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Algis Budrys: El laberinto de la Luna

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Algis Budrys El laberinto de la Luna

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El científico Ed Hawks ha creado el transmisor de materia, una máquina increíblemente poderosa que puede enviar a un hombre a la Luna al tiempo que crea un duplicado suyo aquí en la Tierra. Pero todos los voluntarios que son enviados a la Luna mueren unos pocos minutos más tarde en el laberinto alienígena que ha sido descubierto allí, mientras que sus duplicados terrestres, unidos tlepáticamente a ellos, se ven sumidos en la locura. Hasta que aparece Al Barker, un aventurero que ha pasado toda su vida desafiando a la muerte, y que ahora está dispuesto a desentrañar definitivamente ese desafío alienígena…

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Algis Budrys

El laberinto de la Luna

¡Detente, Pasajero!
Tal como eres tú ahora, así fui yo un día.
Tal como soy yo ahora, así serás tú un día.
Prepárate para la muerte, y sígueme.

—Epitafio de una lápida en Nueva Inglaterra

A Larry Shaw,

Editor Viajero

UNO

1

A última hora de un día de 1959, tres hombres estaban sentados en una habitación.

Edward Hawks, Doctor en Ciencias, acomodó su larga mandíbula en sus enormes manos y se inclinó hacia delante con los codos apoyados sobre la mesa. Era un hombre de cabello negro, piel pálida y desgarbado, que en muy contadas ocasiones tomaba el sol. Si se le comparaba con el personal de jóvenes ayudantes bronceados que tenía a sus órdenes, siempre recordaba a los extraños a un espantapájaros. Ahora observaba a un hombre joven que se hallaba sentado en la silla de respaldo recto opuesta a la de él.

El hombre joven miraba sin parpadear. El corte de pelo casi al cero brillaba por el sudor y le pegaba el cabello al cráneo. Sus rasgos eran limpios, saludables y de piel clara; sin embargo, tenía la barbilla húmeda.

—Una oscuridad… —dijo con tono quejumbroso—, una oscuridad, y en ningún lugar brillaban las estrellas…

Su voz se perdió repentinamente en un farfulleo; no obstante, prosiguió con sus quejas.

Hawks miró a su derecha.

Weston, el psicólogo recién contratado, se sentaba con ellos en un sillón que había traído al despacho de Hawks. Weston, al igual que Hawks, apenas sobrepasaba los cuarenta años. Pero era fornido donde Hawks era delgado; detrás de sus gafas de montura negra, era una persona educada y con autocontrol, y ahora se mostraba un poco impaciente. Frunció el ceño al devolverle la mirada a Hawks y, luego, enarcó una ceja.

—Está loco —le expuso Hawks, como un niño incrédulo.

Weston cruzó las piernas.

—Ya se lo he dicho, doctor Hawks; se lo dije en el momento mismo en que lo sacamos de ese aparato de usted. Lo que le sucedió traspasó el límite de su resistencia.

—Sé que me lo ha dicho —reconoció Hawks con suavidad—. Pero yo soy responsable de él. Tenía que cerciorarme. —Comenzó a volverse hacia el hombre joven; luego miró de nuevo a Weston—. Era joven. Saludable. Con una resistencia y una estabilidad excepcionales, usted mismo lo confirmó. Y lo aparentaba. Era brillante —añadió lentamente.

—Dije que era estable —explicó Weston con la mayor seriedad—. Sin embargo, no afirmé que fuera inhumanamente estable. Le comenté que se trataba de un espécimen humano extraordinario. Fue usted el que le envió a un lugar al que no debería ir ningún humano.

Hawks asintió.

—Tiene razón, por supuesto. Es culpa mía.

—Vamos, vamos —intervino Weston con rapidez—, se presentó voluntario. Sabía que era algo peligroso. Sabía que corría el riesgo de morir.

Sin embargo, Hawks estaba ignorando a Weston. Miraba directamente por encima de su escritorio.

—¿Rogan? —llamó con suavidad—. ¿Rogan? —Aguardó y observó cómo los labios se movían casi en silencio. Finalmente, suspiró y le preguntó a Weston—: ¿Puede hacer algo por él?

—Curarle —repuso Weston con confianza—. Tratamientos de electrochoque. Le harán olvidar lo que le ocurrió en aquel lugar. Estará bien.

—No sabía que la amnesia producida por el electrochoque fuera permanente.

Weston parpadeó y miró a Hawks.

—Tal vez, esporádicamente, necesite tratamientos repetitivos, por supuesto.

—A intervalos a lo largo de toda su vida.

—Eso no siempre es verdad.

—Pero sí a menudo.

—Bueno, sí…

—Rogan —susurró Hawks—. Rogan, lo siento.

—Una oscuridad…, una oscuridad… Me lastimó y era tan fría…, tan tranquila que me podía escuchar a mí mismo…

Edward Hawks, Doctor en Ciencias, atravesaba a solas el suelo de cemento del laboratorio principal, con las manos a los costados. Eligió un camino entre los generadores y las consolas sin alzar la vista, y se detuvo al pie de la plataforma de recepción del transmisor de materia.

El laboratorio principal ocupaba decenas de miles de metros cuadrados en el sótano del edificio de la División de Investigación de la Continental Electronics. Un año atrás, cuando Hawks había diseñado el transmisor, parte de la primera y la segunda planta habían sido arrancadas, y ahora el transmisor se elevaba casi hasta el techo a lo largo de la pared opuesta. Pasarelas metálicas unían los espacios contiguos, y se construyeron galerías para acceder a los instrumentos que se alineaban en las paredes. Docenas de hombres del personal de Hawks aún seguían trabajando, haciendo comprobaciones finales antes de apagar los aparatos por ese día. Las sombras que proyectaban sobre las pasarelas ocultaban de vez en cuando parte de la luz de arriba, moteando el suelo con cambiantes dibujos de oscuridad.

Hawks se quedó mirando el transmisor con ojos sorprendidos. Bruscamente, alguien exclamó:

—¡Ed!

Giró la cabeza hacia allá.

—Hola, Sam. —Sam Latourette, su ayudante en jefe, se le había acercado en silencio. Era un hombre de huesos pesados, con la piel fláccida y fina como el papel y los ojos hundidos, rodeados por círculos oscuros. Hawks le sonrió con tristeza—. ¿Ya ha terminado con su investigación el equipo de transmisión?

—Encontrarás los informes sobre tu escritorio por la mañana. No había ningún fallo en la maquinaria. Nada en ninguna parte. —Latourette esperó que Hawks mostrara un indicio de interés. Sin embargo, éste se limitó a asentir. Apoyó una mano sobre un tirante vertical y escrutó la plataforma de recepción. Latourette gruñó—: ¡Ed!

—¿Sí, Sam?

—Basta. Te estás haciendo demasiado daño a ti mismo. —De nuevo esperó alguna reacción; pero Hawks se limitó a sonreír en dirección a la máquina, y Latourette estalló—: ¿A quién crees que estás engañando? ¿Cuánto tiempo llevo trabajando contigo? ¿Diez años? ¿Quién me dio mi primer trabajo? ¿Quién me entrenó? ¡Puedes mantener la fachada con cualquiera, pero no conmigo! —Latourette cerró los puños y apretó los dedos hasta dejarlos blancos—. ¡Te conozco! Pero…, ¡maldita sea, Ed, no es culpa tuya que esa cosa esté ahí fuera! ¿Qué es lo que esperas…, que nadie resulte herido jamás? ¿Qué quieres…, un mundo perfecto?

Hawks volvió a sonreír del mismo modo.

—Abrimos un portal donde nunca hubo uno —comentó, indicando con un gesto de su cabeza los mecanismos—, en una pared que no construimos nosotros. A eso se le llama investigación científica. Luego, enviamos hombres a través de ese portal. A eso se le llama aventura humana. Y algo en el otro lado: algo que jamás molestó a la humanidad; algo que nunca antes nos hizo daño alguno o nos perturbó con el conocimiento de que estaba allí, los mata. De formas terribles que nosotros no podemos comprender, los mata. Así que yo continúo enviando más hombres. ¿Cómo se llama a eso, Sam?

—Ed, estamos haciendo progresos. Esta nueva aproximación va a ser la respuesta.

Hawks miró con curiosidad a Latourette.

Incómodo, Latourette dijo:

—Una vez que desentrañemos su funcionamiento. Es lo único que nos hace falta. Eso es lo que conseguirá hacernos avanzar, Ed…, lo sé.

Hawks no cambió de expresión ni apartó el rostro. Permaneció con las yemas de los dedos presionadas contra el crujiente acabado gris de la máquina.

—¿Quieres decir… que ya no los estamos matando? ¿Que sólo hacemos que se vuelvan locos?

—Lo único que tenemos que hacer, Ed —insistió Latourette—, todo lo que tenemos que hacer, es encontrar un método mejor de suavizar el impacto cuando el hombre siente su muerte. Más sedantes. Algo así.

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