Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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- Название:El Laberinto de Agua
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El Laberinto de Agua: краткое содержание, описание и аннотация
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Durante la mañana, el padre Reyes se dedicó a vigilar la puerta de acceso exterior del restaurante, mirando su reloj cada minuto. Oficinistas que entraban en el interior de las dos torres y mujeres con bolsas de algunos de los comercios cercanos se mezclaban con jóvenes músicos callejeros o adolescentes vestidos con uniforme militar con un rifle Galil colgado a la espalda.
Escondido detrás de un ejemplar del Jerusalen Post, Reyes vigiló la puerta del restaurante hasta que, a las doce del mediodía, vio a Shemel caminando al otro lado de la calle. El científico iba tan sólo escoltado por un policía de paisano que le seguía unos pasos atrás, pero por el bulto provocado por el arma debajo de su chaqueta, el hermano del Octogonus supo que era el guardaespaldas.
El asesino atravesó la calle velozmente para entrar en el restaurante antes que Shemel. Varias mesas rojas estaban aún vacías. Era temprano para el almuerzo. Los israelíes solían comer un poco más tarde.
Reyes se sentó en una mesa mirando hacia la puerta del baño y dando la espalda a la entrada. No deseaba encontrarse directamente con la mirada del escolta.
El camarero, de origen etíope, se acercó a él.
– Hola, ¿otra vez por aquí?
– Sí, me gusta mucho su comida -dijo.
– Bienvenido. ¿Qué desea que le traiga?
– Probaré los knishes de patata, sopa de cebolla y brócoli y una botella de agua.
Reyes continuaba escuchando a su espalda la voz de Efraim Shemel hablando en hebreo con su escolta. Al cabo de un minuto, el experto en copto se levantó de la mesa, pidió la comida en la barra y se dirigió hacia los baños, situados al fondo del local.
Shemel casi llegó a rozar a su asesino. Al verle entrar en el baño, el miembro del Octogonus esperó unos segundos para levantarse y seguirle. Nada más entrar, Reyes se topó con Shemel, que se estaba lavando las manos.
En el momento en el que el científico le dio la espalda, Reyes extrajo de su manga una fina daga de misericordia, puso su mano izquierda desde atrás sobre el rostro del científico y con la derecha le introdujo la larga hoja por la nuca. Efraim Shemel no sufrió. Ni siquiera llegó a notar que le apuñalaban.
El padre Reyes pronunció las palabras en latín del Círculo Octogonus, arrojó sobre el cadáver un octógono de tela, metió la daga en el interior de una de las cisternas y abandonó el lugar. Sin perder los nervios, en su huida pasó junto al escolta, que todavía no había notado la ausencia del científico.
El asesino siguió caminando al mismo ritmo, sin prisas, hasta las escaleras mecánicas que daban acceso a la zona sur del complejo. Empujó una gruesa puerta azul con barra de seguridad y salió al exterior. El aparcamiento estaba lleno de vehículos debido a la salida de las oficinas para el almuerzo. Reyes miró a ambos lados por si veía algún vehículo que se acercase hacia él, conducido por un hermano del Octogonus, pero no llegó nadie.
El Arcángel había llegado unos minutos antes a la azotea de la torre norte. Desde la posición en la que se encontraba, nadie podía verle desde las oficinas de la torre sur. Extrajo de la bolsa negra el saco de arroz y la tela ligera de color gris con unas cintas. A continuación, abrió el estuche del anemómetro, sacó el rifle, enroscó el reductor de sonido en la boca de fuego del arma, se sujetó las cintas de la tela gris a las manos y los pies para mimetizarse con el suelo de gravilla del mismo color de la azotea y se colocó en posición de disparo.
Sacó del bolsillo de su mono el cargador, con tan sólo dos cartuchos en su interior, a pesar de que el Accuracy AW 80 tenía capacidad para diez. Una vez realizado el disparo, sabía que debía recoger la vaina expulsada por el rifle para que éste no fuese localizado por la policía. Si encontraban la vaina, encontraban el arma, y si encontraban el arma, lo encontraban a él.
Introdujo el cargador en el arma con un fuerte empujón hasta que notó que la retenida lo aseguraba. Con la mano derecha agarró el cerrojo del rifle y con un movimiento hacia arriba y hacia atrás abrió la recámara. El Arcángel realizó el movimiento contrario para arrastrar el cartucho en el interior de la recámara.
Corría una brisa suave. El tirador apoyó el arma sobre el saco de arroz para evitar movimientos en el momento del disparo. En posición de tendido, ajustó el saco de arroz al terreno. Colocó la mejilla sobre la carrillera y observó atentamente al objetivo a través de la mira: 280,40 metros lo separaban de él. El Arcángel, camuflado bajo la tela, apoyó levemente la primera falange de su dedo índice en el gatillo sin dejar de observar por la mira. El padre Reyes parecía nervioso, no dejaba de mirar a ambos lados del aparcamiento, intentando divisar el vehículo que debía evacuarlo del centro comercial y sin saber que a casi trescientos metros de distancia su cabeza era marcada en la cruz de una mira telescópica.
En ese momento, cuando la visión del objetivo era perfectamente clara, el tirador relajó su ritmo respiratorio y presionó el gatillo, provocando el disparo.
El proyectil salió a una velocidad de ochocientos cincuenta y nueve metros por segundo, impactando justo una pulgada por debajo de la base del cráneo del padre Reyes. La última visión del Arcángel a través de la mira fue la del cuerpo del asesino del Octogonus tirado sobre el pavimento del aparcamiento, con la cabeza destrozada por el proyectil y rodeado por un amplio charco de sangre que iba haciéndose cada vez mayor a su alrededor.
Tras el disparo, el tirador tiró del cerrojo del arma para expulsar la vaina, la recogió del suelo y la guardó en el bolsillo del mono. A continuación, se libró de la tela gris, la dobló y la metió en la bolsa negra junto al saco de arroz. Seguidamente, desenroscó el reductor de sonido y volvió a guardar el arma en el estuche del anemómetro. Con absoluta calma, descendió hasta la entrada principal del centro comercial en el ascensor de servicio y salió al exterior.
Cuando se disponía a cruzar la calle Dizengoff en dirección a su hotel, oyó a su espalda el sonido de las sirenas de los primeros coches patrullas que habían acudido al restaurante en donde alguien había apuñalado en la nuca a un profesor de la Universidad de Tel Aviv.
Justo al caer la tarde sobre la costa de Israel, un hombre a bordo de una lancha de pesca arrojaba a las profundas y azules aguas del Mediterráneo un estuche negro para un anemómetro, con un rifle Accuracy AW 80 en su interior. El mismo hombre lanzaba también al agua una bolsa negra en cuyo interior había varios pesos de plomo, un inocente saco de arroz, un reductor de sonido, una tela gris y un mono igual a los utilizados por los técnicos de la Autoridad Israelí de Aeropuertos.
En la oscuridad de su habitación en el Hotel Hilton, el Arcángel debía ahora pensar en su próximo objetivo en Hong Kong.
Oslo
Afdera había viajado hasta Noruega para entrevistarse con la profesora Strømnes, experta en rúnico y amiga de Ylan Gershon. Le habría gustado que Max la hubiera acompañado, pero se excusó alegando un viaje por asuntos personales a Ginebra y Roma para ver a su tío, el cardenal Ulrich Kronauer.
Desde Oslo, Afdera cogió un pequeño avión bimotor para recorrer los casi trescientos kilómetros que separaban la capital noruega de Rogaland. La ciudad donde se levantaba la universidad estaba rodeada de espectaculares fiordos, bosques milenarios y lagos cristalinos. Era pequeña, con casas multicolores y un cuidado muelle en donde atracaban ferrys de color azul que unían las islas con el continente.
En la puerta del hotel, Afdera vio a una mujer rubia de unos cincuenta años al lado de un Volvo gris de los años cincuenta.
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