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Algis Budrys: El laberinto de la Luna

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Algis Budrys El laberinto de la Luna

El laberinto de la Luna: краткое содержание, описание и аннотация

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El científico Ed Hawks ha creado el transmisor de materia, una máquina increíblemente poderosa que puede enviar a un hombre a la Luna al tiempo que crea un duplicado suyo aquí en la Tierra. Pero todos los voluntarios que son enviados a la Luna mueren unos pocos minutos más tarde en el laberinto alienígena que ha sido descubierto allí, mientras que sus duplicados terrestres, unidos tlepáticamente a ellos, se ven sumidos en la locura. Hasta que aparece Al Barker, un aventurero que ha pasado toda su vida desafiando a la muerte, y que ahora está dispuesto a desentrañar definitivamente ese desafío alienígena…

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Connington entrelazó las manos en el regazo y las arqueó hacia atrás, haciendo sonar los nudillos.

—¿Sabe, doctor? —dijo suavemente—, usted no es el único manipulador que hay en el mundo.

Hawks frunció ligeramente el ceño.

—¿Manipulador? —Su rostro permanecía inexpresivo.

Connington se rió suavemente entre dientes, con una especie de broma privada que bullía en su interior.

—Hay todo tipo de personas en este mundo. Sin embargo, se engloban en dos grupos: uno grande y el otro más reducido. Hay gente a la que se aparta del camino y otra a la que se coloca en la fila; y, luego, está la gente que se encarga de moverla. Es más seguro y mucho más cómodo ir hacia donde te empujan. Así, no asumes ninguna responsabilidad y, si haces lo que te dicen, cada dos por tres te arrojan un pescadito.

»Ser un manipulador no es seguro, porque corres el riesgo de encaminarte hacia un agujero; y tampoco es cómodo, ya que tienes que dar y recibir muchos codazos y, lo que es más, depende de ti que consigas el pescadito. Sin embargo, es endemoniadamente más divertido. —Miró a Hawks a los ojos—. ¿No es cierto?

—Señor Connington… —comenzó a decir Hawks, y le devolvió la mirada al hombre—. No me convence. Este individuo que solicité tendrá que ser de un tipo muy especial. ¿Está seguro de que me lo puede proporcionar de inmediato? ¿Quiere insinuarme que el hecho de que lo tenga preparado, tal como usted dice, no es un alarde de anticipación? Quizás tenga usted algún otro motivo, y se esté aprovechando de una coincidencia afortunada.

Connington se recostó con indolencia, se rió entre dientes y sacó un verdoso cigarro de la cigarrera de piel que llevaba en el bolsillo de la chaqueta; le quitó la envoltura, cortó el extremo con unas pequeñas tijeras doradas sujetas a la cigarrera por una cadena de oro, y utilizó un mechero que llevaba en una funda dorada con un rubí engastado en un costado. Aspiró y dejó que el humo se deslizara por entre sus dientes grandes y parejos. Sus ojos brillaron detrás del flotante humo que pendió en el aire delante de su rostro.

—Mantengámonos dentro de los límites de la educación, doctor Hawks —repuso—. Analicemos la cuestión bajo la luz de la razón. La Continental Electronics le paga a usted por dirigir la División de Investigación, y usted es el mejor en su campo. —Connington adelantó levemente el torso, movió un poco el cigarro entre los dedos y cambió la curvatura de su sonrisa—. La Continental me paga a mí para que dirija el Departamento de Personal.

Hawks meditó durante un segundo y luego comentó:

—Muy bien. ¿Cuándo podré ver a este hombre?

Connington se echó de nuevo hacia atrás y le dio una satisfecha calada al cigarro.

—Ahora mismo. Vive cerca de aquí. ¿Sabe dónde está el camino costero que sube hasta los riscos?

—Conozco el emplazamiento general.

—Suficiente. Si dispone de una hora o así, ¿qué le parece si le hacemos una visita?

—No tengo otra cosa que hacer si resulta que no es el hombre adecuado.

Connington se estiró y se puso de pie. El cinturón resbaló debajo de la protuberancia de su estómago, y se detuvo para subirse los pantalones.

—Usaré su teléfono —musitó indiferentemente, con el cigarro sujeto entre los dientes, y alargó el brazo por encima del escritorio de Hawks. Llamó a un número exterior y habló brevemente con alguien, durante un momento con tono áspero, anunciándole que iban para allá. Luego llamó al garaje de la compañía y ordenó que llevaran su coche a la entrada principal del edificio. Cuando colgó el receptor, rió de nuevo entre dientes—. Bueno, es hora de que bajemos; el coche ya estará allí.

Hawks asintió y se puso de pie.

Connington le dirigió una sonrisa.

—Me gusta cuando la gente me da cuerda suficiente. Me gusta la gente que no abandona su suspicacia cuando les ofrezco lo que buscan. —Aún seguía disfrutando de su broma secreta—. Cuanta más cuerda obtengo, más espacio me brinda para moverme. Usted no lo ve de esa forma. Usted ve a alguien que puede llegar a causarle problemas, y se cierra en sí mismo. Se mete en una concha y no sale de ella, porque teme que sea un problema que no pueda manejar. Es lo que la mayoría de la gente hace. Ésa es una de las razones por las que un día de éstos voy a llegar a ser el presidente de esta corporación, mientras que usted aún seguirá siendo el jefe de la División de Investigación.

Hawks sonrió.

—¿Qué le parecerá, entonces, cuando tenga que ir a la Junta Directiva a decirles que mi salario ha de ser mayor que el de usted?

—Sí —comentó, Connington pensativo—. Sí, eso ocurriría. —Miró de soslayo a Hawks—. Además, habla en serio. —Tiró la ceniza de su cigarro en el centro del secante que había en el escritorio de Hawks—. De vez en cuando debe sentir usted calor dentro de su traje de aislamiento, ¿verdad?

Hawks miró inexpresivamente la ceniza y luego al rostro de Connington. Abrió un cajón de la mesa, sacó un pequeño sobre de papel manila y se lo guardó en la chaqueta. Cerró el cajón.

—Creo que su coche nos está esperando —dijo con voz pausada.

Siguieron la carretera de la costa en el nuevo Cadillac de Connington hasta que el camino giró tierra adentro, apartándose de los riscos que daban al océano. Entonces, en un punto donde sólo se veía un almacén general con dos surtidores de gasolina, Connington metió el coche en un estrecho camino de arena, surcado a los lados por arbustos y pinos, que desembocaba en el agua. Desde allí, el coche bajó hasta un sendero ínfimo de grava que bordeaba el pie de los riscos rocosos a sólo unos centímetros de la marca de la marea alta.

Los riscos eran escarpados y estaban compuestos por piedras irregulares y flojas que se habían fisurado verticalmente, dejando pequeñas grietas que se habían sido rellenadas con el mismo detrito utilizado en la construcción del camino. El coche avanzaba ronroneando, con un guardabarros asomando por el lado del agua y el otro a unos treinta centímetros del risco. Continuaron de esta forma durante unos minutos, mientras Connington silbaba para sí mismo y Hawks permanecía erguido en el asiento con las manos sobre las rodillas.

El sendero se transformó en una pendiente abierta en la cara del risco, donde en la mayoría de los lugares la roca insegura pendía sobre el camino, y cruzó un estrecho puente de madera desgastada por el clima, de una longitud aproximada de unos tres coches, que atravesaba una grieta más ancha que las anteriores. La hendidura en forma de cuña tenía una profundidad de unos treinta metros. El océano llegaba directamente hasta allí sin que hubiera playa alguna, e incluso ahora, que la marea estaba baja, las olas rompían contra la base de la grieta, lanzando espuma por doquier. Mojó el parabrisas del coche. El puente de madera se elevaba a unos quince metros por encima del nivel del agua, aproximadamente a un tercio de la altura del risco, cuyo fondo se hacía más pronunciado.

El sendero continuaba después del puente; sin embargo, Connington detuvo el coche, con las ruedas apuntando a un buzón de hierro galvanizado colocado sobre un poste. Estaba a un lado de un camino aún más estrecho, que ascendía empinado por el lado de la grieta y desaparecía de la vista en un giro acentuado de la pared.

—Ése es él —gruñó Connington, señalando con el cigarro el buzón—. Barker. Al Barker. —Miró furtivamente hacia un lado—. ¿Ha oído alguna vez el nombre?

Hawks frunció el ceño y luego respondió:

—No.

—¿No lee las páginas deportivas? No…, supongo que no.

Connington hizo retroceder el coche unos centímetros hasta que pudo encarrilar las ruedas en dirección al camino; puso la primera y se inclinó sobre el volante, pisando con cautela el acelerador. El coche comenzó a subir lentamente, y el guardabarros interior pasó a muy poca distancia de la roca dinamitada, mientras que el izquierdo se veía salpicado por el agua de la grieta.

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