Eric Frattini - El Laberinto de Agua

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Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su segunda novela en uno de los personajes más controvertidos y desconocidos del cristianismo, Judas, el apóstol traidor. ¿Qué pasaría si su historia no fue como nos la han contado? Los cimientos de la Iglesia se tambalearían, y eso es lo que quiere impedir a toda costa el malvado cardenal Lienart.

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Eric Frattini El Laberinto de Agua A Hugo lo m á s valioso para m í por - фото 1

Eric Frattini

El Laberinto de Agua

A Hugo, lo m á s valioso para m í , por darme cada

d í a de su vida su amor y alegr í a. Le agradezco

tambi é n el haber corregido mi mal italiano.

A Silvia, por su amor, por la tranquilidad que

me transmite y por su apoyo incondicional.

Sin ella no podr í a escribir.

Si no se nos hubiera enseñado cómo hay que

interpretar la historia de la pasión de Cristo,

¿habríamos sabido decir, basándonos sólo en

sus acciones, si fue el envidioso Judas o el

cobarde Pedro quien amó a Jesús?

Graham GREENE, El fin de la aventura (1951)

I

Alejandr í a, a ñ o 68 de nuestra era

En una aislada y humilde choza del barrio oriental de Alejandría, iluminada tan sólo por unas pequeñas lámparas de aceite, un anciano permanecía inmóvil en su lecho de muerte. Junto a él se encontraba Eliezer, su fiel discípulo, antaño un rico comerciante de telas de Judea que había abandonado su negocio para seguir a su maestro.

Los protagonistas de la tragedia vivida treinta y cinco años atrás ya no existían. Habían transcurrido poco más de tres décadas desde que Jesucristo fuera crucificado en el Gólgota; veinticuatro años desde que el prefecto del Imperio, Poncio Pilato, fuera desterrado a la Galia por el emperador Calígula y se suicidara; veinte desde que Caifás, presidente del Gran Sanedrín, falleciese en extrañas circunstancias.

Once de los doce discípulos que acompañaron al maestro en aquella Ultima Cena en el barrio de Sión habían corrido la misma suerte. Pedro había sido crucificado boca abajo justo un año antes en Roma por orden de Nerón; Bartolomé se dirigió a Turquía, donde unos bandidos lo despellejaron vivo; Tomás enfermó y falleció en un suburbio de la India; Mateo, después de disfrutar de una larga vida y de difundir el mensaje de su maestro en Etiopía, Persia y Macedonia, murió plácidamente; Santiago fue martirizado por orden del sumo sacerdote Ananías y arrojado vivo desde un acantilado; Andrés, hermano de Pedro, fue crucificado en la ciudad griega de Patras; Santiago el Mayor sería degollado por orden de Herodes Agripa; Juan, hermano de Santiago, quemado en aceite hirviendo por orden de Domiciano; Felipe, crucificado por orden del procónsul de Roma en la ciudad de Hierápolis; Judas Tadeo fallecería en el norte de Persia, y Simón el Zelote moriría mártir, en la costa del mar Negro.

En la memoria del anciano aún permanecía vivo el recuerdo de su maestro y la conversación que ambos habían mantenido antes de que comenzara la cena de Pascua. Se acordaba perfectamente de cómo, tras la detención de su maestro, Simón el Cananeo, antiguo miembro de los zelotes, había intentado matarle por orden de Pedro. Estaba seguro de que Pedro había obrado de tal modo con el fin de que desapareciera cualquiera que pudiera poner en duda su liderazgo tras la muerte del maestro. Pedro convenció al resto de los discípulos de que había sido el anciano que ahora yacía en aquel pobre camastro quien había entregado al Hombre a los sacerdotes del templo.

Entre la lucidez y el delirio causado por la fiebre, el moribundo intentaba recordar el momento en que Simón el Zelote había declarado haber visto a Pedro hablar cerca del templo con Jonatán, el jefe de la guardia, justo antes de la cena de Pascua. Pero después del apresamiento de su maestro en Getsemaní los acontecimientos se precipitaron tan rápidamente que nadie volvió a preguntarle a Simón por aquel extraño encuentro entre el jefe de la guardia del Templo y Pedro.

Para el anciano, el único superviviente de los trece comensales que habían asistido a aquella cena, esa conversación se había convertido en una de las incógnitas que le acompañarían hasta el momento mismo de su muerte en aquel oscuro y solitario rincón del norte de Egipto.

Eliezer rompió el silencio de sus recuerdos. Intentó incorporarle en el camastro para darle un poco de agua en un recipiente de barro, pero se ahogaba.

– Fiel Eliezer, tú debes ser el heredero de mi palabra -sentenció.

– Está bien, maestro, pero intente beber un poco de agua -replicó resignado el discípulo.

El anciano consiguió apartar bruscamente el recipiente de sus labios y se dirigió a su discípulo:

– Eliezer, coge pliegos de papiro y escribe lo que voy a relatarte. Si muero sin revelarte las palabras que me dijo mi maestro antes de ser apresado y condenado, jamás los herederos de su palabra podrán conocer la verdad. Si fallezco, esos hechos morirán conmigo -dijo con cierto aire de misterio.

– Está bien, maestro, pero debería descansar un poco -pidió.

– De ninguna manera -protestó el anciano-. Dentro de poco tiempo ya no estaré entre los vivos y he de dar a conocer sus palabras antes de mi muerte para que sus seguidores sepan de la misión que me asignó. Necesito que copies mis palabras fielmente, tal y como te las dicto, tal y como Él me las transmitió.

Eliezer salió de la choza y regresó al poco rato con pliegos de papiro, pequeños frascos de tintas y varios cálamos. Colocó una mesa baja de madera justo al lado del lecho de su maestro, se sentó en el suelo y comenzó a escribir las palabras del anciano.

– Mi nombre es Yehudah. Nací en el pueblo de Is-qeriyyot, en la región de Ghor. Fui apóstol de Nuestro Señor, y le seguí por los campos de Judea y Galilea. -La persistente tos seca del anciano le obligaba a detenerse de vez en cuando en el relato, y su respiración se hacía dificultosa. Eliezer reflejaba hábilmente los símbolos arameos sobre el papiro. Tras dar un sorbo de agua, el anciano continuó con su relato.

Al atardecer, el barrio de Sión, con sus pequeñas tiendas, patios interiores, azoteas y oscuros callejones, se convertía en un auténtico laberinto de trampas por el que ni siquiera los soldados romanos se atrevían a cruzar a ciertas horas. Los zelotes, que se oponían a la ocupación, habían estrechado tanto algunas calles que los romanos se veían obligados a patrullar por ellas sin armaduras.

Simón entró en una de las casas. Pedro le había pedido que se ocupara de los preparativos de una cena para trece comensales que se celebraría esa misma noche mientras él se hacía cargo de cierta misión. Accedió a la casa por un estrecho patio cuyo recorrido se podía controlar desde una pequeña mirilla colocada en la puerta. Simón había comprado el cordero que se serviría en la cena. Cuando comprobó que el animal no tenía ningún hueso roto, algo imprescindible en Pascua, lo metió en el horno.

Juan, otro de los comensales, se había ocupado de preparar la estancia para la cena. Colocó una gran mesa y dispuso en ella trece platos y trece copas, además de un candelabro con velas que se encenderían cuando diese comienzo el seder, la comida más importante de la liturgia judía.

Poco a poco, los invitados llegaron a la casa. Se iban acercando al pozo situado en mitad del patio, extraían agua y procedían a lavarse. Mientras el cordero se asaba, Juan y Simón vigilaban la entrada del patio.

Cada vez que sonaba un golpe en la puerta, Simón abría la mirilla, observaba quién se encontraba al otro lado, abría los gruesos cerrojos y permitía la entrada al recién llegado.

Los invitados se conocían y se abrazaban con satisfacción al verse. Poco a poco, fueron llegando todos, pero faltaban tres: Jesucristo, Judas Iscariote y Pedro. Mateo, que había trabajado como recaudador de impuestos para los romanos y se había convertido en el octavo discípulo, comenzó a sentir cierta inquietud por la ausencia de Pedro.

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