura. Así se preparaban los dragones de menos de tres metros. La carne de animales de mayor tamaño, hasta quince metros de largo, se vendía fresca a lo largo de la costa oriental del continente, pero las dificultades de transporte evitaban que el producto llegara a mercados muy alejados del mar. A partir de esa longitud, los dragones eran muy viejos y su carne no era comestible, pero se transformaba en aceite para muchos usos, pues el petróleo y otros hidrocarburos fósiles escaseaban en Majipur. Los huesos de los dragones marinos de todos los tamaños se aprovechaban en arquitectura, ya que eran casi tan fuertes como el acero y se obtenían con mucha más facilidad. Los huevos de dragón tenían valor medicinal, por lo que se recogían, en cantidades de cientos de kilos, en los abdómenes de las hembras fecundadas. Piel de dragón, alas de dragón… todo tenía alguna utilidad y nada se desechaba.

—Esto, por ejemplo, es leche de dragón —dijo Gorzval mientras ofrecía a sus invitados un frasco que contenía un líquido de color azul claro—. En Ni-moya, o en Khyntor, pagan diez coronas por un frasco como éste. Animo, pruébenlo.

Lisamon dio un vacilante sorbo y escupió.

—¿Leche de dragón, o meados de dragón? —preguntó. El capitán sonrió con frialdad.

—En Dulorn —dijo—, lo que acaba de escupir le costaría una corona, por lo menos, y tendría mucha suerte si encontrara un poco de leche de dragón.

Empujó el frasco hacia Sleet, que lo rechazó con un gesto de su cabeza, y luego hacia Valentine. Éste, tras ligera vacilación, se lo llevó a los labios.

—Amargo —dijo—, y rancio, pero no es tan terrible. ¿Cuál es el secreto de su encanto?

El skandar se dio palmadas en los muslos.

—¡Afrodisíaco! —retumbó su voz—. ¡Estimula! ¡Calienta la sangre! ¡Prolonga la vida! —Señaló jovialmente a Zalzan Kavol que, sin haber sido invitado, estaba bebiendo animadamente—. ¿Lo ven? ¡El skandar lo conoce! ¡A un habitante de Piliplok no hay que suplicarle para que lo beba!

—¿Leche de dragón? —dijo Carabella—. ¿Son mamíferos?

—Mamíferos, sí. La hembra incuba los huevos en su cuerpo, y cuando nacen las crías, diez o veinte por camada, hay hileras de mamas por todas partes del vientre. ¿Le parece extraño hablar de leche de dragón?

—Considero que los dragones son reptiles —dijo Carabella—, y los reptiles no dan leche.

—Será mejor que considere a los dragones como dragones. ¿No quiere probar la leche?

—No, gracias —replicó la joven—. No necesito estimularme.

Las comidas en el camarote del capitán eran lo mejor del viaje, decidió Valentine. Gorzval era un ser bonachón y comunicativo, teniendo en cuenta el carácter de los skandars, y le gustaba comer decentemente, con vino, carnes y pescados de varios tipos, entre ellos una buena ración de carne de dragón. Pero el barco era viejo y angosto, estaba mal diseñado y peor conservado, y los tripulantes, una decena de skandars, varios yorts y humanos, se mostraban poco comunicativos y con frecuencia claramente hostiles. Era indudable que los cazadores de dragones constituían un grupo orgulloso e intolerante, aunque se tratara de la tripulación de un barco tan destartalado como el Brangalyn, y tomaban a mal la presencia de extraños mientras practicaban sus misterios. Únicamente Gorzval parecía hospitalario, pues el skandar estaba muy agradecido a sus pasajeros, porque sin el dinero de éstos no habría podido zarpar.

Ya estaban muy alejados del continente, en un dominio carente de rasgos característicos donde el azul claro del océano se unía con el azul claro del cielo y anulaba cualquier sensación de lugar y rumbo. El Brangalyn avanzaba rumbo sursureste, y cuando más se alejaba de Piliplok tanto más cálido se hacia el viento, caluroso y seco como siempre.

—Solemos decir que el viento es un envío para nosotros —dijo Gorzval—, porque viene directamente de Suvrael. Ese pequeño obsequio del Rey de los Sueños es tan delicioso como todos los suyos.

El mar estaba desierto: sin islas, sin troncos flotando, sin indicios de nada, ni siquiera de dragones. Los dragones habían pasado muy lejos de la costa ese año, un hecho bastante frecuente, y estaban asoleándose en las aguas tropicales próximas a los bordes del archipiélago. De vez en cuando pasaba a gran altura una gihorna, en plena migración otoñal desde las islas hasta las Marismas del Zimr, que no estaban cerca del río del mismo nombre, ni mucho menos, sino a ochocientos kilómetros al sur de Piliplok. Las gihornas, criaturas de altas patas, eran tentadores blancos, pero nadie pensó en abatirlas. Otra tradición del mar, por lo que parecía.

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