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Robert Silverberg: El laberinto de Majipur

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“Lord Valentine’s Castle” fue publicada fraccionada en dos volúmenes en esta colección, “El Castillo de Lord Valentine” y “El Laberinto de Majipur”, si bien el editor las presentó como dos novelas independientes. El lector de “El castillo de Lord Valentine” dejó al protagonista convencido ya de su verdadera identidad: él era la Corona de Majipur aunque ni su cara ni su cuerpo fueran los que había tenido como tal. Decidido a recobrar el trono, el aventajado aprendiz de malabarista debe llegar al Monte del Castillo, montaña gigantesca salpicada de ciudades inmensas en cuya cima reina el impostor Barjacid. Pero el camino hacia el Castillo es un laberinto plagado de peligros. Valentine tendrá que convencer primero a su madre, La Dama de la Isla y del Sueño, y para ello deberá merecer ese honor, como cualquier peregrino que acude a la Isla, escalando Terraza tras Terraza. Y antes de llegar al castillo, Valentine habrá de pasar por la prueba más peligrosa: el verdadero Laberinto de Majipur, un mundo subterráneo de tortuosas cavernas donde casi nadie ha visto el sol y donde reside el Pontífice rodeado de su impresionante burocracia. Escenarios, personajes y monstruos fabulosos como los dragones marinos de hasta cien metros de longitud son los ingredientes principales de esta segunda parte de “El Castillo de Lord Valentine” al igual que lo eran en la primera, conformando eses mundo fantástico que tan merecida fama ha dado su creador, Robert Silverberg.

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—De acuerdo. ¿Cuándo partimos?

—Dentro de tres días —dijo Gorzval.

Fueron cuatro, en realidad. Gorzval habló vagamente de la necesidad de obtener más provisiones, cosa que significaba, tal como descubrió Valentine, componer agujeros bastante graves. No había podido afrontar la reparación hasta cerrar el trato con los pasajeros. Según los chismorreos de las tabernas portuarias, informó Lisamon, Gorzval había tratado de vender parte de la pesca para obtener dinero con que pagar a los carpinteros, pero sin encontrar compradores. Poseía, explicó Lisamon, dudosa reputación: su juicio era mediocre, tenía mala suerte y su tripulación cobraba poco y era inepta. En cierta ocasión no consiguió localizar el enjambre de dragones marinos y regresó de vacío a Piliplok. En otro viaje perdió el brazo por culpa de un vivaracho dragoncillo que no estaba tan muerto como él pensaba. Y en el último viaje, el Brangalyn recibió en medio la embestida de una enfurecida bestia y estuvo a punto de irse a pique.

—Sería mejor —sugirió Lisamon— que fuéramos nadando hasta la Isla.

—Es posible que traigamos a nuestro capitán mejor suerte que la que ha tenido —dijo Valentine. Sleet se echó a reír.

—Si el optimismo bastara para llevar al trono a una persona, mi señor, tú estarías en el Monte del Castillo el primer día de invierno.

Valentine también se rió. Pero tras el desastre de Piurifayne, confiaba en no llevar a sus amigos a otra catástrofe a bordo de aquel mal dotado barco. Al fin y al cabo estaban siguiéndole simplemente por fe, por las pruebas aportadas por sueños, magia y una enigmática travesura metamorfa: le aguardaban vergüenza y dolor si, en su prisa por llegar a la Isla, causaba más pesar. Sin embargo Valentine experimentaba fuerte simpatía por el enlodado y manco Gorzval. El capitán podía ser un infortunado marinero… pero tal vez era un adecuado timonel para una Corona tan desatendida por la fortuna que había conseguido perder trono, memoria e identidad… ¡en una sola noche!

En la víspera de la partida del Brangalyn , Vinorkis habló en privado con Valentine.

—Mi señor —dijo con tono de preocupación—, alguien nos vigila.

—¿Cómo lo sabes?

El yort sonrió y arregló sus anaranjados bigotes.

—Cuando se tiene cierta práctica en espionaje, se reconoce las peculiaridades de otros espías. Estos últimos días noté que un grisáceo skandar se paseaba por los muelles y hacía preguntas sobre los marineros de Gorzval. Un carpintero del barco me ha dicho que ese skandar tenía curiosidad por saber qué pasajeros había aceptado el capitán y cuál es nuestro destino.

Valentine frunció el ceño.

—¡Esperaba haberlos despistado en la jungla!

—Debieron descubrirnos otra vez en Ni-moya, mi señor.

—En ese caso haremos que vuelvan a perder nuestro rastro en el archipiélago —dijo Valentine— Y hasta entonces vigila que no haya otros espías siguiéndonos. Gracias, Vinorkis.

—No hay de qué, mi señor. Es mi obligación.

Un fuerte viento del sur soplaba por la mañana cuando partió el barco. Durante el embarque Vinorkis permaneció atento a la posible presencia del inquisitivo skandar en el muelle, pero no lo vio por ninguna parte. Su trabajo está concluido, pensó Valentine, y un nuevo informante proseguirá la vigilancia por orden del usurpador.

Había que ir hacia el este y hacia el sur; los dragoneros estaban acostumbrados a navegar en contra de aquel viento constante y hostil durante toda la travesía hasta la zona de caza. Ello representaba un fatigoso trabajo, pero no había forma de evitarlo, ya que los dragones marinos se ponían al alcance de los cazadores únicamente en esa estación. El Brangalyn disponía de la fuerza motriz secundaria de un motor, pero no en gran medida, puesto que cualquier tipo de combustible era escasísimo en Majipur. Con cierta majestuosa torpeza, el Brangalyn recogió el viento de costado, abandonó el puerto de Piliplok y se adentró en alta mar.

Ese mar, el Mar Interior, era el de menor extensión de Majipur y separaba Zimroel oriental de Alhanroel occidental. No era una menudencia, había ocho mil kilómetros de costa a costa, y sin embargo se trataba de un nuevo charco comparado con el Gran Océano, que ocupaba gran parte del otro hemisferio, un océano más allá de la posibilidad de navegación, incontables millares de kilómetros de mar abierto. El Mar Interior era más humano en cuanto a proporciones, y quedaba interrumpido a medio camino entre los continentes por la Isla del Sueño —tan extensa que en otro planeta de tamaño menos extraordinario merecería consideración de continente— y por otros archipiélagos importantes.

Los dragones marinos pasaban su vida en interminables migraciones entre los dos océanos. Daban vueltas y más vueltas alrededor del globo, tardando años o incluso décadas, por lo poco que podía saberse, para completar la circunnavegación. Aproximadamente una decena de grandes manadas habitaba el océano, viajando sin cesar de oeste a este. Todos los veranos, una manada concluía la travesía del Gran Océano, pasaba al sur de Narabal y recorría la costa meridional de Zimroel en dirección a Piliplok. En ese momento estaba vedada su caza, porque en la manada abundaban las hembras fecundadas durante esa época. En otoño nacían las crías, cuando la manada había llegado a las aguas barridas por el viento situadas entre Piliplok y la Isla del Sueño, y se iniciaba la cacería anual. De Piliplok partían gran número de dragoneras. Las manadas sufrían una merma, tanto de miembros jóvenes como de adultos, y los dragones supervivientes regresaban a los trópicos: pasaban al sur de la Isla del Sueño, doblaban la corcova de la alargada Península Stoienzar en el continente de Alhanroel, y se dirigían hacia el este, hacia el Gran Océano, donde nadaban sin problema hasta que su ciclo los hacía volver a Piliplok. De entre todas las bestias de Majipur, los dragones marinos eran las mayores con una gran diferencia. Recién nacidos eran pequeños, no pasaban de dos metros de largo, pero continuaban creciendo durante toda su vida, y vivían muchos años, aunque nadie sabía cuántos. Gorzval, que permitió que los pasajeros compartieran su mesa y demostró ser un skandar locuaz olvidadas ya sus ansiedades, era aficionado a contar historias sobre la inmensidad de ciertos dragones marinos. Durante el reinado de lord Malibor se capturó uno de sesenta metros de longitud; otro, en la época de Confalume, alcanzó los setenta metros, y en los tiempos en que Prestimion era Pontífice y lord Dekkeret la Corona, un barco cogió un dragón diez metros más largo que el anterior. Pero el campeón, explicó Gorzval, era un animal que tuvo la osadía de presentarse en la entrada del puerto de Piliplok durante el reinado de Thimin y lord Kinniken, y que, según datos de confianza, medía noventa y cinco metros. Ese monstruo, conocido como el dragón de lord Kinniken, escapó ileso porque toda la flota de dragoneros se encontraba en alta mar. Al parecer, diversos cazadores lo habían vuelto a ver en siglos posteriores, y recientemente en el mismo año que lord Voriax fue nombrado Corona, pero nadie había podido clavarle un arpón, y gozaba de funesta reputación entre los pescadores.

—Actualmente debe tener ciento cincuenta metros de largo —dijo Gorzval—, y ruego que otro capitán tenga el honor de encontrarlo si alguna vez vuelve por estas aguas.

Valentine sólo había visto dragones marinos de pequeño tamaño, muertos, destripados, salados y secados, que se vendían en los mercados de todo Zimroel, y de vez en cuando había saboreado su carne, que era de un color oscuro, fuerte de sabor y dura. Así se preparaban los dragones de menos de tres metros. La carne de animales de mayor tamaño, hasta quince metros de largo, se vendía fresca a lo largo de la costa oriental del continente, pero las dificultades de transporte evitaban que el producto llegara a mercados muy alejados del mar. A partir de esa longitud, los dragones eran muy viejos y su carne no era comestible, pero se transformaba en aceite para muchos usos, pues el petróleo y otros hidrocarburos fósiles escaseaban en Majipur. Los huesos de los dragones marinos de todos los tamaños se aprovechaban en arquitectura, ya que eran casi tan fuertes como el acero y se obtenían con mucha más facilidad. Los huevos de dragón tenían valor medicinal, por lo que se recogían, en cantidades de cientos de kilos, en los abdómenes de las hembras fecundadas. Piel de dragón, alas de dragón… todo tenía alguna utilidad y nada se desechaba.

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