Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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Con un rápido movimiento, Pontius introdujo el escalpelo en la mejilla derecha de Claire, provocándole una herida abierta con severa hemorragia. Seguidamente, realizó la misma operación en la mejilla izquierda, la frente y los senos, pero sin llegar a dañar órgano alguno. En este punto la mujer había perdido el conocimiento. Cuando lo recuperó, descubrió con horror cómo su secuestrador la había colocado suspendida de una cadena sujeta a una viga del techo, dejando sus piernas separadas.
Con el cuerpo medio paralizado por el dolor, la sangre que corría por su rostro le impedía ver los movimientos del enviado del Círculo Octogonus. Pero aún quedaba el último acto. Pontius sacó de la bolsa dos pequeños bates de béisbol de madera, los untó con la misma crema que había comprado Claire Wu horas antes en el centro comercial y con ellos violó a la mujer por la vagina y el ano.
Cuando horas después la policía encontró a Claire gracias a una llamada anónima, su pequeño cuerpo estaba todavía colgado del techo, con los bates introducidos en su interior pero aún con vida.
Estaba claro que el secuestro y tortura de la esposa de Delmer Wu era tan sólo un severo aviso del oscuro Círculo Octogonus, pero el millonario no iba a ceder tan fácilmente, y menos ahora que los enviados de Lienart habían alcanzado el objeto más preciado de su propiedad: su esposa.
Ciudad del Vaticano
Monseñor Mahoney se despertó temprano aquella mañana. El timbre de la puerta de su apartamento sonó a las seis en punto. Sor Agustina le traía cada mañana el desayuno junto a los ejemplares de L'Osservatore Romano, el Times de Londres y varios ejemplares de la prensa estadounidense e italiana. Todos los periódicos se hacían eco en sus portadas de la milagrosa recuperación del Papa tras el atentando y de su inminente traslado desde la clínica a su residencia de verano en Castelgandolfo. Pocas horas después debía reunirse con el cardenal Lienart para informarle.
– Monseñor, debemos rezar por la salud del Santo Padre -propuso sor Agustina al observar el rostro preocupado de Mahoney mientras leía las noticias del Vaticano.
– Sí, sor Agustina. De momento, lo mejor que podemos hacer es rezar por la salud de Su Santidad y continuar con nuestras tareas encomendadas.
– Sí, monseñor, así lo haré -dijo la mujer, besando el anillo episcopal de Mahoney antes de abandonar el apartamento.
En realidad, a monseñor Mahoney la salud del Sumo Pontífice le importaba bien poco. Tenía la mente puesta exclusivamente en la misión de Hong Kong. Debía recuperar el libro hereje de Judas a toda costa y a cualquier precio. Esa misma mañana se reuniría con el cardenal secretario de Estado August Lienart para informarle de todo cuanto había acontecido en Chicago, Hong Kong y Tel Aviv. Por ahora, las noticias eran favorables y Mahoney se encontraba de buen humor.
A las nueve de la mañana, Lienart debía despachar varios asuntos con el cardenal William Guevara, camarlengo de la Cámara Apostó lica. Esta cámara, fundada en el siglo XI, se había convertido en el departamento más poderoso de la Santa Sede porque se ocupaba de la administración temporal del Estado Vaticano y de la Iglesia católica entre la muerte del Papa y el nombramiento de su sucesor. Guevara sería también el responsable de organizar el funeral pontificio, la destrucción del anillo papal y de convocar el cónclave en caso de que el Papa falleciese.
Poco antes de mediodía, Lienart había emplazado a los miembros del Comité de Seguridad de la Santa Sede para ser informado de los avances en la investigación por el atentando al Papa.
– Puede usted venir a verme a las doce de la mañana. Aprovecharemos el almuerzo para hablar del futuro, querido Mahoney, y analizar los acontecimientos que nos han rodeado -propuso Lienart.
– Allí estaré, eminencia.
A los salones privados del secretario de Estado se accedía a través de la llamada Logia de Rafael. El comedor destinado al cardenal Lienart estaba decorado con pinturas de Caravaggio, Melozzo de Forli y del propio Rafael.
– ¿Le gustan los cuadros, monseñor Mahoney?
– Sí, eminencia, son muy hermosos.
– Los hice traer aquí, a mi comedor privado, desde otras estancias vaticanas para poder admirarlos mientras como. Reconozco que soy un apasionado del arte, porque, para mí, el arte es todo aquello que nos hace sentir la huella de algo espiritual, pero no podemos determinar de qué se trata. ¿No piensa usted igual?
– No lo sé, eminencia. No soy un experto. Cuando admiro una obra de arte, me gusta o no me gusta. Sencillamente, no puedo llegar a analizarla de forma tan especializada como usted, eminencia.
El cardenal Lienart decidió cambiar de tema mientras servía en dos copas de cristal un poco de jerez dulce.
– Querido secretario, en muy poco tiempo el destino nos podría volver a llevar a un nuevo cónclave, si el Santo Padre sufre una recaída en sus heridas que le lleva al lado de Dios. No deseo situarme bajo la Sixtina con la desazón de haber dejado varios cabos sueltos. Dios y el Espíritu Santo me tienen, tal vez, reservada una dura tarea para la que estoy preparado, pero, como le digo, querido Mahoney, no puedo dejar nada suelto. Usted debe ser la herramienta para alcanzar mi objetivo. Necesito que deje usted todo atado antes de que los príncipes de la Iglesia entremos en cónclave.
– Eminencia, estamos haciendo todo lo posible para que no haya ningún problema. Los hermanos del Círculo han cumplido su misión para con Dios y algunos incluso han perdido la vida en el empeño. Los hermanos Ferrell y Osmund en Aspen, el hermano Lauretta en El Cairo y ahora el padre Reyes en Tel Aviv…
– Le prohíbo que cite usted a ese traidor del padre Reyes -interrumpió Lienart-. Sus dudas pudieron poner en peligro nuestra misión para proteger a Dios y a Su Santidad. Los hermanos Ferrell, Osmund y Lauretta murieron como mártires, al igual que nuestros padres fundadores. El padre Reyes dudó de su fe y de la obediencia debida a Su Santidad el Papa y a mí como gran maestre del Círculo. No merece ni siquiera ser citado entre los nobles hermanos mártires del Círculo Octogonus.
– Disculpe, eminencia, pero el padre Reyes demostró en muchas ocasiones su lealtad a nuestra causa. Cuando fue convocado nuevamente por el Círculo, yo mismo le aseguré que intercedería por él para que pudiese abandonar la hermandad.
– Me sorprende usted, querido Mahoney. El padre Reyes debía saber que el perdón es la oportunidad de volver a empezar donde se dejó, sin la obligación de retroceder hasta donde todo empezó. Él sabía cuando fue encontrado, cuando juró lealtad al Círculo ante la misma tumba de San Pedro, que se podía entrar, pero no se podía salir. Yo podría haberle perdonado, pero perdonar no es olvidar, es vivir en paz con la ofensa, y en eso, el padre Reyes falló. Tal vez ahora esté en paz con Dios y consigo mismo.
Mahoney permaneció unos segundos en silencio antes de informar al cardenal secretario de Estado sobre lo acontecido en Chicago y Hong Kong. Antes, el propio Lienart le invitó a pasar al gran comedor. En una lustrosa mesa de caoba aparecían cubiertos de plata, fina vajilla de loza de Faenza y servilletas de lino blanco con el escudo del dragón alado bordado, símbolo de la familia Lienart. Dos monjas les esperaban de pie, frente a las sillas, para comenzar a servir el primer plato.
Ambos religiosos comentaron cuestiones sin trascendencia, como el aumento de visitantes a los Museos Vaticanos, hasta que las dos mujeres sirvieron el primer plato y los dejaron a solas. Mahoney contempló en los platos bellamente decorados una exquisita empanada blanca al gusto del papa Julio III y una pequeña porción de polenta con boletus al gusto de Pío X, regada con un latino bianco.
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