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Algis Budrys: El laberinto de la Luna

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Algis Budrys El laberinto de la Luna

El laberinto de la Luna: краткое содержание, описание и аннотация

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El científico Ed Hawks ha creado el transmisor de materia, una máquina increíblemente poderosa que puede enviar a un hombre a la Luna al tiempo que crea un duplicado suyo aquí en la Tierra. Pero todos los voluntarios que son enviados a la Luna mueren unos pocos minutos más tarde en el laberinto alienígena que ha sido descubierto allí, mientras que sus duplicados terrestres, unidos tlepáticamente a ellos, se ven sumidos en la locura. Hasta que aparece Al Barker, un aventurero que ha pasado toda su vida desafiando a la muerte, y que ahora está dispuesto a desentrañar definitivamente ese desafío alienígena…

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—Y todavía tendrán que seguir yendo a ese lugar —expuso Hawks—. El cómo lo hagan no establece ninguna diferencia; no los tolerará. Nunca fue ideado para que los seres humanos tuvieran algo que ver con él. No fue realizado para que la mente humana lo midiera en términos humanos. Debemos inventar un nuevo lenguaje para describirlo, y una nueva forma de pensamiento con el fin de que podamos comprenderlo. Sólo cuando consigamos desarmarlo, sea lo que fuere, y veamos, y sintamos, y probemos todas sus piezas, sólo entonces seremos capaces de aventurar su naturaleza. Y eso únicamente ocurrirá cuando logremos atravesarlo; entonces, ¿qué bien le proporcionará nuestro nuevo conocimiento a estos hombres que tienen que morir ahora? Sin importar qué lo pusiera ahí arriba, sin importar el porqué, ningún ser humano será capaz de vivir en él hasta que los seres humanos no consigan sobrevivir al atravesarlo. ¿Cómo vamos a explicarle eso en un inglés directo a un hombre cuerdo para que pueda entenderlo? Estamos tratando con una cosa monstruosa. En un sentido, hemos de pensar como monstruos, o no acercarnos más a él y dejar que siga emplazado allá en la Luna, sin que nadie sepa el motivo.

Latourette extendió velozmente el brazo y le tocó la manga de la bata.

—¿Vas a cancelar el programa? —Hawks le miró. Latourette le aferraba el brazo—. Cobey. ¿No te está ordenando que lo cierres?

—Cobey sólo puede formular peticiones —repuso Hawks amablemente—. No puede darme órdenes.

—¡Es el presidente de la compañía, Ed! Puede hacerte la vida imposible. Se muere por sacar a la Continental Electronics fuera de este anzuelo.

Hawks apartó la mano de Latourette de su brazo y la colocó sobre el revestimiento del transmisor. Se llevó las palmas a los bolsillos traseros, echando hacia atrás la bata blanca de laboratorio.

—La Marina financió originalmente el desarrollo del transmisor sólo porque era una idea mía. No habrían entregado esa cantidad de dinero por nadie más en este mundo. No por una idea tan descabellada como ésta. —Miró a la máquina—. Incluso ahora, a pesar de que el lugar que encontramos es como es, no permitirán que Cobey se retire por su propia iniciativa. No mientras crean que yo lo puedo hacer funcionar. No necesito preocuparme por Cobey. —Sonrió con suavidad y con un leve toque de incredulidad—. Cobey ha de preocuparse de mí.

—Bueno, ¿y qué me dices acerca de ti? ¿Durante cuánto tiempo más podrás mantener esto?

Hawks retrocedió. Miró pensativamente a Latourette.

—¿Nos estamos preocupando ahora por el proyecto o por mí?

Latourette suspiró.

—De acuerdo, Ed, lo siento —dijo—. Pero, ¿qué vas a hacer?

Hawks contempló arriba y abajo la gigantesca altura del transmisor de materia. En el espacio del laboratorio que había detrás de ellos, los técnicos ya apagaban las luces en las diversas subsecciones de los varios sectores de control. La oscuridad cayó en masas horizontales a lo largo de las galerías de instrumentos y formó diagonales negras, como espantapájaros clavados sobre las pasarelas de arriba. Avanzó por entre un cuerpo proliferante hacia la solitaria lámpara verde que brillaba encima de la mitad del panel «NO Activado» del cartel verde y rojo de «Activado/NO Activado» pintado sobre el dintel del transmisor.

—No podemos hacer nada acerca de la naturaleza del lugar al que van —repuso Hawks—. Y ya hemos alcanzado el límite de nuestra capacidad para mejorar la forma en que les enviamos allí. Me parece que sólo nos queda una única cosa. Hemos de hallar a una clase de hombre distinto al que enviar. Un hombre que no enloquezca cuando se sienta morir.

Miró con expresión burlona el interior de la máquina.

—Hay toda clase de gente en el mundo —prosiguió—. Quizá logremos encontrar a un hombre que no le tema a la muerte, sino que la ame.

—Alguna especie de psicópata —comentó Latourette con amargura.

—Quizá sí. Pero creo que lo necesitamos pese a todo. —Por entonces se habían apagado todas las demás luces del laboratorio—. Todo se reduce a que necesitamos a un hombre que se sienta atraído por aquello que enloquece a otros hombres. Y cuanto más atraído se sienta, mejor. Un hombre que esté exaltado por la muerte. —Sus ojos se desenfocaron y su mirada se extendió hacia el infinito—. Así que ahora ya sabemos lo que soy. Soy un chulo.

2

El director de personal de la Continental Electronics era un hombre de rostro ancho llamado Vincent Connington. Entró enérgicamente en el despacho de Hawks frotándose las manos. Vestía un traje shantung de color azul claro y unas botas vaqueras rojizas y, mientras se sentaba en la silla de los visitantes, entrecerrando los ojos al sol de media tarde que entraba por las persianas, miró a su alrededor y comentó:

—En mi despacho de arriba tengo el mismo mobiliario. Pero se ve bastante diferente, con el suelo enmoquetado y una buena pintura en las paredes —se volvió hacia Hawks con una sonrisa en el rostro—. Me alegra bajar hasta aquí y hablar con usted, doctor. Siempre he sentido una gran admiración por usted. Aquí está, llevando un departamento y sin embargo trabajando estrechamente con su equipo. Lo único que hago yo durante todo el día es permanecer sentado detrás de un escritorio y cerciorarme de que mis ayudantes manejan la rutina sin estropear nada.

—Parecen hacerlo bastante bien —dijo Hawks con un tono de voz neutral. Comenzó a erguirse de forma inconsciente en el sillón y a cubrir su cara con un gesto inexpresivo. Sus ojos se posaron por un momento en las botas de Connington y luego se apartaron—. Por lo menos, su departamento ha estado enviándome algunos técnicos excelentes.

Connington sonrió.

—Nadie los tiene mejores —Se inclinó hacia delante—. Pero es algo rutinario. —Extrajo del bolsillo exterior de la chaqueta el memorándum que le había enviado la oficina de Hawks—. Ahora bien, esto… De esta petición voy a encargarme yo personalmente.

—Espero que pueda —comentó Hawks con cautela—. Creo que llevará cierto tiempo encontrar a un hombre que reúna las especificaciones señaladas. Espero que comprenda que, lamentablemente, no disponemos de mucho tiempo…

Connington agitó una mano.

—Oh, pero si ya lo tengo. Llevo pensando en él desde hace mucho tiempo.

Hawks alzó las cejas.

—¿De veras?

Connington sonrió con astucia desde el otro lado del escritorio metálico.

—¿Le cuesta creerlo? —Volvió a reclinarse contra el respaldo de la silla—. Doctor, suponga que alguien viniera a verle y le solicitara que le hiciera un trabajo especial…, diseñar un circuito para realizar una tarea determinada. Y suponga que usted abriera un cajón y sacara una hoja y le dijera: «Aquí está». ¿Qué le parece? Entonces, cuando esa persona sacudiera la cabeza y comentara cuánto le costaba creer que usted ya lo tuviera, podría explicarle que la electrónica era el trabajo que usted hacía todo el tiempo. Cómo, cuando no meditaba en un proyecto específico, seguía pensando en la electrónica en general. Y cómo, al estar interesado en la electrónica, se mantenía al día de todo lo nuevo que surgía y tenía una idea bastante precisa de hacia dónde avanzaba; y cómo anticipaba algunos de los problemas con los que podría encontrarse y cómo, a veces, las respuestas surgían en su cabeza de forma tan fácil que apenas podía llamarlo trabajo. Y cómo usted archivaba todas estas cosas hasta el momento en que tenía que sacarlas a la luz. ¿Lo ve? De esa forma no existe la magia. Se trata sólo de un hombre con un talento que realiza su trabajo.

Connington volvió a sonreír.

—Bien, dispongo del hombre que ha nacido para trabajar en este proyecto suyo. Le conozco a la perfección. Y también le conozco un poco a usted. Reconozco que aún me queda mucho por descubrir de usted, aunque no creo que nada de ello vaya a sorprenderme. Y tengo a su hombre. Está sano, disponible, y lo he sometido a una investigación de seguridad cada seis meses durante los últimos dos años. Es todo suyo, doctor. No estoy bromeando.

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