Eric Frattini - El Laberinto de Agua

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El Laberinto de Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su segunda novela en uno de los personajes más controvertidos y desconocidos del cristianismo, Judas, el apóstol traidor. ¿Qué pasaría si su historia no fue como nos la han contado? Los cimientos de la Iglesia se tambalearían, y eso es lo que quiere impedir a toda costa el malvado cardenal Lienart.

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– Esas tarjetas circulan en gran número entre los miembros de la Curia para sus familiares y amigos. En muchas ocasiones estos familiares suelen entregar sus tarjetas no nominativas a otras personas fuera del control de la seguridad de la Santa Sede -aclaró Bisletti.

– Bien, por ahora continuaremos trabajando para mantener la maquinaria engrasada y el cardenal Dandi seguirá informándonos de los avances de la investigación -dijo Lienart, dando por terminada la reunión.

Tras quedarse a solas en su despacho, el cardenal secretario de Estado levantó su teléfono interno y marcó el número de Giorgio Foscati, de L'Osservatore Romano, alguien que podría convertirse en un cabo suelto.

– ¿Señor Foscati?

– Sí, soy yo. ¿Con quién hablo? -preguntó el periodista.

– Soy el cardenal Lienart.

– Eminencia, es un honor. Necesitaba hablar urgentemente con usted. Quiero revelarle algo sobre ese tipo que ha salido en las noticias.

– ¿A quién se refiere?

– A ese turco que aseguran que disparó contra Su Santidad.

– Es mejor que no hable de ello con nadie hasta que no se reúna conmigo. ¿Le ha quedado claro?

– Muy claro, eminencia. Enseguida estaré en su despacho.

Minutos después, sor Ernestina golpeaba la puerta del despacho del Secretario de Estado, anunciando a Giorgio Foscati.

– Eminencia -saludó el periodista mientras besaba el anillo del dragón alado que Lienart portaba en su dedo.

– Levántese, fiel Foscati, levántese, por favor, y siéntese a mi lado. Y ahora dígame cuál es esa información tan valiosa que desea revelarme.

– Es sobre ese turco. Yo conocí a ese hombre…

– ¿Cómo que conoció a ese hombre?

– Sí, a través de un sacerdote de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Creo recordar que se llamaba Benigni, Eugenio Benigni.

Al escuchar el nombre real del agente del SP, conocido en clave como Coribantes, Lienart supo que Foscati sería un cabo suelto que tarde o temprano debería dejar bien atado.

– ¿Qué relación tenía ese tal Benigni con el turco?

– Un día me llamó desde la Congregación de la Doctrina de la Fe para hacerme saber de un nuevo discurso que daría el prefecto. Cuando hubo finalizado nuestro encuentro, ese religioso me dijo que necesitaba que le hiciese un favor personal. Yo entendí que no sería para él, sino para el prefecto.

– ¿Cuál era el favor? -preguntó Lienart.

– Entregar un pase de seguridad a ese hombre, Ali Agca.

– ¿Llegó a ver a Agca?

– No. Dejé el sobre en una dirección establecida. Sólo debía depositar el sobre en un buzón.

– Sigo sin entender la relación con ese Agca.

– Cuando fui a introducir el sobre con la tarjeta de seguridad me fijé en el nombre escrito en el buzón. Era Ali Agca. Ahora no sé qué hacer con esa información.

– No hará nada con ella. Se la guardará para usted.

En ese momento, Lienart levantó su mano derecha con dos dedos extendidos y pronunció las palabras de absolución dirigidas a Giorgio Foscati.

– Yo te absuelvo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El cardenal sabía que si Foscati llegaba a ser interrogado, él no se vería involucrado, debido a que la revelación de su relación con Agca había sido realizada durante la confesión y, por tanto, se encontraba bajo secreto.

– Ahora levántese y escuche bien lo que voy a decirle. No hable usted jamás de esto con nadie. Si lo hace, pondrá en peligro la estabilidad de la Iglesia y de la Santa Sede, incluso podría poner en peligro a su familia, a su hija Daniela. No lo olvide. ¿Me ha entendido?

– Sí, eminencia, le he entendido.

– Por cierto, querido Foscati, necesito que inserte en su periódico la frase: « Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal». Incluyala en la página cuatro del periódico en su edición italiana de pasado mañana.

– Así lo haré, eminencia, así lo haré. No me olvidaré de insertar la frase que me ha dicho, descuide -aseguró Foscati.

– Y tampoco deseo que se olvide de nuestra conversación. Si alguien supiese de su relación con ese terrorista turco y con ese religioso, tal vez ni siquiera yo podría ayudarle. La policía italiana le haría muchas preguntas que desembocarían en una posible acusación por su presunta complicidad en el atentado a Su Santidad. Mientras usted mantenga la boca cerrada, yo estaré siempre detrás suyo para ayudarle.

***

Chicago

«Siempre hace frío en esta ciudad», pensó el padre Spiridon Pontius mientras intentaba calentarse con la escasa calefacción del Ford alquilado.

Los edificios que conformaban el campus universitario llegaban desde la calle South State hasta la misma orilla del lago Michigan. En un terreno de decenas de hectáreas se concentraban cientos de miles de estudiantes, la mayor parte de ellos con extrañas y ridiculas prendas con las que amortiguar el intenso frío.

Pontius llevaba días vigilando la puerta del Instituto Oriental, dependiente de la Universidad de Chicago. Allí, en su despacho, Burt Herman pasaba largas horas tras regresar de su viaje a Berna.

Tenía que ponerse al día con sus clases perdidas, la correspondencia sin abrir, las conferencias atrasadas y la burocracia que se le había acumulado como director del Instituto Oriental de la universidad.

Pontius le vigilaba casi desde el mismo día en que había puesto pie en Estados Unidos y su misión era muy clara: Herman, al igual que Hoffman, Hubert, Shemel y Fessner, debía morir como castigo por haber sacado a la luz las palabras herejes de Judas. El profesor había rechazado la protección del Departamento de Policía de Chicago. No quería ningún agente merodeando a su alrededor y, a fin de cuentas, Chicago estaba demasiado lejos de Europa y de esos asesinos del octógono.

Como cada día a las siete de la tarde, el Chevrolet azul de Herman cruzó el campus y el Washington Park por la calle Sesenta, en dirección a South State. Después se dirigió por la Chicago Skyway hasta la Noventa y ocho. Antes se detenía un par de veces para comprar los periódicos y algo de comida en algún restaurante de la zona. Aquel dato confirmó a Pontius que Herman vivía solo y que no se le daba nada bien la cocina.

La casa de Herman era igual al resto de edificaciones sin personalidad alguna que inundaban el barrio de clase media acomodada en donde vivía. Muy cerca se divisaba un campo de golf cubierto por la escarcha.

Desde la acera de enfrente, Pontius podía ver cómo las luces de la casa iban encendiéndose a medida que Herman iba entrando en las habitaciones. Cuando la noche había caído ya sobre la ciudad, el asesino bajó del Ford y buscó la entrada trasera de la casa. Sin hacer el menor ruido, abrió la puerta que daba a la cocina. No había nadie. Llegó hasta el salón en silencio. Varios libros se amontonaban en el suelo formando una torre inestable. Sobre el sofá estaba acurrucado un gato de Angora que únicamente se limitó a abrir los ojos al paso del intruso. Una escalera de madera daba acceso a la planta superior. Pontius comenzó a subir por ella mientras extraía de su bolsillo trasero un alambre con dos agarraderas en cada lado.

Al llegar al rellano, oyó el sonido del agua cayendo en la ducha, y lentamente comenzó a acercarse a la puerta de donde procedía el sonido. Al entrar en el baño se vio envuelto en una gran nube de vaho.

El asesino del Octogonus observó una figura que se movía al otro lado de la cortina. Con un rápido movimiento la corrió, dejando al descubierto una camisa que se agitaba por el golpeteo del agua.

Justo en ese momento, Herman, casi desnudo, entró como una tromba en el baño atacando por la espalda a Pontius. Los dos hombres cayeron sobre el lavabo, que se vino abajo por el peso de ambos. Estaba claro que Burt Herman, a pesar de sus años y sus kilos de más, no había olvidado su instrucción en los marines y estaba dispuesto a presentar batalla a aquel individuo.

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