Robert Silverberg - El laberinto de Majipur

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El laberinto de Majipur: краткое содержание, описание и аннотация

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“Lord Valentine’s Castle” fue publicada fraccionada en dos volúmenes en esta colección, “El Castillo de Lord Valentine” y “El Laberinto de Majipur”, si bien el editor las presentó como dos novelas independientes.
El lector de “El castillo de Lord Valentine” dejó al protagonista convencido ya de su verdadera identidad: él era la Corona de Majipur aunque ni su cara ni su cuerpo fueran los que había tenido como tal.
Decidido a recobrar el trono, el aventajado aprendiz de malabarista debe llegar al Monte del Castillo, montaña gigantesca salpicada de ciudades inmensas en cuya cima reina el impostor Barjacid. Pero el camino hacia el Castillo es un laberinto plagado de peligros.
Valentine tendrá que convencer primero a su madre, La Dama de la Isla y del Sueño, y para ello deberá merecer ese honor, como cualquier peregrino que acude a la Isla, escalando Terraza tras Terraza.
Y antes de llegar al castillo, Valentine habrá de pasar por la prueba más peligrosa: el verdadero Laberinto de Majipur, un mundo subterráneo de tortuosas cavernas donde casi nadie ha visto el sol y donde reside el Pontífice rodeado de su impresionante burocracia.
Escenarios, personajes y monstruos fabulosos como los dragones marinos de hasta cien metros de longitud son los ingredientes principales de esta segunda parte de “El Castillo de Lord Valentine” al igual que lo eran en la primera, conformando eses mundo fantástico que tan merecida fama ha dado su creador, Robert Silverberg.

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Hubo un espantoso impacto: el dragón que embestía había topado con un costado del Brangalyn .

El barco escoró como empujado por la mano de un gigante, y a continuación se inclinó vertiginosamente hacia el lado contrario. Un pavoroso temblor hizo estremecer el maderamen. Se produjo un impacto secundario —¿las alas que golpeaban el casco, quizá el azote de la cola?— y luego otro, y el Brangalyn fluctuó rápidamente como si fuera un corcho.

—¡Vamos a desfondarnos! —gritó una desesperada voz.

Todo empezó a rodar sobre cubierta: una gigantesca caldera usada para extraer grasa rompió sus amarres y cayó sobre tres infortunados tripulantes, una caja con hachas para partir huesos se rompió y resbaló hacia un costado del barco… Mientras el navío continuaba oscilando y dando guiñadas, Valentine vio fugazmente al gran dragón al otro lado del Brangalyn , donde pendía la última captura, desequilibrando la embarcación. El monstruo dio la vuelta y se preparó para un nuevo ataque. Ya no había duda de que sus embestidas tenían un objetivo concreto.

El dragón arremetió con el hombro. El Brangalyn sufrió una violenta sacudida. Valentine gruñó, pues la protección de Lisamon se convirtió en un abrazo prácticamente aplastante. Valentine no tenía la menor idea del paradero de los otros, no sabía si iban a sobrevivir. El barco estaba perdido, era indudable; ya estaba inclinándose a la banda de un modo terrible a consecuencia del agua que entraba en la bodega. La cola del dragón se alzó casi hasta la cubierta y golpeó de nuevo. Todo se desvaneció en el caos. Valentine notó que volaba. Se remontó garbosamente, cayó dando vueltas, se lanzó hacia el agua con elegancia y destreza.

Cayó en algo parecido a un remolino y la terrible y turbulenta espiral succionó su cuerpo.

Mientras se hundía, Valentine no pudo menos que escuchar el sonido de la balada de lord Malibor. La verdad era que la Corona tomó gusto a la caza de dragones, hacía diez años, y un día partió a bordo de un dragonero que tenía fama de ser el mejor de Piliplok. El barco se perdió con toda su tripulación. Nadie supo lo que había pasado, aunque el gobierno —así constaba en los irregulares recuerdos de Valentine— se refirió a una repentina tormenta. La causa más probable, pensó Valentine, era esa bestia asesina, ese vengador de la especie de los dragones.

Veinte kilómetros de largo,
cinco de ancho y tres de alto, así era él.

Y en esos momentos otra Corona, la segunda después de Malibor, iba a encontrar idéntica muerte. Valentine experimentó una curiosa indiferencia al pensar en ello. Pensó que iba a morir en los rápidos del Steiche, y sobrevivió. Aquí, con cientos de kilómetros entre él y cualquier tipo de seguridad, y muy cerca de los coletazos de un rabioso monstruo, estaba todavía más perdido, pero de nada servía lamentarse. El Divino le había retirado su favor. Lo que apenaba a Valentine era que personas muy queridas iban a morir con él, sólo porque habían sido leales, porque se habían comprometido a seguirle en el viaje a la Isla, porque se habían vinculado a una infortunada Corona y a un no menos infortunado capitán de dragonero y debían compartir el diabólico destino de ambos.

Valentine notó que se hundía más en el corazón del océano y dejó de meditar sobre las mareas de la fortuna. Pugnó por respirar, quiso toser, se atragantó, escupió agua y tragó más. Su corazón latía despiadadamente. Carabella, pensó, y las tinieblas le envolvieron.

Desde que despertó, desde que abandonó su truncado pasado y se encontró cerca de Pidruid, Valentine nunca había dedicado excesiva meditación a una filosofía de la muerte. La vida ya le ofrecía suficientes retos. Recordó vagamente las enseñanzas recibidas en la pubertad: todas las almas vuelven a la Fuente Divina en su último momento, cuando se produce la descarga de energía vital, y recorren el Puente de los Dioses, el puente que es responsabilidad principal del Pontífice. Pero Valentine jamás se había detenido a considerar si había algo de cierto en esa enseñanza, si existía el otro mundo, cómo era el más allá. En ese momento, sin embargo, recuperó el conocimiento en un lugar tan extraño que superaba la imaginación incluso del pensador más fértil.

¿Se encontraba en la otra vida? Era una gigantesca sala, una silenciosa y enorme habitación de gruesas y húmedas paredes rosadas y un techo que en ciertos puntos era elevado y abovedado y se apoyaba en potentes pilares, y en otros lugares descendía hasta casi tocar el suelo. En ese techo había resplandecientes hemisferios que emitían una tenue luz azulada, como si fueran fosforescentes. El ambiente era fétido y vaporoso, y tenía un sabor áspero, amargo, desagradable y sofocante. Valentine estaba tendido de costado en una superficie mojada y resbalosa, rugosa al tacto, muy arrugada, con constantes palpitaciones y temblores. Apoyó en ella la palma de la mano y experimentó una especie de convulsión interna. La textura del suelo era totalmente desconocida para él, y los ligeros aunque perceptibles movimientos interiores le hicieron dudar: ¿había penetrado en el mundo que hay después de la muerte, o se trataba simplemente de una grotesca alucinación?

Valentine se levantó torpemente. Su ropa estaba empapada, había perdido una bota en alguna parte, le quemaban los labios a causa del gusto a sal, sus pulmones parecían estar llenos de agua, y se sentía tembloroso y mareado. Además, era difícil mantenerse en pie en una superficie que vibraba sin cesar. Al mirar alrededor vio bajo la pálida luminosidad algo parecido a vegetación, flexibles plantas en forma de látigo, gruesas, carnosas y sin hojas, que brotaban del suelo. También esas plantas se contorsionaban a causa de una animación interna. Tras pasar entre dos elevados pilares y cruzar una zona donde techo y suelo casi se unían, Valentine distinguió algo similar a un estanque lleno de un fluido verdoso. La penumbra le impidió ver más allá.

Caminó hacia el estanque y percibió un detalle excesivamente raro: centenares de peces multicolores, como los que había visto agitarse en el agua antes de empezar la cacería del último día. Ahora no nadaban. Estaban muertos y en descomposición, con la carne desprendiéndose de las espinas, y bajo ellos había una alfombra de espinas similares, una alfombra de varios metros de espesor.

De pronto oyó detrás de él un sonido que parecía el rugido del viento. Las paredes de la sala estaban en movimiento, retrocedían, y las partes descendentes del techo se retiraron y crearon un vasto espacio abierto. Un torrente de agua se precipitó hacia Valentine y le cubrió hasta las caderas. Apenas tuvo tiempo para llegar a uno de los pilares y rodearlo con los brazos. La invasión de agua le anegó con tremenda fuerza. Resistió. Media Mar Interior, así lo parecía, pasó junto a él, y por un momento creyó que iba a soltarse, pero el flujo se calmó y el agua desapareció a través de unas grietas que se materializaron bruscamente en el suelo… dejando como secuela multitud de impotentes peces. El suelo se agitó violentamente. Los carnosos látigos barrieron hasta el estanque verdoso a los desesperados peces que se retorcían en el suelo, y los animales cesaron de moverse nada más entrar allí.

Valentine comprendió repentinamente.

No estoy muerto, lo sé, pensó, ni me hallo en un lugar de la otra vida. Estoy dentro de la panza del dragón.

Se echó a reír.

Valentine echó atrás la cabeza y risotadas de gigante brotaron de su boca. ¿Qué otra respuesta era más apropiada? ¿Llorar? ¿Maldecir? La enorme bestia le había engullido apresuradamente, había succionado a la Corona de Majipur con el mismo descuido que si se tratara de un pececillo. Pero él abultaba demasiado para que el animal le impulsara hacia el estanque digestivo, y por eso estaba allí, acampado en el suelo del estómago del dragón, en la catedral de un conducto alimenticio. ¿Y ahora qué? ¿Presidir un tribunal para peces? ¿Administrar justicia para ellos conforme iban entrando? ¿Fijar su residencia allí y pasar el resto de sus días comiendo pescado crudo robado de las presas del monstruo?

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